Mentiríamos si nos mostráramos impasibles ante la terrible dureza que reviste la lucha que se está desarrollando en España. La medimos y sentimos en toda su profundidad. Nadie nos hará el agravio de suponer que hemos abdicado de la sensibilidad o que somos indiferentes al torrente de sangre que está empapando las tierras de nuestro país. Por el contrario, a nadie cedemos prelación en la angustia que una contienda de tales dimensiones debe, lógicamente, producir. Pero no somos nosotros quienes han provocado la batalla, ni, por consecuencia, los llamados a asustarnos de sus resultados. Estaban previstos además, y no fuimos nosotros los más remisos en anunciar los caracteres sangrientos que alcanzaría, una vez provocada, la guerra civil que se estaba fraguando en los cuartos de banderas, bajo la sugestión de las organizaciones fascistas. No somos nosotros, ciertamente, los obligados a sentir sorpresa ni remordimientos de conciencia. Lo serán, si acaso, aquellos que se burlaban de nuestras advertencias, creyéndolas producto de una fantasía medrosa, o aquellos otros que, a sabiendas de lo que iba a ocurrir, no han tenido inconveniente en desencadenar la tempestad. Por nuestra parte no han existido sorpresa ni vacilaciones. Preveíamos el peligro y nos dispusimos a hacerle frente. A otros habrá podido cogerlos de nuevas lo ocurrido. A nosotros, no. Lo esperábamos y habíamos hecho resolución de darle cara.
Públicamente, y en términos tajantes, lo anunció la Comisión Ejecutiva de nuestro Partido. «Contra el fascismo — fue su declaración —, toda nuestra energía se pondrá en juego.» Cualquiera que fuese el volumen de la sublevación, el proletariado tenía un deber inexorable a cumplir: batirla a mano armada y poniendo a contribución todas las reservas de heroísmo que el proletariado pueda atesorar.Ciego será quien no advierta que la lucha entablada es una lucha a muerte. En ella se lo jugaban todo los sublevados y nos lo jugamos todo la República y nosotros. Con esa crudeza, pues, hemos aceptado la batalla y la estamos ganando. La ganamos a fuerza de sangre porque nos asiste además la razón. Resígnense a perderla quienes, desprovistos de toda razón, nos obligaron a combatir. Tan terrible como se quiera — y no podía ser de otro modo—, ellos son los que han desatado la violencia. Es tarde para que nuestra sensibilidad — que no ha perdido finura — sienta flaquezas de ninguna especie. La partida está en juego y no puede terminar más que con el aplastamiento total y definitivo del fascismo que se nos quiso imponer a traición y con las armas que la República dispuso para garantizar la libertad de la ciudadanía.
El Socialista (28/7/36)
No hay comentarios:
Publicar un comentario