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sábado, 15 de junio de 2019

El poder de las milicias


Serios, así se muestran los ros­tros de los representantes políticos de la Generalítat el 18 de julio de 1936. Amplias discusiones y largas reuniones deben determinar la gobernabilidad de un terri­torio en guerra. Los teléfonos suenan el 20 de julio de 1936. El presidente, Huís Companys, ha convocado una reunión con distintos líderes de la CNT y la FAI donde les propone formar un gobierno en el que la representación política esté de acuerdo con el poder de facto desplegado en las calles de toda Cataluña.

En consecuencia, la CNT convoca un Pleno extraordinario el 21 de julio por el cual decide formar parte de este Comité de Milicias Antifascistas, que se constituye ofi­cialmente ese mismo día y en el que se pretende aglutinar fuerzas contra el golpe de Estado, coordinándolas política y mili­tarmente. Se trata así de solventar la nece­saria mezcla entre Gobierno y revolución, en un momento en el que ambas deben hacerse compatibles.

Según el periodista y escritor Bumett Bolloten «El Comité se convirtió inmedia­tamente en el verdadero órgano ejecutivo de la región. Su poder descansaba no en la desvencijada maquinaria estatal, sino en la milicia revolucionaría y en las briga­das de policía, y en los innumerables comi­tés que surgieron en Cataluña durante los primeros días de la revolución»

Este organismo se forma con todas las fuerzas políticas representativas de la Cataluña republicana. No obstante, se basa realmente en el poder de los anar­quistas y en las personalidades de Jaume Miravitlles (ERC) como secretario general, Diego Abad de Santillán (FAI) como encar­gado de las milicias y Juan García Oliver (CNT) como coordinador militar, unos car­gos a los que hay que sumar el de Josep Tarradellas (ERC), encargado de industrias de guerra, y que en estos momentos se convierte en el personaje clave de la Esquerra Republicana para mantener un cierto control sobre las pretensiones revo­lucionarias de los libertarios.

Según el historiador Walther L. Bernecker «la composición extraordinaria­mente heterogénea y los objetivos com­pletamente divergentes, e incluso contra­dictorios, de las organizaciones unidas en el Comité condujeron desde un principio a graves diferencias de opinión en su seno».

A la altura de agosto de 1936 las incau­taciones y las colectivizaciones de fábricas llevadas a cabo por los anarcosindicalistas son un hecho y el Comité de Milicias comienza a coordinar las respuestas militares y políticas para el nuevo contexto social.

En el plano militar, el Comité asume la formación de una fuerza armada para vencer en el Frente de Aragón. Desde el 6 de agosto se comien­za a llamar a filas a las quintas de los años 1934, 35 y 36. A los dos meses el Comité cuenta con unos 22.000 milicianos, y para finales de año suman ya alrededor de 40.000.

En paralelo, se adoptan distintas medi­das políticas que vienen a corroborar el giro revolucionario tomado en Cataluña en el verano de 1936. La obra legisladora comienza con un decreto que suspende a los concejales de los partidos políticos contrarios al Frente Popular. A esta medida se suman otras medidas generales con el objetivo de beneficiar a las clases trabaja­doras: se redactan decretos que obligan a la implantación de la jornada laboral de 40 horas semanales, el aumento de los salarios en un 15%, la bajada automática de los alquileres entre un 25% y un 50% y la aceptación de todas las demandas sindicales planteadas con anterioridad al 19 de julio. La sindicalización de la vida cotidiana y la economía son los dos ele­mentos que mejor definen este nuevo momento, al menos en el plano civil.

Las distintas variables que afectan al conflicto armado comienzan a tener peso. Una de ellas es el hecho de que el con­cepto revolucionarlo de los órganos de coordinación puede cercenar las posibili­dades de recibir armamento de las demo­cracias europeas. De este modo y para dotar de una imagen exterior más seria al Gobierno catalán y componer un Ejército en el que se recuperen la disciplina militar y la jerarquía, el 27 de septiembre de 1936 se crea el consejo de la Generalitat, que a todos los efectos viene a sustituir al Comité Central de Milicias Antifascistas.

Un nuevo Gobierno, bajo el mando de Josep Tarradellas hace que el centro de poder en Cataluña sufra un giro definitivo. Pero a pesar de ello, el poder real sigue estando en las organizaciones sindicales de base, por lo que esta medida no queda totalmente acabada hasta que se reforma la base de poder del Comité Central, los Comités revolucionarios locales. Esa refor­ma se decreta el 9 de octubre, cuando los Comités revolucionarios son sustituidos

por los consejos municipales regulares. La moderación que plantean las fuerzas políticas contrarias al proceso revolucio­nario llega en el mes de octubre, momento decisivo para equilibrar todas las balanzas de poder.

El 25 de ese mismo mes se consigue fir­mar un pacto entre CNT, UGT, FAI y PSUC en el que estas organizaciones se compro­meten a la formación de un mando único que coordine la acción de todas las unida­des combatientes, la creación de las mili­cias obligatorias y refuerzos de la discipli­na. Asi se dibuja una nueva coyuntura en la que la figura del miliciano quedaría sustituida por la del soldado, una nueva concepción que había llegado de la mano del decreto de militarización de 21 de octubre, y que obligaba a todas las mili­cias a quedar encuadradas en un nuevo Ejército regular.

sábado, 8 de junio de 2019

La sublevacion en la Marina


La resolución de los proble­mas de movilización y transporte de tropas desde África a la Península se logrará buscando el apoyo de la Armada en los puntos en los que sea conveniente, e incluso se pedirá de su colaboración. La Armada debe oponer­se a que sean desembarcadas en España fuerzas que vengan dispuestas a combatir el movimiento».

Con estas palabras, el general Mola sienta las bases y plantea clara­mente el rol que desea que jue­gue la Marina española en los primeros momentos del alza­miento, los días 17, 18 y 19 de julio. Un plano secundario. Su labor es la de apoyo a los rebel­des y de bloqueo. No hay previsión de operaciones de intervención, ni manio­bras de ataque o combate. Solamente esperar órdenes en caso de que se requiera su actuación. Si acaso, y tal y como marcará el desarrollo de los acon­tecimientos, la Marina que queda del lado nacional es relegada a los puestos de vigilancia de costas y de manteni­miento del orden civil en las ciudades portuarias. Su función principal y casi exclusiva es la del traslado de tropas. La lógica militar del bando nacional explica esta situación: para poder ejecutar de modo efectivo el alzamiento y apoderar­se de las capitanías y de las ciudades más importantes de España, únicamente se requiere una intervención efectiva de los cuerpos de tierra y el apoyo de la aviación. La Armada no resulta esencial. Es más importante asegurarse la lealtad y participación de las guarniciones mili­tares y de la Guardia Civil que la de los navios y buques en alta mar. Con unos pocos transbordadores que actúen de enlace con el norte de África es suficien­te.

Y es que la cuestión de confianza sobre cómo responderá la Marina al alzamiento también es relevante. Pese a una cierta descoordinación motivada por este rol de apoyo, desde la jefatura de los golpistas se da por hecho que la Marina va a mantenerse neutral, si no alineada directamente con ellos. La con­fianza en esta neutralidad viene dada por el apoyo manifiesto que ofrecen los altos cargos y oficiales desde los diferen­tes puestos de mando de la Armada. La gran mayoría de altos oficiales están dispuestos a sumarse a la subleva­ción antigubernamental. Sin embargo, esta apreciación no es igual entre los restantes estamentos del Cuerpo. Frente al conservadurismo y corporativísimo militar de los altos oficiales, mayoritariamente favorables a la Monarquía, se per­cibe un cierto poso de discriminación entre los restantes cuerpos auxiliares y demás subalternos, que sí que apoyan las reformas que pretende introducir el Gobierno del Frente Popular, y sobre todo, una radicalización y politización de la marinería. De hecho, a finales de 1935 las tres cuartas partes de las tripulacio­nes marinas están adheridas a alguna central política o sindical, pese a que esta práctica les estaba prohibida: los cargos menores estaban ganados para el bando republicano.

Posiblemente, la situación de división queda perfectamente reflejada con la reflexión que expone el jefe de fragata José Roji en sus memorias: «Desde hace tiempo existe una notoria discrepancia, cada vez mayor, entre los elementos que se consideran de izquierdas y los que se definen de derechas, un reflejo del am­biente general del país».

El asesinato de Calvo Sotelo el día 13 de julio pone en alerta a los responsables del Ministerio de la Marina. Algo se está preparando. Según cuenta el historiador Ricardo Cerezo, ante «la gravedad de los momentos actuales», el ministro de la Marina, José Giral, anuncia que «se servirá de adoptar toda clase de precauciones». Poniendo en práctica sus propias palabras, y ante los crecientes rumores de un inminente golpe, Giral efectúa el 14 de julio una serie de ceses y cam­bios de destino entre posibles conspira­dores, desperdigándolos o apartándolos del cargo. La maniobra de dispersión surte efecto y sirve para desmontar e inutilizar parte del mecanismo de la sublevación militar en buques y dependencias de la Armada.

A las pocas horas de conocerse el alzamiento, comienzan a emitirse las pri­meras órdenes del Gobierno y del equipo de emergencia desplegado en el Ministerio de Marina. Giral y su grupo se centran en un triple objetivo: controlar los movimientos de las unidades nava­les, intervenir las comunicaciones radiotelegráficas y asegurar la seguridad de las dependencias departamentales. Se trata de evi­tar que la rebelión se propague por la Armada y a la vez conseguir cerrar el paso de las tropas africa­nas a la Península.

En Madrid, junto a Giral, se encuen­tran su subsecretario Francisco Matz; Fernando Navarro Capdevilla, capitán de fragata y jefe de la secretaría técnica del subsecretario, así como su ayudante, Federico Monreal, capitán de corbeta. También están allí el teniente de navio Pedro Prado, el comandante de la Infantería de Marina, Ambrosio Ristori y el coronel de la Artillería de la Armada, Luis Monreal. Los presuntos colaborado­res con el alzamiento y que pudieran encontrarse operativos dentro del Ministerio ya han sido apartados de sus cargos y detenidos.

Entre ellos se encuentra el vicealmi­rante Francisco Javier de Salas, la prime­ra autoridad militar en la estructura de la Armada y con capacidad de dar ordenes a la fuerza naval. Conocida la implica­ción de Salas en el golpe, es relegado y en su lugar asume las funciones de jefe del Estado Mayor Pedro Prado. El control de la estación de radiotelecomunicación también queda en poder del Gobierno con la intervención de Benjamín Balboa, quien, a punta de pistola, releva de su puesto en la estación de radio de Ciudad Lineal a Ibáñez Aldecoa, jefe de los ser­vicios de comunicaciones y también implicado en el movimiento. Siguiendo órdenes directas del ministro Giral, Balboa transmite un mensaje para todas las embarcaciones españolas: todas las comunicaciones se radiarán, desde este momento, «en claro», esto es, sin que se cifren los movimientos y las maniobras que se efectúen en cada una de ellas.

El hecho de dejar al descubierto todas y cada una de las operaciones responde a una nueva idea de Giral: con la infor­mación sin codificar, la tripulación de cada barco sabrá en cada momento las actuaciones que tiene que seguir la capitanía. Si los oficiales al mando no ejecu­tan estas órdenes, la tripulación tendrá un conocimiento inmediato y podrá inter­venir para asegurar el cumplimiento de los imperativos del Gobierno republicano.

A raíz de estas actuaciones, (la exclu­sión de colaboradores y el control repu­blicano sobre el Estado Mayor y las retransmisiones) las fuerzas nacionales ven como se esfuma la posibilidad de instar a la adhesión al movimiento desde la cadena de mando militar. Las órdenes que se están transmitiendo a todos los buques y dependencias militares de este Cuerpo llegan desde Madrid, y son jus­tamente las opuestas: permanecer leales al Gobierno
La confusión entre las unidades al mando de cada uno de los buques se hace patente, ya que por un lado reciben órdenes de sus superiores de permanecer fieles a la República y por otro conocen la intentona golpista, aunque carecen de una información certera y concreta sobre cómo actuar. La decisión final de alinea­miento queda pues en manos de los altos cargos de cada navio que se decantan por un lado o por otro, y a su vez por la tripulación de los mismos, quien debe decidir si acata las órdenes de sus supe­riores o sigue las consignas que llegan a través de la radio.

Tras el estallido de la sublevación, las fuerzas navales españolas, que cuentan con alrededor de 60 buques de guerra en los que sirven aproximadamente 20.000 hombres, de ellos más de 5.000 entre jefes y oficiales, quedan muy divididas. Son muchas las embarcaciones en las que los altos cargos deciden sumarse al alza­miento iniciado en el norte de África, pero cuyas intenciones se ven frustradas por la intervención de la tripulación, que res­ponde a las advertencias del Ministerio de la Marina que llegan por radio.

Así sucede en multitud de casos, como por ejemplo en el destructor Chrurruca, utilizado inicialmente por las fuerzas nacionales para el paso de tropas a tra­vés del Estrecho. El 19 de julio, la dota­ción del navio se subleva contra sus superiores, quienes ya se habían sumado (24 horas antes) al alzamiento nacional y toman el control del barco. El Churruca queda bajo control del Gobierno de la República, como la mayoría de los destructores de la Marina, a excepción del Velasco. Otros barcos donde se produce una sublevación de la tripulación frente a las órdenes del alto mando son el caño­nero Laya, amotinado la noche del 19 de julio, o el guardacostas Uad Lucus, cuyo patrón, en este caso el alférez de navio Juan Lazaga Azcárate no consigue aunar a su tripulación para el alzamiento nacio­nal y, temiendo futuras represalias, se da a la fuga en Tánger. Lo mismo sucede con el acorazado Jaime I, cuyos oficiales, que se ponen del lado de la sublevación tie­nen que enfrentarse a una tripulación leal a la República. Entre unos y otros se producen violentos en enfrentamientos que terminan con varios muertos hasta que finalmente los marineros se hacen con el control del buque.

Según afirma Cerezo, «los altos man­dos de las embarcaciones que pretenden sumarse al alzamiento pero que son reducidos y fracasan son hechos presos o directamente ajusticiados».

Sin embargo, en otros casos, el apoyo de los altos oficiales a la causa nacional si triunfa y supone la puesta a disposición de los navios para los promotores de la sublevación. Tal es el caso de, por ejemplo, el cañonero Dato, el guardacostas Uad Quert y el torpedero T-19, tres embarcaciones que quedan en el bando nacional y que son empleadas para el traslado de fuerzas a la Península desde Africa. Otras embarcaciones que quedan del lado nacional son, por ejemplo, el cañonero Canalejas y el guardacostas Arcila ambas pertenecientes a la Comandancia Militar de Las Palmas, capitaneada desde el día 17 de julio por el general Franco.

Un par de días después del alzamien­to, transcurridas las sublevaciones, con­tra-sublevaciones y motines iniciales, llega la hora del recuento. El Ministerio de la Marina puede darse por satisfecho, ya que este primer conato de rebelión ha sido, en el terreno naval, ampliamente controlado, y la mayoría de buques per­manecen leales al Gobierno republicano en estos primeros compases de la con­tienda. Sin embargo, hay una dificultad añadida. Gran parte de los altos oficiales del Cuerpo General de la Armada y otros cuerpos técnicos, o se han pasado al bando nacional, o han fallecido durante los motines en los navios. La flota guber­namental se encuentra con barcos pero sin nadie que pueda controlarlos.

Miguel Buiza y Luis González Ubieta son quienes se ponen al mando e inten­tan restablecer el orden y la disciplina en la Marina, asi como la puesta en marcha de nuevas estrategias de acción y ejecu­ción militar de los efectivos disponibles para la contienda. La carencia de bases de las que puedan servirse los barcos que permanecen bajo bandera republicana también es un factor que juega en contra del Gobierno. Bajo territorio nacional ha caído el principal astillero español (El Ferrol), y con él dos cruceros de inminen­te botadura, Canarias y Baleares. Tan sólo el astillero de Cartagena resiste al levantamiento.

sábado, 1 de junio de 2019

El Gobierno no reacciona al golpe de Estado


Cuando los militares llevan a cabo su alzamiento el 17 y el 18 de julio de 1936, no es la primera vez que la República se enfrenta a una intentona golpista, aunque ésta ha sido planeada mucho más cuidadosamente que ningu­na de las anteriores. Sin embargo, los generales sublevados no han previsto que el pronunciamiento pueda convertir­se en una larga Guerra Civil. Sus planes contemplan un rápido alzamiento segui­do de un directorio militar como el establecido por Miguel Primo de Rivera en 1923. No cuentan con la fuerte resistencia de las clases obreras, cuya belicosidad contrasta durante las primeras horas del pronunciamiento con el colapso del Gobierno del Frente Popular, que hasta entonces había ignorado los repetidos avisos sobre la conspiración.

El día 11 de julio, tras conocerse la toma de Radio Valencia por un grupo de falangistas y su anuncio de que «dentro de breves días se llevará a cabo la revo­lución nacional- sindicalista», un grupo de periodistas interroga al presidente del Gobierno, Santiago Casares Quiroga, sobre el presunto levantamiento. Su reac­ción es de aparente indiferencia: «¿Así que me dicen que los militares se han levantado? ¡Pues yo me voy a acostar!». Seis días después, al caer la noche, los habitantes de Melilla y, más tarde, de Tetuán y Ceuta, tienen ya constancia de que tropas del Tercio y de los Regulares indígenas han ocupado los centros de poder de la zona. La tarde del 17 el comandante de las tropas acuarteladas en la zona, Ricardo de la Puente, detiene a varios oficiales implicados en el golpe y alerta al Gobierno central. La única res­puesta es una llamada de Casares Quiroga a Arturo Álvarez Buylla, el alto responsable del Protectorado. Le prome­te que Madrid enviará aviones de refuer­zo y le insta a resistir a toda costa. El comandante De la Puente se mantiene firme ante las tropas rebeldes, pero Casares Quiroga no envía los aviones prometidos y los sublevados toman al día siguiente la base.
A las ocho de la mañana del 18 de julio, el Gobierno emite un comunicado por radio. La nota afirma que «se ha frustrado un nuevo intento criminal contra la República» y explica que una parte del Ejército español en Marruecos se ha levantado en armas, pero que «el movi­miento está exclusivamente circunscritos a determinadas ciudades de la zonal del Protectorado y nadie, absolutamente nadie, se ha sumado en la Península a este empeño absurdo». El norte de África ya es, sin embargo, zona enemiga.

En Madrid, la ejecutiva del Partido Socialista y los mandos de lealtad republicana se reúnen en el Ministerio de la Guerra, donde su titular Casares Quiroga se encuentra superado por los hechos y por su incapacidad para atajarlos a tiempo. Mientras tanto, el comunicado del Gobierno ha sembrado la alarma entre la población, especialmente en el seno de las organizaciones obreras, que inmediatamente comienzan a movili­zarse. Trabajadores y militantes acuden a las sedes de las centrales sindicales y de los gobiernos civiles, pidiendo consignas y armas y en la Puerta del Sol se concen­tran numerosos obreros.

En Cádiz, una huelga general asegura a los obreros el control provisional de la ciudad durante las primeras horas del levantamiento. En los distritos rurales, los braceros locales consiguen derrotar a las pequeñas guarniciones de la Guardia Civil. Incluso en las zonas ya tomadas por los rebeldes, la hostilidad es tan fuerte que en la capital se producen varias con­centraciones de la izquierda en petición de armas para los trabajadores. Pero el gabinete presidido por Manuel Azaña se resiste a darles respuesta. Por un lado, no está convencido de que la situación sea crítica y, además, es reacio a ceder a las organizaciones obreras un poder que, una vez aplastada la sublevación militar, teme que no estén dispuestas a devolver.

Sin embargo, a lo largo del día 18, las noticias sobre el avance rebelde son ya alarmantes. El Norte de África ha caído en manos de los sublevados y el presi­dente dicta las primeras medidas contra la rebelión, que serán publicadas al dia siguiente: anulación del estado de guerra implantado en las ciudades tomadas por los rebeldes y licénciamiento y exención de obediencia para los soldados pertene­cientes a las unidades sublevadas. Además, un decreto da de baja en el Ejército a los generales Franco, Cabanellas, Queipo de Llano y González de Lara.

A las seis de la tarde, el líder socialista Francisco Largo Caballero sugiere al pre­sidente que no hay otra solución que armar a los trabajadores. Tres horas más tarde, superado por los acontecimientos, Casares Quiroga dimite y Azaña llama al republicano moderado de centro, Diego Martínez Barrio, con el encargo de for­mar un gobierno de coalición para negociar con los rebeldes. A las once de la noche, Largo Caballero se opone a la sugerencia de Barrio, comunicada por Indalecio Prieto, de que haya una participa­ción socialista en el nuevo gabi­nete, debido a que en dicha coalición está previsto incluir a varias agrupacio­nes situadas a la derecha del Frente Popular. Creyendo que la ausencia del Partido Socialista podría facilitar las negociaciones con los militares rebeldes, a primeras horas de la mañana del día 19 de julio, Martínez Barrio intenta for­mar un Gobierno de republicanos.

Inmediatamente comienza a telefo­near a las guarniciones militares y, a pesar de las adhesiones individuales de lealtad personal que recibe, pronto se da cuenta del poco margen de maniobra del que dispone. En Burgos, que había caído casi sin resistencia, el general leal Domingo Batet es prácticamente un pri­sionero de los nacionales. En Zaragoza, el general Miguel Cabanellas le deja claro que no puede ni hará nada más para detener la insurrección. Por otro lado, Martínez Barrio si consigue que el gene­ral Patxot deponga las armas en Málaga y logra que Luis Lucia, líder de la Derecha Regional Valenciana incluida en la CEDA, reafirme su adhesión a la República.

Sin embargo, la aplastante victoria de los rebeldes en Pamplona hace difícil la perspectiva de llegar a un acuerdo. Martínez Barrio habla con el general Emilio Mola, líder del pronunciamiento en Navarra. El nuevo presidente le ase­gura que seguirá una política más dere­chista y restablecerá el orden público, pero Mola rechaza su oferta de ostentar la cartera de Guerra en el nuevo Ejecutivo. «Ni pactos de Zanjón, ni abra­zos de Vergara», declara el general suble­vado, «ni pensar en otra cosa que no sea una victoria aplastante y definitiva». El general José Miaja, ministro de Guerra, también intenta pactar la rendición de Mola, sin éxito.

Igualmente infructuosa es la negocia­ción con el general Cabanellas, jefe de la 5a División Orgánica. Éste ha desoído las órdenes de Casares Quiroga para que se presentase en Madrid e informase sobre la situación militar, y permanece en Zaragoza liderando en secreto a las fuer­zas rebeldes. El 18 de julio organiza el arresto del general republicano Núñez de Prado, amigo y compañero suyo, que había sido enviado por Martínez Barrio para hacerse cargo de la situación en la capital aragonesa. Ese día, Cabanellas habla varias veces por teléfono con el presidente, que le hace saber lo necesa­rio de llegar a una concordia, para lo cual se formará un Gobierno que incluirá a varios generales comprometidos en el alzamiento. Cabanellas contesta y le repite que «ya es demasiado tarde. Posteriormente, ordena el fusilamiento de Núñez de Prado.

Los rumores acerca de los intentos de alianza provocan manifestaciones populares de protesta en Madrid. También suscitan el rechazo rotundo de Lago Caballero, para quien la idea de un pacto es ya en sí misma una traición a la República.

El 19 de julio por la mañana Martínez Barrio comprende que no es posible formar Gobierno. Azaña había optado por su gabi­nete conservador con la esperanza de alcanzar un compromiso con los rebeldes. Ahora, la lucha comienza a perfilarse como la única salida posible y eso signi­fica armar a los trabajadores.

Se abandona la búsqueda de un acuerdo, pero no es fácil encontrar a un presidente dispuesto a enfrentarse a la nueva situación. Finalmente; Martínez Barrio es reemplazado por José Giral, un republicano de izquierdas, compañero de Azaña. Con la mirada puesta en la opi­nión internacional, tampoco incluye en su Gobierno a los miembros de los partidos obreros, aunque el socialista Indalecio Prieto se convierte en su principal conse­jero en la sombra. Tras aceptar el cargo de presidente, Giral decide autorizar la distribución de armas a los partidos y sindicatos, lo que será crucial en la derrota de la rebelión en numerosos lugares entre ellos Madrid y Barcelona.

El 19 de julio por la tarde, Giral envía un telegrama a Francia pidiendo ayuda militar al presidente Léon Blum. El mensaje dice así: «Sorprendidos por peligroso golpe militar. Stop. Solicitamos ayuda inmediata armas y aviones. Stop. Fraternalmente Giral». Dado que una vic­toria nacional representaría un tercer estado fascista en las fronteras de Francia, Blum decide prestar la ayuda solicitada. Pero su Gobierno de está dividido al respecto, ya que su ministro de Defensa, Ybon Delbos, es especialmente hostil al Frente Popular español.

El mismo día 19, el nuevo ministro de la Gobernación, general Pozas, ordena la puesta en libertad de los militantes de la CNT detenidos y la reapertura de los loca­les sindicales clausurados.

El 20 de julio, las fuerzas republicanas sufren un nuevo golpe en Asturias. Dos días antes el coronel Antonio Aranda, jefe de la Comandancia Militar de Oviedo, había expresado su lealtad a la República por teléfono a Martínez Barrio, que depo­sita su confianza en él sin sospechar que sus palabras esconden una estratagema. Fingiendo estar en contra de los sublevados, Aranda convence a los líderes mineros de que pueden enviar sin peligro a sus hombres a ayudar en la defensa de Madrid. Una vez puestos los trenes en marcha y alejadas las fuerzas obreras, el coronel se declara a favor del alzamiento y proclama el estado de guerra. Oviedo queda en manos de los sublevados.

El 20 de julio, en Cataluña, el presi­dente de la Generalitat recibe la visita de una delegación de la CNT inmediata­mente después de la derrota del alza­miento en Barcelona. Advirtiendo la fra­gilidad de su posición, Companys les ofrece su colaboración y su lealtad incondicional, por lo que los anarquistas le piden que continúe en su puesto.

Companys les convence entonces de que se unan a los partidos del Frente Popular, al que la CNT no pertenece oficialmente, y formen un Comité Central de Milicias Antifascistas, con el fin de organizar tanto la revolución social como la defensa mili­tar de la República. En los días siguientes, el poder de la Generalitat es eclipsado por el del Comité, algo que se producirá tam­bién en otras zonas del país, como conse­cuencia directa de la confusa relación entre el Estado y un poder que ha pasado a manos de las milicias.

Durante los días 19 y 20 de julio se hace patente la ineficacia del Gobierno Giral. Prueba de su escasa autoridad es la incautación obrera de fábricas y la proli­feración de patrullas ciudadanas al servi­cio de partidos, sindicatos, comités o sim­ples grupos incontrolados, que practican registros y detenciones sin autorización. El Ejecutivo intenta frenarlas con la publi­cación, el día 20, de un decreto que prohibe a estas patrullas actuar sin per­miso gubernativo, pero su efectividad es escasa. El radio de acción del nuevo Gobierno no va más allá de la capital y poco puede frente a unas milicias que son la antítesis de la legalidad republica­na, pero a las que se ha decidido armar por ser la única fuerza capaz de oponer­se a los sublevados.