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lunes, 30 de septiembre de 2019

Desfile de la Victoria

Un Ejército potente, aguerrido, de hombres curtidos en su carne y en su espíritu en el fuego de cien batallas ha pasado, en desfile triunfal, bajo los claros cielos de la Patria, en un soberbio alarde de su potencialidad, demostrando a un mundo hosco e incomprensivo que hoy España ya cuenta en él; que aquí en esta tierra que sólo se la juzgó apta para el cultivo de picaros, para el medro de las más va riadas especies de la fauna política, ha brotado, por obra de una genial improvisación de Franco, un pueblo entero, dueño y señor de sí mismo, que ya no baja la vista, en signo de pequeñez, de inferioridad, en el diálogo con otros países -tristes épocas de degradación y de decadencia moral- sino que mira de cara, de igual a igual y hasta, en ocasiones, con esa superioridad que nace del concepto exacto de la propia fortaleza. 

El maravilloso espectáculo de este Dia de la Victoria - estampa de Guerra y de Paz, de grandeza y de poderío — tiene un significado que nadie de dentro o de fuera debe olvidar. Las bayonetas que pusieron centelleos de gloria al sol limpio de este día triunfal, no se forjaron para el descanso de siglos en los Parques, en la holganza de los brazos y bustos que saben empuñarlas. Ni esas banderas serán reliquias que hablen de la gloria de cien combates en el ambiente quieto de los Museos. Mañana, remansado el cálido regocijo de estas horas, la Paz iniciará su marcha hacia horizontes de grandeza, que se columbran cercanos. 

Esta Paz ha de ser salvaguardada por los mismos instrumentos de guerra que la hicieron posible, guiada por la misma mano que supo traerla entre rugir de cañones y dolor de alumbramiento fecundo. Y cuando cada año se repita la fecha conmemorativa de la Victoria, las nuevas legiones de la Paz desfilarán por las ciudades devue'tas a la actividad y ala vida. Y las estro fas de los nuevos Himnos — Amor, Trabajo, Patria y Justicia — cantarán el resurgir de España en una amanecida de imperial Primavera.

Imperio : Diario de Zamora de Falange Española de las J.O.N.S.: Año IV Número 774 - 1939 Mayo 20

sábado, 28 de septiembre de 2019

La guerra prosigue tras la victoria

En sus siempre parciales memorias, el coronel Segismundo Casado, responsable del golpe interno contra el gobierno de Negrín que precipitó el final de la República, refiere su respuesta al Jefe del Ejército del Centro cuando este le comunica, el 27 de marzo de 1939, que soldados republicanos se están pasando a las filas enemigas en las inmediaciones de la capital: “¡Quiere usted nada más elocuente y más hermoso que la paz haya empezado por abajo!”. Pero esa supuesta paz no iba a ser tal, sino más bien un estallido, a partes iguales, de exaltación de la victoria del bando “nacional” y de revancha contra el bando derrotado.

NI PERDÓN NI OLVIDO 

Ese espíritu vengativo quedó en evidencia desde el mismo momento de la capitulación, como puede verse en este otro pasaje de las memorias de Casado en el que cuenta la entrega de Madrid a los franquistas el 28 de marzo: “El bando enemigo le comunicó [al Jefe del Ejército del Centro] a las trece horas de ese día que se presentara, acompañado de su Estado Mayor, al Jefe de la 26 División nacionalista en el Hospital Clínico. Hizo la presentación con cuatro oficiales y, terminado el acto, quedaron detenidos”. Y es que Casado pensaba que podría negociar con Franco de tú a tú, pero el golpe y la eliminación de los comunistas habían descartado la baza más poderosa que le quedaba a la República de cara a la negociación: la amenaza de una resistencia numantina desesperada. Desmantelada toda resistencia, aquel mismo día 28 entraron en Madrid los primeros camiones con tropas de los vencedores, que al mando del coronel Losas fueron apoderándose de la ciudad entre aplausos, brazos en alto y vítores, unos más sinceros que otros, evidentemente; muchos sabían que no habría perdón ni olvido para los “desafectos” y se apresuraron a mostrar su adhesión incondicional para salvar la vida.  

“¡FRANCO, FRANCO, FRANCO!” 

Abundan los testimonios de este entusiasmo real o sobrevenido que se apoderó al punto de los
madrileños. Una crónica en el ABC del 29 de marzo –recuperada la cabecera ese mismo día por sus antiguos dueños, tras tres años de incautación republicana– relata: “En las primeras horas de la mañana aparecieron banderas blancas en muchos edificios, (...) una gran bandera en el Capitol y otras (...) en los edificios más elevados de la Gran Vía y la calle de Alcalá”. Balcones y ventanas se cubrieron asimismo de enseñas rojigualdas y de Falange, mientras algunos curas improvisaban misas de campaña y el gentío se echaba a la calle al grito de “¡Franco, Franco, Franco!”. No solo la afinidad ideológica o el miedo impulsaron estas reacciones; también el hambre y el puro desaliento. Priscilla Scott-Ellis, aristócrata inglesa reclutada como enfermera en el bando franquista (y, andando el tiempo, primera esposa de José Luis de Vilallonga), habla así en su diario de lo que vio al llegar a la capital por esas fechas: “La gente de Madrid estaba saliendo en tropel a las calles, gritando y saltando sobre los coches, pidiendo comida, cigarros, cualquier cosa”. Sea como fuere, algo estaba claro: la República había perdido y no cabía volver atrás. Poco después, el 1 de abril, tras rendirse los escasos enclaves en los que aún se combatía, Radio Nacional emitió el escueto y tantas veces citado parte de guerra final firmado de su puño y letra por “el Generalísimo Franco”, que enseguida recibiría felicitaciones en la esfera internacional por su triunfo: “En el día de hoy, cautivo y desarmado el Ejército Rojo, han alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado”.

LA VENGANZA SIGUE 

Madrileños celebrando la entrada de las
tropas nacionales en la ciuda
Pero con el fin de las hostilidades no vino el del rencor, como decíamos. La maquinaria de la represión se puso en marcha de inmediato, llenando desde primeros de abril el Tribunal Supremo de la madrileña plaza de la Villa de París de consejos de guerra sumarísimos y condenas a muerte exprés. Ese rencor halló muchos cauces para manifestarse; no otra cosa supuran los versos del chotis ¡Ya hemos pasao! , grabado apresuradamente para la ocasión por Celia Gámez, o esta tremenda alocución radiofónica pronunciada por el escritor fascista Ernesto Giménez Caballero en el mes de mayo: “La guerra no ha terminado. La guerra sigue. Sigue en silencio: en frente blanco invisible. Y una guerra tan implacable como la que sufrieron hasta el 1 de abril nuestros cuerpos y nuestras vísceras. Es la misma guerra, son los mismos enemigos. Es la misma canalla que no se resignará hasta su aplastamiento definitivo, histórico”. Entretanto, en Madrid, como en el resto del devastado país, se intentaba recuperar así fuera una mera apariencia de normalidad. La fuente de la Cibeles, que había permanecido toda la contienda protegida por una pirámide de ladrillos, arena y sacos terreros –y ganado así el apelativo popular de “la linda tapada”–, fue rápidamente desenterrada. Con igual celeridad, el mismo 1 de abril tomaron posesión de sus cargos y de sus improvisadas dependencias el nuevo gobernador civil –el teniente coronel Luis Alarcón de la Lastra, que ubicó su sede en el Palacio de Lázaro Galdiano (hoy Museo)– y militar –el antes mencionado coronel Eduardo Losas, que se instaló en el edificio Capitol– de la “reconquistada” capital de España.

UNA DEMOSTRACIÓN DE PODER

No obstante, a Franco no se le iba a olvidar como si tal cosa que aquella ciudad se le había resistido durante nada menos que dos años y ocho meses, plantando cara a sus repetidos asedios hasta el límite de sus fuerzas. Hacía falta una demostración de poder definitiva que doblegara el ánimo incluso de los más escépticos, un acto que sirviera de culminación a la exaltación de su triunfo sobre la “Antiespaña” –encarnada en Madrid como último bastión de la legalidad republicana– y le callara la boca a esta para siempre. Así, el 14 de abril comenzaron los preparativos para la celebración, un mes más tarde, de una gran exhibición militar en la capital que iba a recibir el nombre, como no podía ser de otra forma, de Desfile de la Victoria. Después de decidirse cuántas unidades participarían en la parada y cuáles serían, se escogió como fecha del evento el 19 de mayo. Hay que tener en cuenta que Franco y su gobierno aún se encontraban en Burgos, que la situación de las comunicaciones y las infraestructuras seguía haciendo penoso cualquier traslado y que, además, se buscaba que el desfile madrileño fuese el último de una serie de ellos, a celebrarse en diversos lugares de la geografía patria (Andalucía y Valencia, fundamentalmente).

TODO A PUNTO PARA LA ENTRADA TRIUNFAL 

En ese lapso, la ciudad fue dispuesta a conciencia, a imagen y semejanza de lo que llevaban años haciendo Hitler y Mussolini. Las fachadas de cines, teatros, grandes almacenes y edificios representativos se engalanaron con fotos de Franco y José Antonio, banderas rojigualdas y emblemas del Movimiento Nacional. La Cámara de Comercio ordenó que los escaparates de todas las tiendas exhibieran retratos del Caudillo y carteles con los lemas “Franco, Franco, Franco”, “Arriba España”, “Una, Grande y Libre” o “Por la Patria, el Pan y la Justicia”. Asimismo, se pidió a la población que acogiera en sus casas a los oficiales que iban a participar en el desfile; la respuesta, a este respecto, fue un tanto tibia, por lo que el 9 de mayo hubo de imponerse un sistema obligatorio de alojamiento. La oficina de prensa del gobierno de Burgos anunció que la llegada de Franco seguiría “el ritual observado cuando Alfonso VI, acompañado por el Cid, tomó Toledo en la Edad Media”. Para cumplir con tan modesto objetivo, se trazó un recorrido que abarcaba los paseos del Prado, Recoletos – ahora, paseo de José Calvo Sotelo– y la Castellana –avenida del Generalísimo– hasta la plaza de Cánovas del Castillo. En la acera derecha de este último tramo se instaló la tribuna, con forma de arco de triunfo y henchida de parafernalia (tapiz con el Águila de San Juan, inscripciones con las palabras “Victoria” y “Franco”), desde la que el líder de la nación presidiría los festejos. Con todo a punto, el 18 de mayo se produjo la entrada triunfal del vencedor de la Guerra Civil en la que había sido capital de la República hasta mes y medio antes. En otro alarde de grandilocuencia medieval, se encendieron hogueras en las montañas más altas de cada provincia por la que pasó su  comitiva en el trayecto de Burgos a Madrid. Una vez allí, la marquesa de Argüelles le cedió a Su Excelencia un palacio en la calle de Serrano para que se hospedara lo más cómodamente posible. 

EL DÍA DE LA APOTEOSIS 

Tropas nacionales saludando a Franco
Y así llegó la gran jornada: el 19 de mayo, Día de la Victoria, que fue declarado festivo para favorecer la asistencia al desfile. No es que hicieran falta muchos incentivos; con auténtico fervor o por la cuenta que les traía, 400.000 madrileños se agolpaban desde las seis de la mañana a lo largo del recorrido previsto. Por el centro de la ciudad iban y venían, excitadas, las pandillas de Falange y de la Sección Femenina ofreciendo a los viandantes ejemplares de Arriba y haciendo el saludo romano. 

A las nueve, Franco llegó en coche descubierto a su tribuna, ataviado con un oportuno eclecticismo que incluía guiños al Ejército (uniforme militar), los falangistas (camisa azul) y los carlistas (boina roja). Se le impuso la Gran Cruz Laureada de San Fernando, máxima condecoración militar española, y, tras unírsele en el palco de autoridades el cardenal primado Isidro Gomá, dio comienzo el desfile.

El número de efectivos que intervinieron varía según las fuentes: unos hablan de 120.000, otros de más del doble, 250.000. En cualquier caso, fue el abrumador e intimidante espectáculo que Franco deseaba. Allí estuvieron todas las unidades que habían combatido en la guerra, incluidas las extranjeras: los llamados “viriatos” (voluntarios portugueses de la Legión), los mercenarios marroquíes, el Corpo di Truppe Volontarie italiano y los alemanes de la Legión Cóndor, que sobrevolaron con sus aviones los tejados de la ciudad. Por si esta exhibición aérea fuera insuficiente, una escuadrilla de 62 biplanos compuso en el cielo la leyenda “Viva Franco” y otra aeronave pintó con humo la palabra “Generalísimo”. La parada, que duró cinco horas y costó una fortuna, apenas quedó deslucida por un rato de lluvia hacia el mediodía. 

Luego, tras un banquete en el Palacio Real, el Caudillo remató la faena con un discurso por radio en el que hubo bilis para todos: Francia y Reino Unido, el gran capital, el marxismo y, por supuesto, los vencidos, a los que achacó la responsabilidad del “martirio de Madrid” en la guerra. La apoteosis de la venganza concluyó así satisfactoriamente y Franco pudo dedicar el resto del día a actividades más gratas; por la tarde, acudió al Teatro Calderón a ver la zarzuela Doña Francisquita . 

EN OLOR DE SANTIDAD 

Aún faltaba el último acto. Al día siguiente, 20 de mayo de 1939, se celebró una fastuosa y solemne ceremonia religiosa en la iglesia de Santa Bárbara, presidida por el cardenal Gomá y con la asistencia de otros veinte obispos, que supuso la consagración definitiva de la santidad de la “Cruzada”. La ceremonia, además de la misa pontifical y el tedeum en agradecimiento a Dios por la victoria, incluyó un ritual –ungimiento del Caudillo, reconocimiento de su liderazgo providencial, entrega de la espada de la Victoria a Cristo– muy semejante a los realizados en el pasado para coronar a los reyes de Castilla. 

Ahí no acabaron las semejanzas: Franco entró al templo bajo palio, un privilegio litúrgico hasta entonces reservado a la realeza. Sirva la descripción que del episodio hace en sus memorias el escritor y teólogo Enrique Miret Magdalena, testigo del mismo en su juventud, para cerrar este artículo: “Y para terminar la misa, Franco entregó su espada al Cristo de Lepanto, que presidía la ceremonia, uniendo simbólicamente la política española tradicional y la religión hispana de la intolerancia de Felipe II. (...) Así comenzó la posguerra”. 

domingo, 22 de septiembre de 2019

Fin de la República

La entrada de los franquistas en Cataluña incrementó el derrotismo en los territorios que todavía controlaban los republicanos. El 5 de febrero de 1939, Manuel Azaña, presidente de la República, cruzó la frontera francesa junto a miles de miembros del Frente Popular, integrantes de las milicias anarquistas y simples ciudadanos. El temor a las represalias que pudieran tomar los vencedores hizo que familias enteras se exiliasen. Mientras tanto, la vida en Madrid era cada vez más complicada. Sin apenas víveres ni combustible para calentarse en aquel duro invierno, la población no tenía ya fuerzas para la resistencia. ¿Merecía la pena defender la ciudad en esas condiciones? El 10 de febrero, el presidente del Consejo de Ministros de la República, Juan Negrín, propuso a los militares no cejar en la lucha y resistir, en la esperanza de que pronto comenzasen las hostilidades en  Europa. Negrín creía que el presumible estallido de la Segunda Guerra Mundial obligaría a las democracias europeas –Francia y el Reino Unido– a cambiar su decisión de no ayudar al legítimo gobierno de la República. Por eso, pedía a los miembros del Frente Popular que hicieran un último esfuerzo para contener a los rebeldes. Sin embargo, los anarcosindicalistas, la mayoría de los socialistas, republicanos disconformes con el gobierno y un buen número de militares rechazaron la numantina propuesta del primer ministro. 

¿RESISTIR O PACTAR?

El general José Miaja, con el coronel de estado mayor 
Segismundo Casado nuevo jefe del Ejército del Centro
Ellos veían factible llegar a un acuerdo de paz honroso con Franco. Su objetivo era encontrar un interlocutor válido, que fuera aceptado por los militares rebeldes. Y el candidato idóneo resultó ser el coronel Segismundo Casado, reconocido anticomunista al que Negrín había ascendido de forma sorprendente a jefe del Ejército del Centro en abril de 1938. En aquellos momentos de duda, circuló por el territorio republicano el texto de la Ley de Responsabilidades Políticas que había promulgado Franco y que sancionaba con inusitada dureza a todos los que hubieran colaborado con sindicatos, organizaciones y partidos del Frente Popular. 

Aquella ley implicaba a un número tan elevado de españoles que muchos comenzaron a pensar que su única salida radicaba en el exilio. El escenario se complicó todavía más el 27 de febrero cuando los gobiernos de Francia y el Reino Unido reconocieron al de Franco, lo que decidió a Manuel Azaña a dimitir de su cargo. Sin un presidente al frente de la República y sin apenas recursos para continuar la lucha, Casado pensó que la única solución era echar del gobierno a Negrín y crear un Consejo Nacional de Defensa para llegar a una paz pactada con los militares rebeldes, lo que suponía un golpe de Estado en toda regla.

DE LA DIVISIÓN A LA RUPTURA 

Por esos días, en el Círculo de Bellas Artes de Madrid se inauguró la Conferencia Provincial del Partido Comunista. El historiador británico Paul Preston recuerda que Pasionaria atacó a Casado y Miaja, tachándolos a los dos de “distinguidas momias”. “Vicente Uribe (ministro de Agricultura del gobierno de Negrín) fue más allá al denunciar la cobardía de quienes estaban haciendo el trabajo del enemigo, al propagar la idea de que era posible llegar a una paz con Franco sin represalias”, subraya Preston. Las puyas que lanzaron Ibárruri y Uribe contra los dos militares republicanos desvelaron que los dirigentes del PCE eran conscientes del complot militar que se estaba fraguando en Madrid, en el que a buen seguro estaba comprometido José Miaja. El 5 de marzo, Casado trasladó su Cuartel General de la Alameda de Osuna (la llamada Posición Jaca) al Ministerio de Hacienda, en la madrileña calle de Alcalá. Allí se reunió con el socialista Julián Besteiro, al que otorgó la cartera de Exteriores del Consejo Nacional de Defensa. 

El general Miaja se hizo cargo de la presidencia del Consejo y el socialista Wenceslao Carrillo de la presidencia de Gobernación. Desde aquel día, su hijo, Santiago Carrillo, comunista convencido y dirigente entonces de las Juventudes Socialistas Unificadas (JSU), nunca le volvió a dirigir la palabra a su padre. En la noche del 5 de marzo, se radió el comunicado de los conspiradores anunciando que tomaban el poder. 


GUERRA DENTRO DE LA GUERRA 

El golpe de Casado se consumó a las tres de la madrugada del día 7 de marzo, cuando Negrín y algunos integrantes de su gobierno, así como los principales dirigentes comunistas, se dirigieron al aeropuerto de Monóvar (Alicante), donde les esperaban tres aviones para salir de España. Dos de ellos volaron a Toulouse y el tercero, con menor radio de acción, se dirigió a Argelia. Pese a la huida de los responsables políticos, las divisiones comunistas acantonadas en Madrid mantuvieron su decisión de luchar contra Casado. El resultado fue el inicio de otra violenta “guerra civil” en la capital, esta vez entre comunistas y seguidores del golpe. El coronel Barceló, que se proclamó jefe del Ejército del Centro del ya inexistente gobierno de Negrín, ordenó a las divisiones y brigadas que tomaran posiciones en Colón, Cibeles, Nuevos Ministerios, el parque del Retiro y la plaza de la Independencia. En aquellos momentos de máxima tensión en el bando republicano, Valencia y su puerto eran esenciales, en el caso de que Casado llegara a un acuerdo con Franco que posibilitara la salida ordenada de miles y miles de republicanos hacia el exilio. Desde principios de julio de 1938, las eficaces labores de defensa del Ejército de Levante, al mando del general Leopoldo Menéndez, habían frenado la presión de los rebeldes sobre Valencia y su entorno. Además, la operación del ejército republicano en el Ebro hasta finales del 38 había contribuido a descongestionar el sitio a que estaba sometida la región levantina. Pero el final de aquella durísima batalla y la posterior caída de Barcelona devolvieron la preocupación a los valencianos, cuya moral de resistencia fue minada por los mensajes derrotistas que difundía la Quinta Columna, compuesta por franquistas y falangistas que permanecían emboscados en la ciudad del Turia. Por eso, cuando se tuvo noticia del golpe de Casado en Madrid, la gran mayoría de las organizaciones del Frente Popular valenciano lo apoyaron.  En pocas horas, las sedes comunistas fueron cerradas y muchos de sus militantes encarcelados. No obstante, en cuanto se supo que Negrín y los dirigentes del PCE habían abandonado España, el general Menéndez adoptó una actitud conciliadora con los comunistas, sacándolos de las cárceles y reabriendo sus sedes. Lejos del anticomunismo visceral de Casado, Menéndez lidió con los sindicalistas de la UGT y los socialistas de Largo Caballero para volver a acoger a los comunistas y restaurar la unidad del Frente Popular. 

CALMA EN VALENCIA, CAOS EN MADRID 

Así, el 8 de marzo, mientras en Valencia reinaba una cierta calma, en Madrid el coronel Casado temía que las fuerzas comunistas comandadas por Barceló lo derrotaran en cuestión de horas. En un último y desesperado esfuerzo, ordenó a Liberiano González que iniciara el contraataque desde Alcalá de Henares. Poco a poco, la columna de González fue ganando posiciones hasta llegar a Nuevos Ministerios, donde se enfrentó a las brigadas comunistas. Las fuerzas de Casado tuvieron que recurrir a la artillería para destruir la treintena de viejos carros de combate y destartaladas tanquetas que los comunistas desplegaron en las sedes del PCE, situadas en las calles de Serrano y Antonio Maura. Tras varios días de encarnizados combates, el 12 de marzo los comunistas fueron definitivamente derrotados por los casadistas  El Consejo Nacional de Defensa aprobó entonces la condena a muerte del coronel Barceló, el militar de más alto rango que había permanecido leal al gobierno de Negrín, y del comisario político José Conesa. Casado afirmó que se había indultado a los demás “implicados”, pero muchos comunistas lo culparon de haberlos mantenido en prisión hasta que las tropas franquistas entraron en Madrid. Eso fue lo que les ocurrió al jefe de artillería Domingo Girón, al teniente coronel Ascanio y al secretario del Comité Provincial de las JSU, Eugenio Mesón: los casadistas los enviaron a la cárcel y allí los dejaron hasta que los nacionales tomaron Madrid y los atraparon con total facilidad. Poco después, Barceló y Conesa fueron fusilados en las tapias del madrileño cementerio del Este (actualmente, de la Almudena). A los comunistas se  los acusó de traidores a la patria y el Diario Oficial del día 17 de marzo publicó un decreto de Miaja por el que quedaba suprimida la estrella de cinco puntas en el uniforme. 

Julián Besteiro dando un discurso en el Sindicato
Nacional Ferroviario
El 18 de marzo, Besteiro se dirigió a los madrileños a través de los micrófonos de Unión Radio: “Ha llegado el momento de que este Consejo Nacional de Defensa se dedique por completo a su misión fundamental y, en consecuencia, se dirige a ese gobierno para hacerle presente que estamos dispuestos a llevar a efecto negociaciones que nos aseguren una paz honrosa y, al mismo tiempo, puedan evitar estériles efusiones de sangre. Esperemos su decisión”.  

FRANCO NO ACEPTA CONDICIONES 

Pero lo que Franco quería era una capitulación de la República sin condiciones, para dejar constancia de quién había sido el vencedor y quién el vencido en aquella cruenta guerra. El 27 de marzo, el jefe del Ejército del Centro comunicó a Casado que algunas unidades se estaban pasando al enemigo en la Casa de Campo y la Ciudad Universitaria.   

Antes, el 23 de marzo, el Consejo Nacional de Defensa envió al teniente coronel Antonio Garijo y al comandante Leopoldo Ortega a Burgos para proponer a los militares rebeldes una rendición y evacuación escalonadas y pedir que no tomaran represalias contra los dirigentes del Frente Popular. Los franquistas exigieron la entrega simbólica de las Fuerzas Aéreas republicanas en tan solo dos días, lo que resultaba imposible de cumplir. Dos días después, protestaron porque los republicanos no habían entregado todavía sus aviones y dieron por concluida la negociación. 
Batalla de Valencia

En la madrugada del 27 de marzo, Franco ordenó no esperar más y lanzar una ofensiva que apenas encontró resistencia republicana. Donde los sublevados encontraron mayor respuesta fue en el Frente de Levante, debido a que era por el puerto de Valencia por donde los dirigentes republicanos salían hacia el exilio. La situación cambió por completo 24 horas más tarde, cuando el Consejo Nacional de Defensa comunicó a los que huían de Madrid que debían dirigirse hacia Alicante, donde esperaban barcos para sacarlos de España, lo que era falso. En ese momento, las tropas republicanas cesaron su resistencia y abandonaron Valencia, que quedó en manos de la Quinta Columna. Horas después, los rebeldes ocupaban la ciudad. El coronel Losas, en nombre de Franco, tomó posesión de Madrid a las 12:00 del 28 de marzo de 1939. Horas antes, miembros de la Falange clandestina ya habían ocupado cuarteles y centros oficiales. Los primeros camiones con tropas franquistas entraron en la ciudad y fueron recibidos con sorprendentes muestras de entusiasmo. El 31 de marzo, los últimos enclaves republicanos se rindieron. El sueño de una República capaz de modernizar la sociedad española se desvaneció entre cánticos falangistas, vivas a Franco y oficios religiosos.

miércoles, 18 de septiembre de 2019

En los albores del triunfo

Un año más de lucha dura, tenaz, de esfuerzos heroicamente prodigados en la conquista total de España. Un año que jalonan los episodios más sublimes que un pueblo, en franco camino de su rescate, es capaz de forjar para sacudirse el lastre de ignominia que una época de humillaciones, de anulación de su personalidad, cargó sobre sus hombres. 


No cabe en los limites de una glosa la exposición de los hechos que se han dado en el año, cuyo término se seña la con nuevos hitos triunfales, hincados con fuerza de conquista eterna, en las tierras en las que la barbarie importada asentó su feudo trágico. En el correr de sus días, el acero de las armas victoriosas de Franco, ha ido abriendo el surco, de entraña fecunda, en que la semilla heroica apunta ya tratos en madurez plena. 


Y si en los campos de la guerra, por la dirección genial del Caudillo, sus concepciones maravillosas prenden ufanía de triunfo en nuestras banderas, en esas otras batallas, no por calladas menos decisivas, que se libran en nuestra retaguardia, la obra de un gobierno fuerte, con raiz profunda en el alma popular., ha ido desbrozando el camino, ensanchando la ruta por la que pronto España, Libre, Grande y Una ha de marchar hacia un futuro espléndido labrado con sacrificios y abnegaciones. 


1939. En sus albores triunfales, renovamos nuestra fervorosa lealtad al Caudillo, nuestra fe en nuestra Doctrina y nuestra decisión resuelta de seguir laborando por la España que nuestro José Antonio quería y para el cual tenemos en este día, el más emocionante de nuestros recuerdos, como Capitán de las gloriosas es cuadras, en guardia eterna en los cielos de la Patria. 

Y para nuestros bravos y heroicos soldados, nuestro saludo, brazo en alto, en nuestro grito imperial.

¡¡ARRIBA ESPAÑA!!

Imperio : Diario de Zamora de Falange Española de las J.O.N.S.: Año IV Número 656 - 1939 Enero 01

domingo, 15 de septiembre de 2019

Cataluña, el ataque final

Tras la derrota del Ebro, la moral en Cataluña estaba a finales de 1938 por los suelos. Encajonada entre el mar y la frontera francesa, saturada de refugiados llegados de toda España –que agravaron las penurias de la población–, con un ejército muy tocado y poblaciones destrozadas tras un año de bombardeos, parecía tenerlo todo en contra. Después de la Batalla del Ebro, a Franco se le presentaron tres grandes objetivos militares: Madrid, Valencia y Cataluña. Escogió esta última y fijó el 10 de diciembre de 1938 para el inicio de la operación, que sin embargo se retrasaría a causa del mal tiempo. El encargado de llevarla a cabo era el Ejército del Norte, comandado por el general Fidel Dávila y formado por seis cuerpos: Urgel, Aragón, Maestrazgo, Navarra, Marroquí y Cuerpo de Tropas Voluntarias italianas (CTV). Las fuerzas republicanas, organizadas en el llamado Grupo de Ejércitos de la Región Oriental al mando del general Juan Hernández Sarabia, contaban con dos ejércitos (del Este y del Ebro) y varias fuerzas independientes. Eran muy inferiores a las de Dávila, problema que esperaban solventar en cuanto llegasen las armas enviadas por la URSS, retenidas por el momento en la frontera francesa. 

A principios de diciembre, los nacionales se dedicaron a bombardear puntos estratégicos de la retaguardia –carreteras, aeródromos, puertos...–, así como poblaciones como Barcelona, Badalona, Palamós, Tarragona, Blanes y Cervera, entre otras. Tras un aplazamiento de los operativos a causa de una climatología adversa, finalmente el día 23 Franco dio la orden y todas las divisiones –en total, más de 300.000 soldados concentrados en las inmediaciones de los ríos Ebro y Segre– empezaron a avanzar por territorio catalán.

23 DE DICIEMBRE: EMPIEZA EL ATAQUE 

 Cubells (Lérida), 31-12-1938.- Tanques rusos T-26B capturados por las fuerzas
nacionales, prestos para iniciar el avance sobre el pueblo de Cubells.
Las tropas pertenecen a una unidad de la Legión del
Cuerpo de Ejército del Maestrazgo.
Se desplegaron en dos direcciones: los cuerpos de Urgel, Maestrazgo y Aragón se enfrentaron al Ejército del Ebro, y los de Navarra, Marroquí y voluntarios italianos, al del Este. La Ofensiva de Cataluña había comenzado. Mientras que los nacionales contaban con el apoyo de la aviación legionaria italiana y la Legión Cóndor alemana (en total, casi 500 aviones), apenas había aparatos del lado republicano. También la artillería franquista era muy superior: unas 5.000 ametralladoras, 1.000 fusiles, 2.000 morteros y cientos de baterías antiaéreas. Aparte de la escasez de armamento, la falta de soldados republicanos llegó a ser tan grave que en los últimos meses se reclutó incluso a presos y desertores. Ante tal desequilibrio de fuerzas, aunque las tropas republicanas intentaron aguantar como pudieron durante varios días, la superioridad del enemigo dio pronto sus frutos. Las primeras líneas eran las más difíciles de romper, pero a la infantería le fue fácil con el apoyo de carros blindados y unidades lanzallamas. Solo en la primera jornada, con la ayuda de los bombardeos, reventaron las líneas enemigas y avanzaron alrededor de 16 kilómetros, con la consiguiente huida de la 56.ª División republicana, que quedó destrozada. El día de Nochebuena se les unió el cuerpo de ejército Marroquí del general Juan Yagüe. Pese a haber trabajado duro en la construcción de trincheras y búnkeres, el resultado fue fatal para las fuerzas republicanas. El avance franquista continuaba imparable y, en una fuerte lucha de desgaste, hubieron de ir cediendo terreno y se vieron obligados a replegarse. El CTV, con una exitosa guerra de movimientos, consiguió cruzar el Canal d’Urgell. El día 4 de enero, las tropas franquistas entraban en la población de Artesa de Segre, y al día siguiente, en Les Borges Blanques, un punto vital para dar vía libre al cuerpo de ejército de Aragón, que esperaba en la cabeza de Balaguer. Aunque esta zona era la más fortificada de toda Cataluña, los republicanos no pudieron conservarla. La caída de Les Borges Blanques supondría un punto de inflexión. Además de la captura de cientos de prisioneros, la ofensiva había provocado una auténtica desbandada republicana que fue convirtiéndose en una retirada a marchas forzadas, lo que finalmente se tradujo en una desmoralización generalizada. Como consecuencia, el avance de las tropas enemigas se intuía aún más espectacular. Ante tal situación, el general Vicente Rojo, Jefe del Estado Mayor del Ejército republicano, ordenó retroceder hasta la segunda línea de resistencia. Así, a principios de 1939, ante el caos reinante, lo único que ya podían hacer los republicanos era, simplemente, intentar defenderse con uñas y dientes. La primera fase de la Ofensiva de Cataluña había llegado a su fin. En solo dos semanas, casi había agotado sus posibilidades. 

14 DE ENERO: SEGUNDA FASE 

Después de la conquista de Les Borges Blanques, otras poblaciones fueron cayendo en una especie de efecto dominó, y los ataques aéreos prosiguieron minando cada vez más la moral de la población: Barcelona, Reus, Valls, Tarragona... Esta última ciudad fue el siguiente gran objetivo de los nacionales. El avance hacia ella se aceleró, era ya vertiginoso, y por el camino ocuparon poblaciones en las provincias de Lleida (Agramunt) y Tarragona (Falset). El desequilibrio entre ambos bandos seguía siendo muy acentuado. De los 90.000 soldados republicanos en el frente, solo 60.000 disponían de fusil; la artillería era al menos seis veces inferior a la franquista y la aviación casi inexistente. Visto lo visto, la toma de poblaciones no cesaba. Cayeron Tortosa –que había sido abandonada a su suerte por las tropas republicanas– y Tarragona, donde los hombres de Yagüe entraron el día 15. Entre las siguientes en ser tomadas, prácticamente sin combate, estuvieron Reus y Cervera. La situación era tan grave que el gobierno francés autorizó finalmente la apertura de la frontera a parte de las armas enviadas por Stalin. Entretanto, en Barcelona, el gobierno de Negrín ordenaba medidas excepcionales, entre ellas la movilización de un nuevo grupo de reemplazo que incluía a personas entre los 17 y los 55 años. De poco iba a servir ya. Con Barcelona en el punto de mira, las tropas nacionales, en buena forma y apoyadas por la aviación, prosiguieron por la costa. Los republicanos no podían por menos que sentirse acorralados. En un nuevo intento de insuflar ánimos con los que defender a Cataluña y la República, el 20 de enero el presidente de la Generalitat, Lluís Companys, dio su último discurso: “En esta guerra nos lo jugamos todo, hasta el nombre. Hoy he visitado la tumba de Macià (Francesc Macià presidió la Generalitat de 1931 a 1933) y le he dicho: ‘Descansa, no llegarán hasta aquí’. 

CUNDE LA DESMORALIZACIÓN 

Pese a este y otros llamamientos a la resistencia, muchos eran conscientes de que la defensa de Barcelona no sería como la de Madrid en 1936. Si allí las ilusiones republicanas se habían mantenido intactas, ahora, tras treinta meses de guerra, el cansancio y el hambre se habían apoderado de la Ciudad Condal, donde no era raro ver comer, a falta de otra cosa, gatos o palomas. Se había perdido la fe en la victoria y la gente solo deseaba que la guerra acabase cuanto antes. Para cuando, el día 22, los nacionales alcanzaron Igualada y Sitges, la mitad de Cataluña estaba ocupada. Ese mismo día, se celebró el último consejo de ministros de Negrín en la Ciudad Condal. Se acordó declarar el estado de guerra en todo el territorio republicano. En la jornada siguiente, con los franquistas muy cerca de Barcelona, Negrín ordenó la evacuación de los organismos oficiales hacia Girona, sumándose al río de refugiados que huían en dirección norte. Esa noche, Companys y José Antonio Aguirre, presidente del gobierno vasco, abandonaron también Barcelona. Lo mismo haría el presidente de la República, Manuel Azaña. El día 23 de enero, los franquistas se apoderaron de Manresa, una derrota con un especial significado por ser esta ciudad la cuna de un documento esencial del catalanismo: las Bases de Manresa. El 24 alcanzaron el río Llobregat; las siguientes poblaciones destacadas en caer serían, entre otras, Martorell, Sant Boi de Llobregat y Castelldefels. Estaban ya a un paso de Barcelona. 

LA CAÍDA DE LA CAPITAL

 Juan Yagüe Blanco, jefe del Cuerpo de Ejército Marroquí,
 pronuncia una arenga tras la conquista de la ciudad por las tropas nacionales.
El día 25, las tropas franquistas cruzaron el río Llobregat y avanzaron sobre Barcelona, sumida en la  desesperación, abarrotada de refugiados llegados de toda España y con una resistencia republicana inexistente. Al día siguiente entraban en la capital catalana, que se entregó tras casi tres años de combates, miseria y bombas. Los tanques avanzaron por la avenida Diagonal hasta la céntrica plaza de Cataluña, donde dos días después tendría lugar una gran misa para celebrar la conquista. Tras los tanques, llegaron los camiones con alimentos. Empezaba a presentirse que aquella guerra estaba llegando a su fin.  

Al grito de “¡Viva España!” se unió el de “¡Viva Cataluña española!”. Y Yagüe, en un discurso, dijo: “Y a vosotros catalanes, que os envenenaron con doctrinas infames, que os hicieron maldecir a España, si lo hicisteis engañados por los falsos propagandistas, os traigo también el perdón”. 

El mismo día 26, el general Dávila publicó un bando que dejaba sin valor todos los nombramientos y disposiciones republicanos posteriores al 18 de julio de 1936. Franco creó los Servicios de Ocupación de Barcelona al mando del general Eliseo Álvarez Arenas, cuyo primer bando fue para la lengua catalana. Si hasta entonces había sido el idioma oficial junto con el castellano, ya solo se permitiría en la vida familiar y privada. Los funcionarios no podrían usarlo en su trabajo, ni aparecería en las estampas religiosas. Miles de libros fueron quemados y la prensa en catalán desapareció. Esta persecución total contra la lengua era una clara prueba de la contundente postura de Franco ante las ansias nacionalistas. 


PROSIGUE EL AVANCE 

Provincia de Gerona, 2-2-1939.- Un tabor de regulares
avanza camino de la frontera pirenaica. 
Perdida Barcelona, el avance franquista prosiguió sin tregua. La toma del monasterio de Montserrat, la “montaña sagrada” de Cataluña cargada de simbolismo espiritual y político, dolió especialmente. El siguiente objetivo fue Girona, tomada el 3 de febrero. Dos días antes había tenido lugar la última sesión de las Cortes de la Segunda República en territorio español: se reunió en secreto en el Castillo de Figueres. 

Solo una pequeña parte del gobierno había podido instalarse en Figueres y el resto se dispersó por la comarca. En Agullana, convertida por unos días en la capital republicana, se instalaron Azaña y Negrín, el Ministerio de Estado y el Estado Mayor Central; en la localidad vecina, La Vajol, se asentaron Companys y Aguirre. Aquella dispersión impedía cualquier acción eficaz. El día 4, se decidió que los presidentes Azaña, Companys y Aguirre pasarían a Francia para evitar que cayeran prisioneros. Figueres cayó el día 8 y el 9 los nacionales alcanzaron la frontera francesa y ocuparon todos los pasos fronterizos de los Pirineos. Un bando de Franco del 10 febrero de 1939 dio por terminada la Ofensiva de Cataluña. Había durado 50 días. Tras la victoria franquista, hubo algunos asesinatos de prisioneros por parte de soldados republicanos incontrolados. Uno de ellos se produjo en el santuario del Collell, cerca de Banyoles, donde fueron abatidos 48 presos. Rafael Sánchez Mazas, uno de los fundadores de Falange, al que habían condenado a muerte, logró escapar de allí. Con Cataluña ocupada, el éxodo de población desde Barcelona estaba siendo el más terrible del conflicto. Centenares de miles de personas habían iniciado su marcha hacia la frontera  francesa, muchas de ellas a pie por carretera. En un primer momento, las autoridades francesas solo dejaron pasar a los que tenían pasaporte con visado francés: muy pocos. El resto, que intentaba sobrevivir al gélido invierno y la falta de comida, había tenido que acampar donde podía. Negrín propuso crear una zona para acoger a los refugiados, pero Franco se negó. 

CRUZANDO LA FRONTERA 

Los franceses, desbordados, decidieron habilitar campos donde reunirlos. Al final, optaron por abrir la frontera; primero únicamente a niños, mujeres y ancianos, pero pronto también a los soldados republicanos. Estos, en su retirada, destruyeron su material para que no cayera en manos enemigas; incluso hicieron explotar el Castillo de Figueres, donde guardaban un arsenal. Unos 300.000 soldados pasaron a Francia en solo cuatro días. Cerca de 500.000 personas, el mayor éxodo de la historia de España, habrían de iniciar a continuación una nueva vida en otro país. También los miembros del gobierno de la República, que no pudieron evitar que esta se desintegrara. Los llamados “nacionales” ya ocupaban dos tercios del territorio español. 

domingo, 8 de septiembre de 2019

Batalla del Ebro

El 2 de septiembre de 1953, la España franquista se rindió a sí misma un pomposo homenaje que celebraba el decimoquinto aniversario de la Batalla del Ebro. El formidable acto propagandístico, que pretendía airear las glorias militares del Caudillo a través de la mayor de sus “hazañas”, se cerró con la erección de un monolito conmemorativo en el Coll del Moro. El encendido discurso de Raimundo Fernández-Cuesta, ministro-secretario general del Movimiento, pronunciado en el mismo lugar desde el que Franco dirigió las operaciones, no dudó en señalar que, durante esos meses del verano y el otoño del 38, “el genio militar de Franco dio su máxima medida”. En efecto, la del Ebro fue esa victoria decisiva que todo general necesita para escribir con letras de oro en su hoja de servicios. Pero, aunque el resultado final del combate selló de manera irreversible la suerte del bando republicano, la gran batalla campal de la Guerra Civil fue también un formidable lodazal para los dos bandos: cuatro interminables meses de carnicería sin cuartel, de brutal guerra de desgaste, que se saldarían con un abultado rosario de bajas en ambos lados; una victoria pírrica (si bien determinante) y sin un ápice de gloria. El propio Franco se confesó en unas declaraciones al Diario Vasco , en enero de 1939, en las que sentenciaba: “La Batalla del Ebro es, de todas las que ha librado el ejército nacional en esta guerra, la más áspera y, por decirlo así, la más fea”. Una batalla, añadía, “sin lucimiento”. Un triunfo rentable, pero no memorable. En realidad, la Batalla del Ebro fue la cristalización de una inercia imparable que ya era muy palpable  a finales de 1937. Para entonces, el equilibrio de fuerzas había empezado a oscilar de manera definitiva hacia la causa nacional. El control del norte, y de sus industrias, es un factor clave para entender esta tendencia en la balanza. También lo es el aumento sustancial de reclutas potenciales en los nuevos territorios conquistados. Por primera vez desde el inicio de la guerra, el bando republicano no gozaba de ventaja en este terreno, y tampoco en el de suministro de armamento. La disminución sensible de los envíos procedentes de la URSS coincidió con el firme apoyo material de los aliados franquistas, Alemania e Italia, lo que situaba al bando nacional en una situación de ventaja estratégica de la que no había gozado hasta entonces. 

DESVENTAJA REPUBLICANA 

Así las cosas, Franco, henchido de confianza, diseñó una gran ofensiva en la zona centro que habría de ejecutar a finales de año y cuyo objetivo no era otro que la toma de Madrid. Conscientes de la gravedad de la amenaza, los republicanos maniobraron para mantener la iniciativa y forzar a los rebeldes a ir a rebufo de su estrategia. Para ello, planificaron una ofensiva en los alrededores de Teruel cuyo principal propósito era obligar a los franquistas a dispersar sus fuerzas y desistir de sus planes de tomar la capital. El movimiento fue, inicialmente, exitoso. A principios de enero de 1938, lograron arrebatar Teruel a las huestes nacionales, pero iba a ser una victoria de efecto efímero. Tras sopesar varias opciones, Franco optó por abortar la prevista ofensiva sobre Guadalajara –no sin críticas de sus aliados extranjeros– y concentrar todas sus fuerzas en una contraofensiva en Teruel. El líder del bando nacional estaba así renunciando a una oportunidad de oro de caer sobre Madrid y haciendo exactamente lo que los republicanos esperaban que hiciera: poner toda la carne en el asador en la defensa de un frente secundario y de importancia estratégica menor. En apenas un mes, sin embargo, Franco completó el cerco de Teruel, recuperó la ciudad e infligió una dura derrota al ejército republicano en Aragón, que quedó en una situación extremadamente delicada. Consciente de que las fuerzas enemigas estaban exhaustas y al borde del colapso, y con su ejército ubicado a apenas cien kilómetros del Mediterráneo, decidió en el mes de marzo lanzar a cinco de los mejores cuerpos de su ejército, al mando de Fidel Dávila, en pos de la ansiada salida al mar. Nada parecía poder frenarle. El desánimo había cundido en las filas republicanas hasta tal punto que Negrín, alarmado por la postura derrotista de Indalecio Prieto, por entonces ministro de Defensa, decidió asumir el mando mientras los nacionales se aproximaban cada día más y más a Barcelona. Y fue entonces –cuando las primeras unidades del bando sublevado se habían adentrado en la Cataluña noroccidental– cuando Franco tomó una de sus decisiones más controvertidas. El general Yagüe, cuyas tropas avanzaban casi sin oposición hacia Barcelona, recibió orden de detenerse en la segunda semana de abril para centrar todos los esfuerzos en Valencia. Nadie, ni siquiera los propios republicanos, entendieron este golpe de timón; infructuoso, ya que en Valencia estos, movilizando unidades procedentes del centro peninsular, pudieron resistir y cortar en seco el avance franquista, que se quedó a unos treinta kilómetros de la capital del Turia. 

EL ÚLTIMO REARME 

Como no podía ser de otro modo, la República aprovechó la coyuntura para rearmarse en Cataluña con una movilización masiva, mientras Negrín, agarrado al lema “resistir es vencer”, se mostraba enormemente activo en el frente diplomático, intentando convencer a las potencias internacionales, a través de sus célebres Trece Puntos, del apoyo a una solución pacífica favorable al gobierno legítimo y fundada en los principios de la democracia liberal. Los republicanos llamaron a filas a unos 200.000 nuevos reclutas en el verano de 1938, reorganizando y reforzando así extraordinariamente sus fuerzas en el frente aragonés-catalán. Los recién alistados quedaron encuadrados en los ejércitos del Este y del Ebro, este último al mando de Juan Guilloto “Modesto”. El mando republicano no iba a desaprovechar el respiro que, contra todo pronóstico, le había dado Franco, y se optó por movilizar todos los recursos disponibles. Tras dos meses de instrucción a marchas forzadas de los recién llegados (esa bisoñez de la tropa sería uno de los hándicaps más notables de las armas republicanas), se dio luz verde a una ofensiva a gran escala sobre el Ebro con el propósito de aliviar la presión sobre el frente valenciano, así como de retomar la iniciativa demostrando a los nacionales que el bando republicano estaba lejos de ser un muerto viviente. La campaña se planificó a la vez en dos frentes: en el Ebro, muy especialmente en los alrededores de Gandesa (Tarragona), y en el sur de Madrid, en dirección a Extremadura, siempre y cuando llegaran buenas noticias del frente catalán. La realidad es que estas esperadas nuevas nunca llegaron. 

LA MADRE DE TODAS LAS BATALLAS 

La ofensiva arrancó en la noche del 24 al 25 de julio. Los planes del Jefe del Estado Mayor, Vicente Rojo, consistían en cruzar el Ebro por sorpresa y lanzar el ataque principal entre las localidades de Fayón y Gandesa. Las primeras horas de la operación fueron un éxito. Modesto contaba con una fuerza nada desdeñable de 80.000 hombres y trescientas piezas de artillería, pero, enfrente –eso sí, desprevenido e ignorante de los planes republicanos–, el general Yagüe disponía de tres divisiones en vanguardia ocupando un frente muy amplio, lo que inevitablemente implicaba zonas demasiado expuestas y mal defendidas. El Ejército Popular cruzó el río al abrigo de la noche y buena parte del contingente logró alcanzar la otra orilla con poca o ninguna resistencia. El primer objetivo estaba conseguido: sorpresa y desconcierto. En las primeras horas, los hombres de Modesto lograron penetrar tierra adentro hasta diez kilómetros ante la impotencia de las fuerzas de Yagüe, afanándose, entretanto, en erigir puentes que facilitaran el transporte entre las dos orillas del material pesado, incluidos los tanques soviéticos. Eso sí, con una dura e incontestada oposición de la aviación  franquista; el completo dominio de los nacionales del espacio aéreo sería, a la postre, uno de los factores decisivos en la suerte de la batalla. Los republicanos cruzaron el río por hasta doce puntos distintos e hicieron hasta 4.000 prisioneros en estos primeros compases de la operación. Pero el éxito iba a ser efímero. La ausencia de medios para mover tal cantidad de hombres y material a través del río detuvo, junto a las acometidas de la aviación enemiga, el ímpetu inicial. La ineficacia de la aviación republicana, sumada a la rapidez con la que Franco supo movilizar refuerzos y concentrarlos en los sectores más vulnerables, revirtió así la ventaja del factor sorpresa. El grueso de los combates se concentró a partir de entonces en torno a la localidad de Gandesa, la piedra angular de la estrategia de ambos bandos. Allí, los republicanos, auxiliados por las Brigadas Internacionales, chocaron contra un muro formado por dieciséis batallones de tropa veterana, auxiliados por los incesantes bombardeos de la aviación franquista, alemana e italiana, que lograron invertir la tendencia. Modesto no tuvo más remedio que dar por concluida la ofensiva y disponer a sus tropas para pasar a la defensiva y atrincherarse, con el objeto de asegurar al menos las posiciones conquistadas. 

EL FRENTE DEL EBRO 

Los atacantes, tras cuatro días de combates, habían perdido definitivamente la iniciativa. Con el río a las espaldas –un enorme obstáculo para el repliegue y el suministro–, los republicanos no pudieron obviar el hecho de que el “éxito” inicial de la campaña se había saldado con nada menos que 12.000 bajas a cambio de un terreno conquistado de escaso valor estratégico. La Batalla del Ebro se convirtió a partir de entonces en una encarnizada lucha de posiciones. Pero la contraofensiva no fue ni mucho menos tan rápida como Franco esperaba. Las órdenes de Modesto eran claras: defender cada posición hasta la última sangre. La retirada o la deserción se pagaban con el fusilamiento. El líder republicano pretendía rentabilizar así a su favor el terreno montañoso, fácil de defender y mucho más difícil de atacar. En consecuencia, los progresos del enemigo eran lentos y se pagaban con muchos muertos. Eso, sumado al calor asfixiante del verano, hizo mella poco a poco en la moral del ejército franquista, que apenas conseguía avanzar, entre críticas internas (y hasta del propio Mussolini) a las decisiones estratégicas de Franco. Dispuesto a doblegar la resistencia republicana de una vez por todas, el Generalísimo trasladó entonces el Cuerpo del Ejército del Maestrazgo, al mando de García Valiño, desde Levante hasta el Ebro, movilizando también a la Legión Cóndor y al grueso de la artillería italiana para inclinar la balanza de una vez por todas a favor de los sublevados.

UNA GRAVOSA DERROTA 

Se inició así una nueva fase en la contraofensiva a comienzos de septiembre, con el mencionado García Valiño al frente de las operaciones. Estas se concentraron en el este, con una acumulación de artillería inédita hasta la fecha. La resistencia de Modesto fue numantina, y a mediados de mes se realizó una nueva llamada a filas a la desesperada para compensar las numerosas bajas en el bando republicano. Todo iba a ser en balde. El 23 de octubre, tras semanas de estéril resistencia, el ejército nacional concentró quinientas piezas de artillería en la sierra de Cavalls, al este de Gandesa. Tras el atronador bombardeo, García Valiño envió sus fuerzas al ataque de las debilitadas posiciones republicanas, logrando al fin abrir una brecha decisiva en su sistema defensivo. Modesto, desbordado, trató sin éxito de reagrupar a sus tropas, pero en las dos semanas siguientes sus hombres perdieron el control de todas y cada una de las posiciones que aún defendían. El 16 de noviembre de 1938, rendido a la evidencia, ordenó el repliegue de las unidades que quedaban en la otra orilla del Ebro. El último clavo ardiendo de la estrategia republicana le había quemado los dedos. La Batalla del Ebro, por su intensidad, decisiva importancia y número de muertos, fue la más trascendente de todas las libradas en el transcurso de la Guerra Civil. El Ejército Popular vendió cara su piel: cuatro meses de combate sin cuartel en condiciones extremas y un número de bajas extraordinariamente abultado (aunque esto sucedió en ambos bandos: unas 75.000 en el republicano, entre muertos, heridos y prisioneros, y de 40.000 a 60.000 en el franquista). La República quedó tan debilitada que la derrota total estaba ya a la vuelta de la esquina. En las orillas del Ebro, Franco desarmó definitivamente la resistencia a su alzamiento.