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sábado, 8 de junio de 2019

La sublevacion en la Marina


La resolución de los proble­mas de movilización y transporte de tropas desde África a la Península se logrará buscando el apoyo de la Armada en los puntos en los que sea conveniente, e incluso se pedirá de su colaboración. La Armada debe oponer­se a que sean desembarcadas en España fuerzas que vengan dispuestas a combatir el movimiento».

Con estas palabras, el general Mola sienta las bases y plantea clara­mente el rol que desea que jue­gue la Marina española en los primeros momentos del alza­miento, los días 17, 18 y 19 de julio. Un plano secundario. Su labor es la de apoyo a los rebel­des y de bloqueo. No hay previsión de operaciones de intervención, ni manio­bras de ataque o combate. Solamente esperar órdenes en caso de que se requiera su actuación. Si acaso, y tal y como marcará el desarrollo de los acon­tecimientos, la Marina que queda del lado nacional es relegada a los puestos de vigilancia de costas y de manteni­miento del orden civil en las ciudades portuarias. Su función principal y casi exclusiva es la del traslado de tropas. La lógica militar del bando nacional explica esta situación: para poder ejecutar de modo efectivo el alzamiento y apoderar­se de las capitanías y de las ciudades más importantes de España, únicamente se requiere una intervención efectiva de los cuerpos de tierra y el apoyo de la aviación. La Armada no resulta esencial. Es más importante asegurarse la lealtad y participación de las guarniciones mili­tares y de la Guardia Civil que la de los navios y buques en alta mar. Con unos pocos transbordadores que actúen de enlace con el norte de África es suficien­te.

Y es que la cuestión de confianza sobre cómo responderá la Marina al alzamiento también es relevante. Pese a una cierta descoordinación motivada por este rol de apoyo, desde la jefatura de los golpistas se da por hecho que la Marina va a mantenerse neutral, si no alineada directamente con ellos. La con­fianza en esta neutralidad viene dada por el apoyo manifiesto que ofrecen los altos cargos y oficiales desde los diferen­tes puestos de mando de la Armada. La gran mayoría de altos oficiales están dispuestos a sumarse a la subleva­ción antigubernamental. Sin embargo, esta apreciación no es igual entre los restantes estamentos del Cuerpo. Frente al conservadurismo y corporativísimo militar de los altos oficiales, mayoritariamente favorables a la Monarquía, se per­cibe un cierto poso de discriminación entre los restantes cuerpos auxiliares y demás subalternos, que sí que apoyan las reformas que pretende introducir el Gobierno del Frente Popular, y sobre todo, una radicalización y politización de la marinería. De hecho, a finales de 1935 las tres cuartas partes de las tripulacio­nes marinas están adheridas a alguna central política o sindical, pese a que esta práctica les estaba prohibida: los cargos menores estaban ganados para el bando republicano.

Posiblemente, la situación de división queda perfectamente reflejada con la reflexión que expone el jefe de fragata José Roji en sus memorias: «Desde hace tiempo existe una notoria discrepancia, cada vez mayor, entre los elementos que se consideran de izquierdas y los que se definen de derechas, un reflejo del am­biente general del país».

El asesinato de Calvo Sotelo el día 13 de julio pone en alerta a los responsables del Ministerio de la Marina. Algo se está preparando. Según cuenta el historiador Ricardo Cerezo, ante «la gravedad de los momentos actuales», el ministro de la Marina, José Giral, anuncia que «se servirá de adoptar toda clase de precauciones». Poniendo en práctica sus propias palabras, y ante los crecientes rumores de un inminente golpe, Giral efectúa el 14 de julio una serie de ceses y cam­bios de destino entre posibles conspira­dores, desperdigándolos o apartándolos del cargo. La maniobra de dispersión surte efecto y sirve para desmontar e inutilizar parte del mecanismo de la sublevación militar en buques y dependencias de la Armada.

A las pocas horas de conocerse el alzamiento, comienzan a emitirse las pri­meras órdenes del Gobierno y del equipo de emergencia desplegado en el Ministerio de Marina. Giral y su grupo se centran en un triple objetivo: controlar los movimientos de las unidades nava­les, intervenir las comunicaciones radiotelegráficas y asegurar la seguridad de las dependencias departamentales. Se trata de evi­tar que la rebelión se propague por la Armada y a la vez conseguir cerrar el paso de las tropas africa­nas a la Península.

En Madrid, junto a Giral, se encuen­tran su subsecretario Francisco Matz; Fernando Navarro Capdevilla, capitán de fragata y jefe de la secretaría técnica del subsecretario, así como su ayudante, Federico Monreal, capitán de corbeta. También están allí el teniente de navio Pedro Prado, el comandante de la Infantería de Marina, Ambrosio Ristori y el coronel de la Artillería de la Armada, Luis Monreal. Los presuntos colaborado­res con el alzamiento y que pudieran encontrarse operativos dentro del Ministerio ya han sido apartados de sus cargos y detenidos.

Entre ellos se encuentra el vicealmi­rante Francisco Javier de Salas, la prime­ra autoridad militar en la estructura de la Armada y con capacidad de dar ordenes a la fuerza naval. Conocida la implica­ción de Salas en el golpe, es relegado y en su lugar asume las funciones de jefe del Estado Mayor Pedro Prado. El control de la estación de radiotelecomunicación también queda en poder del Gobierno con la intervención de Benjamín Balboa, quien, a punta de pistola, releva de su puesto en la estación de radio de Ciudad Lineal a Ibáñez Aldecoa, jefe de los ser­vicios de comunicaciones y también implicado en el movimiento. Siguiendo órdenes directas del ministro Giral, Balboa transmite un mensaje para todas las embarcaciones españolas: todas las comunicaciones se radiarán, desde este momento, «en claro», esto es, sin que se cifren los movimientos y las maniobras que se efectúen en cada una de ellas.

El hecho de dejar al descubierto todas y cada una de las operaciones responde a una nueva idea de Giral: con la infor­mación sin codificar, la tripulación de cada barco sabrá en cada momento las actuaciones que tiene que seguir la capitanía. Si los oficiales al mando no ejecu­tan estas órdenes, la tripulación tendrá un conocimiento inmediato y podrá inter­venir para asegurar el cumplimiento de los imperativos del Gobierno republicano.

A raíz de estas actuaciones, (la exclu­sión de colaboradores y el control repu­blicano sobre el Estado Mayor y las retransmisiones) las fuerzas nacionales ven como se esfuma la posibilidad de instar a la adhesión al movimiento desde la cadena de mando militar. Las órdenes que se están transmitiendo a todos los buques y dependencias militares de este Cuerpo llegan desde Madrid, y son jus­tamente las opuestas: permanecer leales al Gobierno
La confusión entre las unidades al mando de cada uno de los buques se hace patente, ya que por un lado reciben órdenes de sus superiores de permanecer fieles a la República y por otro conocen la intentona golpista, aunque carecen de una información certera y concreta sobre cómo actuar. La decisión final de alinea­miento queda pues en manos de los altos cargos de cada navio que se decantan por un lado o por otro, y a su vez por la tripulación de los mismos, quien debe decidir si acata las órdenes de sus supe­riores o sigue las consignas que llegan a través de la radio.

Tras el estallido de la sublevación, las fuerzas navales españolas, que cuentan con alrededor de 60 buques de guerra en los que sirven aproximadamente 20.000 hombres, de ellos más de 5.000 entre jefes y oficiales, quedan muy divididas. Son muchas las embarcaciones en las que los altos cargos deciden sumarse al alza­miento iniciado en el norte de África, pero cuyas intenciones se ven frustradas por la intervención de la tripulación, que res­ponde a las advertencias del Ministerio de la Marina que llegan por radio.

Así sucede en multitud de casos, como por ejemplo en el destructor Chrurruca, utilizado inicialmente por las fuerzas nacionales para el paso de tropas a tra­vés del Estrecho. El 19 de julio, la dota­ción del navio se subleva contra sus superiores, quienes ya se habían sumado (24 horas antes) al alzamiento nacional y toman el control del barco. El Churruca queda bajo control del Gobierno de la República, como la mayoría de los destructores de la Marina, a excepción del Velasco. Otros barcos donde se produce una sublevación de la tripulación frente a las órdenes del alto mando son el caño­nero Laya, amotinado la noche del 19 de julio, o el guardacostas Uad Lucus, cuyo patrón, en este caso el alférez de navio Juan Lazaga Azcárate no consigue aunar a su tripulación para el alzamiento nacio­nal y, temiendo futuras represalias, se da a la fuga en Tánger. Lo mismo sucede con el acorazado Jaime I, cuyos oficiales, que se ponen del lado de la sublevación tie­nen que enfrentarse a una tripulación leal a la República. Entre unos y otros se producen violentos en enfrentamientos que terminan con varios muertos hasta que finalmente los marineros se hacen con el control del buque.

Según afirma Cerezo, «los altos man­dos de las embarcaciones que pretenden sumarse al alzamiento pero que son reducidos y fracasan son hechos presos o directamente ajusticiados».

Sin embargo, en otros casos, el apoyo de los altos oficiales a la causa nacional si triunfa y supone la puesta a disposición de los navios para los promotores de la sublevación. Tal es el caso de, por ejemplo, el cañonero Dato, el guardacostas Uad Quert y el torpedero T-19, tres embarcaciones que quedan en el bando nacional y que son empleadas para el traslado de fuerzas a la Península desde Africa. Otras embarcaciones que quedan del lado nacional son, por ejemplo, el cañonero Canalejas y el guardacostas Arcila ambas pertenecientes a la Comandancia Militar de Las Palmas, capitaneada desde el día 17 de julio por el general Franco.

Un par de días después del alzamien­to, transcurridas las sublevaciones, con­tra-sublevaciones y motines iniciales, llega la hora del recuento. El Ministerio de la Marina puede darse por satisfecho, ya que este primer conato de rebelión ha sido, en el terreno naval, ampliamente controlado, y la mayoría de buques per­manecen leales al Gobierno republicano en estos primeros compases de la con­tienda. Sin embargo, hay una dificultad añadida. Gran parte de los altos oficiales del Cuerpo General de la Armada y otros cuerpos técnicos, o se han pasado al bando nacional, o han fallecido durante los motines en los navios. La flota guber­namental se encuentra con barcos pero sin nadie que pueda controlarlos.

Miguel Buiza y Luis González Ubieta son quienes se ponen al mando e inten­tan restablecer el orden y la disciplina en la Marina, asi como la puesta en marcha de nuevas estrategias de acción y ejecu­ción militar de los efectivos disponibles para la contienda. La carencia de bases de las que puedan servirse los barcos que permanecen bajo bandera republicana también es un factor que juega en contra del Gobierno. Bajo territorio nacional ha caído el principal astillero español (El Ferrol), y con él dos cruceros de inminen­te botadura, Canarias y Baleares. Tan sólo el astillero de Cartagena resiste al levantamiento.

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