Uno de los capítulos más vergonzosos que podrán escribirse cuando se haga la historia de la sublevación militar en agonía, será el correspondiente a la gestión de los gobernadores. No de todos, claro; pero sí de muchos, cuya conducta será menester juzgar con extremada dureza el día de mañana. Una de las grandes desdichas de la República, desde que advino y sin interrupción, han sido los gobernadores, divorciados en su mayoría del espíritu popular y, por añadidura, incapaces de suplir con tacto lo que les faltaba de temperamento. Durante el primer bienio padecimos ya, bien crudamente, las consecuencias de la ineptitud, cuando no la deslealtad, de los gobernadores civiles. A esa circunstancia debe atribuirse en gran parte el fracaso de la política del bienio. Cabía, sin embargo, consolarse del pasado si el presente nos hubiera ofrecido mejores perspectivas. No ha sido así. Cuando se examinen en detalle los antecedentes de la tremenda convulsión que está sufriendo España, y se determinen las responsabilidades que de ellos se derivan, se verá hasta qué punto una porción abrumadora de esas responsabilidades se vincula en la actuación incalificable de muchos gobernadores que parecían colocados en sus puestos, no para servir, sino para ayudar a morir a la República. Saldrá a flote más de una complicidad directa con los sublevados y se pondrán de manifiesto, sobre todo, muchas complicidades indirectas nacidas de una pasividad inexplicable y de una total insensibilidad para estimar los peligros gravísimos que se cernían sobre el régimen.
Gobernadores hubo que desdeñaron burlonamente toda suerte de advertencias que los Partidos y hombres del Frente popular se creyeron obligados a hacerles. «¡Bah, cuentos de miedo!», solían responder, como tantos otros inconscientes que se reían de nuestras alarmas o las echaban a mala parte. Alguno de esos gobernadores ni siquiera se creyó en el caso de poner atención en cierta confidencia, rigurosamente auténtica — los hechos lo han probado después —, según la cual acababa de celebrarse una reunión de militares en la que cierto jefe, sin embozos de ninguna índole, había solicitado de las clases de la guarnición que se sumaran a la sublevación ya inminente. Ese mismo gobernador esperó pacientemente, como si viviera en el mejor de los mundos, a que la sublevación se le viniera encima, sin tomar ninguna medida preventiva, sin poner a recaudo, como pudo hacerlo, una partida crecidísima de fusiles almacenados, sin dar órdenes a la Guardia Civil y de Asalto. Las negligencias y apocamientos de ese gobernador han sido causa principal de que en la provincia regentada por él se esté tiñendo una de las luchas más duras de la sublevación.
Otros gobernadores alegres y confiados han estado rechazando sistemáticamente la ayuda que les ofrecían el Frente popular y las organizaciones obreras — va conocida la sublevación de otras guarniciones — y ofreciendo plenas seguridades al Gobierno hasta el instante mismo de sentir sobre las espaldas el golpe de los espadones. Por donde se viene a caer en la sospecha de que la sublevación la presentían todos los españoles, menos unos cuantos, que, por casualidad, eran gobernadores de provincia. Hay, repetimos, excepciones honrosas que en su día convendrá destacar. Aunque no sea más que por la circunstancia de que, subrayando las excepciones, se pone de relieve también la ineptitud de los demás.
El Socialista (26/7/36)art
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