Harán mal quienes, al someter a examen la sangrienta contienda que estamos viviendo, la juzguen solamente como un episodio trágico, de gran volumen, terrible en su desarrollo y en sus consecuencias, pero encajable en los límites estrictos de un problema actual. Es todo eso, desde luego; pero es algo más que eso. Lo que al presente se ventila en España a tiros de fusil no es más ni menos que el gran pleito histórico de la civilidad española, soterrado a veces, pero siempre latente; disminuido en la apariencia, pero intacto en la realidad; diferido en su urgencia, pero siempre sin resolver. Habrán podido las circunstancias procurarnos, en ocasiones, la ilusión de que ese gran problema quedaba ya entregado al pasado. La ilusión, sin embargo, no acaba de tomar tierra entre nosotros. Es una ilusión forastera que nos hace visitas fugaces y escapa luego a golpes de la adversidad. El fantasma surge inevitablemente cuando se le cree, con mejor fundamento, vencido, para dar testimonio, con su presencia, de que sigue en pie la lucha dramática que arruina desde hace un siglo nuestra vida nacional. Oligarquía contra democracia; militarismo contra política; pretorianismo contra civilidad. Cien veces se afirmó en España por la fuerza de la razón el espíritu civil, y otras tantas fue derrotado por la fuerza de la brutalidad.
A despecho de cambios y revoluciones, la libertad tuvo siempre en España dos carceleros que la retuvieron prisionera: la Iglesia y el cuartel.En las horas que corren —cada una tiene el valor de un día; cada día, el valor de un año—, cargadas de tremenda gravedad, se advierte bien hasta qué punto nuestra ciudadanía se alimenta de mentiras y vive en precario. Amarga y deprimente es la confesión, pero obligada. La democracia republicana tenía más de retórica que de sustancia; más de estampa que de fibra; era una arquitectura elegante montada sobre unos cimientos carcomidos. No tiene nada de extraño que la arquitectura se bambolease a merced de los vientos. El 10 de agosto... Noviembre de 1933...
La represión salvaje de Asturias... Y esta otra sublevación bestial, en que todas las fuerzas de un pasado incivil han vuelto a juntarse para levantar contra la República, en golpe definitivo y bárbaro, el espadón clásico para cercenarle la cabeza a la civilidad. Tan de mentira vivíamos, que los sublevados han podido creer que también la República, en sí misma, era una mentira. Ese ha sido su error. Un error que ninguna estrategia militar puede hacer remediable. Los sublevados lo están comprobando a través de su derrota. Esas milicias armadas, sin técnica guerrera, mal pertrechadas, cargadas de sueño, comiendo mal o no comiendo, ¿de dónde sacan la bravura indomable que pone en fuga a los generales? ¿Qué aliento los empuja que hace retroceder los cañones? Presumimos el asombro de los militares frente al milagro.
Asombro porque ellos son incapaces de comprender la gran fuerza contra la cual no sirve la fuerza: la fe. Es la fe la que pone ímpetu en el brazo y coraje en el alma. ¡A qué distintas razones responde el pretorianismo de los generales! En su conducta todo es subalterno, sórdido y miserable. En las fuerzas que les cortan el paso, todo es grandeza, desinterés, heroísmo que vive de sí mismo, no de las cruces, ni de las pagas, ni de la jerarquía social. Lo que está muriendo, a fuerza de sacrificio y sangre proletaria, es el pretorianismo infamante que España y la República venían soportando sobre sus espaldas. Batalla histórica, en la que un pueblo cobra, a precio de dolor, su libertad definitiva. La sangre que se vierte hoy es la semilla de una cosecha que ninguna tempestad podrá malograr ya.
El Socialista (23/7/36)
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