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jueves, 31 de enero de 2013

Duque de Alba (1878-1953)

Emparentado desde la cuna con la Casa Real británica y contrario al republicanismo, es el hombre perfecto para Franco, que necesita obtener, aunque sea de manera oficiosa, el reconocimiento del Gobierno inglés


El decimoséptimo duque de Alba, don Jacobo Fitz-James Stuart y Falcó, es nombrado agente oficioso del Gobierno de Franco en Gran Bretaña el 14 -día 16 según otros autores- de noviembre de 1937, convirtiéndose en embajador poco después del final de la Guerra Civil en abril de 1939.

Nacido en Madrid en 1878 y emparentado desde la cuna con la Casa Real británica, cursa parte de sus estudios en Reino Unido y se licencia en leyes por la Universidad Central de Madrid. En 1930 entra en el Gobierno conservador de Berenguer, sucesor de Primo de Rivera, como ministro de Instrucción Pública, cargo que abandona para ocupar el de ministro de Estado.

En el momento de la proclamación de la Segunda República, abandona España y se exilia en Londres, donde funda con Juan de la Cierva y el corresponsal de ABC, Luis Bolín, la asociación Los Amigos de España, organización encargada de promover el antirrepublicanismo y que cuenta con el apoyo de los círculos del conservadurismo británico. Desde allí, en julio de 1936, se adhiere al alzamiento militar.

Las relaciones entre Inglaterra y el bando sublevado nacen de la necesidad de legitimidad que busca el incipiente Régimen desde el comienzo de la Guerra. Para Franco, el hecho de que Gran Bretaña reconozca a su Gobierno, aunque sea oficiosamente, supone un gran avance en el terreno del reconocimiento internacional, ya que se trata de una potencia decisiva a la hora de decidir la posición occidental ante la Guerra española y el Tratado de No Intervención. Sin embargo, el Gabinete Diplomático de Franco, dirigido por José Antonio Sangróniz, no logra una respuesta de la diplomacia británica hasta noviembre de 1937.

Se establece en esta fecha un "Acuerdo de Intercambio de Agentes" entre Londres y Salamanca, por el que se permite, además, el establecimiento de una serie de subagentes en algunas ciudades importantes tanto en la zona nacional española como en las islas británicas. Sin embargo, en palabras del embajador británico en España, Sir Henry Chilton, "el Gobierno de Su Majestad no querría contemplar, por supuesto, la recepción de un agente de Su Excelencia el Generalísimo en Londres como constitutivo de un reconocimiento oficial y no quisiera garantizar o esperar que fuese dado estatuto diplomático a los agentes". A pesar de ello, el agente designado tendría acceso al Foreign Office y derecho a protección oficial y a comunicaciones confidenciales con sus subagentes.

La situación del agente español en territorio inglés sería complicada, ya que darle un trato semejante al del representante diplomático de la República hubiera sido inadmisible puesto que la sublevación militar aún no estaba legitimada internacionalmente. Por eso el Gabinete Diplomático decide nombrar para el cargo al duque de Alba, el cual mantiene importantes contactos y amistades entre la clase dirigente, y quien reconoce que "cuando es menester tener acceso directo al Gobierno británico lo tengo, pero no oficialmente, sino como resultado de mis viejas amistades en el país". El resto de miembros del intercambio de agentes comerciales son José Fernández de Villaverde como secretario; Luis Martínez de Irujo como subagente encargado del consulado general en Londres; Emilio Núñez en Newcastle-on-Tyne; Luis de Olivares en Southampton; Eduardo Danis en Cardiff, Ignacio de Mugurio en Liverpool y Ramón Padilla en Manchester.

Sangróniz, mediante un telegrama enviado al duque de Alba el 6 de noviembre de 1937, le da a conocer las materias que ha de tratar con el Gobierno inglés, entre ellas la importancia del reconocimiento de los derechos de los beligerantes basando sus razones en hechos aceptados por Gran Bretaña en otras guerras civiles, y el embargo de los bienes sacados de Bilbao y otras ciudades de la España republicana.

La cuestión más difícil que afronta por tanto el duque de Alba en estos meses es lograr el reconocimiento, que no era más que oficializar una situación que se afianzaba día a día. Sus gestiones logran que en mayo de 1938 el Gobierno británico ya reconozca un Ejecutivo de la República española, como gobierno de iure en España, y un Gobierno Nacional como gobierno de facto sobre la mayor parte del territorio y que no se subordina a ningún otro estamento.

Asimismo, el duque de Alba recibe órdenes de Francisco Gómez Jordana, ministro de Exteriores de Franco, para que denuncie las violaciones de los acuerdos de No Intervención por parte de Francia, país que permitía el paso por sus fronteras tanto de hombres como de material de guerra procedente de Europa, para el aprovisionamiento de la República.

Así, ante el Plan de No Intervención, el duque propone plantear temas que no impliquen una negativa en redondo ni de Francia ni de la URSS (más cercanos al bando republicano) para que la posición favorable de Gran Bretaña dispusiera de su lado a otros países como Alemania, Italia y Portugal.

Jacobo Fitz-James Stuart volverá a cobrar especial protagonismo ante el inminente estallido de otro conflicto a nivel europeo en septiembre de 1938, el de la región checa de los Sudetes, que habría supuesto un posible ataque de tropas francesas a la zona de Cataluña y al Protectorado de Marruecos, al que el Ejército nacional no podría hacer frente. Tras sondear al Foreign Office sobre esta posible eventualidad, Burgos redacta una declaración de neutralidad que dejaría a la recién nacida España nacional al margen de un posible enfrentamiento entre potencias europeas. Como resultado de esta decisión, se otorga carta legal al régimen de Franco en marzo de 1939.

El Duque se encarga también de mantener relaciones periódicas con el grupo de periodistas y políticos denominados Fríends of National Spain, cuyo cometido es proporcionar datos a los parlamentarios para los debates que se celebran sobre España o bien para hacer propaganda del régimen franquista en los medios de comunicación.

El que fuera padre de la actual duquesa de Alba figura en 1943 entre los firmantes de una petición a Franco para que restaure la Monarquía, lo que le aleja paulatinamente del Régimen. Durante la II Guerra Mundial, el duque de Alba se convierte en la pieza clave para el mantenimiento de las relaciones hispano-británicas y, a pesar de la presión de elementos germanófilos y de su monarquismo declarado, continúa al frente de la embajada en Londres hasta 1945. Desde entonces y debido a su pasión por los temas históricos, preside la Real Academia de la Historia y publica varios libros hasta su fallecimiento en 1953.

miércoles, 30 de enero de 2013

Cardenal Isidro Gomá (1869-1940)

Máximo dirigente de la Iglesia española desde su nombramiento como obispo de Toledo en abril de 1933, ofrece todo el apoyo de los católicos al bando sublevado pero se opone a un Estado totalitario al modo fascista


"He amado a Jesucristo y a la Iglesia y nada de lo que se refiere a su grandeza me ha sido indiferente". Con estas palabras, pronunciadas en su lecho de muerte, resume el cardenal Isidro Gomá y Tomás su propia vida. Tras haber sido, como primado de la Iglesia española, el máximo responsable del apoyo católico a los sublevados, el arzobispo de Toledo es consciente de haber cometido algunos errores, pero se despide de este mundo convencido de haber actuado de acuerdo a sus convicciones.

El golpe de Estado y la Guerra Civil le obligan a ejercer su responsabilidad sobre la Iglesia de España en las más trágicas circunstancias, y su reacción es la de alinearse con los alzados. Esta decisión la toma motivado tanto por su recelo a los republicanos, a quienes considera "títeres de Moscú", como por su confianza en el general Franco, en quien ve a un católico ejemplar.

Isidro Gomá había nacido en La Riba, (Tarragona), el 19 de agosto de 1869 y no se sabe muy bien por qué, aunque quizá fuera una premonición, su madre le llamaba cariñosamente "mi cardenal". Su padre, propietario de una fábrica de papel, tenía varios obreros a su cargo y todos se sentaban a comer a diario junto a su numerosa familia, que contaba con nueve hijos.

De hecho, la familiaridad con que conviven los dueños de la empresa y sus empleados provoca algunas refriegas infantiles y el joven Gomá pega en una ocasión al hijo de uno de los obreros, de su misma edad. "Al saberlo su padre, le reconvino de la manera más severa, llegando incluso a darle una bofetada como máximo castigo para lo que considera una gravísima falta. El futuro cardenal recordaría toda su vida esta lección", relata el biógrafo de Gomá, Anastasio Granados.

Llamado por su vocación eclesiástica y su afición al estudio, ingresa en el seminario de Montblach y después en el de Tarragona. Allí destaca por sus excelentes calificaciones y su fama de austero, serio y metódico. El 8 de junio de 1895 es ordenado sacerdote, y celebra su primera misa en su pueblo, La Riba. En la Universidad de Tarragona obtiene los doctorados en Filosofía y en Derecho Canónico, y en la Universidad de Valencia, el de Teología.

Su carrera en la Iglesia comienza con el puesto de coadjutor en la Parroquia del Carmen en Valls, y el 30 de noviembre de 1897 comienza su labor como profesor en el seminario Pontificio de Tarragona, el mismo donde había cursado sus estudios. Dos años después, se convierte en rector de la institución, cargo en el que se mantendría hasta 1908.

Uno de sus alumnos, Josep María Llorens, de muy distintas tendencias políticas y filosóficas, reconocería después a Gomá como el mejor profesor del centro. Allí, gracias a su amplia formación, el futuro primado imparte durante 25 años muy distintas materias: Humanidades, Ciencias Físicas y Naturales, Elocuencia y Sagrada Escritura. Además, dirige el seminario de los Operarios Diocesanos, gana por oposición una plaza de canónigo y actúa como provisor (juez diocesano) y juez metropolitano en la Curia episcopal. En el terreno académico, se convierte en decano de la Facultad de Filosofía de la Universidad Pontificia tarraconense y toma parte en numerosos congresos de Teología.

El 20 de junio de 1927, Pío XI le nombra obispo de Tarazona. Durante los seis años siguientes, gobierna esta diócesis y también la de Tudela, ésta como administrador apostólico. Al llegar la República, reivindica los derechos de la Iglesia en multitud de escritos pastorales, de los que publica más de 80 entre 1931 y 1933.

Llega a la sede de Toledo el 12 de abril de 1933, después de que el cardenal Pedro Segura fuera expulsado del país por defender la Monarquía. El nuevo primado no alaba en público la figura de Alfonso XIII, como hizo su antecesor, pero mantiene en realidad una línea muy similar, y que el historiador Hilari Raguer define como "integrista". "Segura y Gomá eran integristas, pero no en el sentido impreciso y vago que a menudo se da a esta expresión de mentalidad conservadora o tradicional, sino en su acepción técnica de partidarios de un Estado confesional que impusiera por la fuerza a todos sus súbditos la profesión y la práctica de la religión católica y prohibiera cualquier otra".

Gomá piensa que "España es toda católica, pero lo es poco", por lo que "considera que está pendiente una labor de recristianización del pueblo". Esta idea choca de frente con la legislación que lleva a cabo la República. Recién llegado a la sede primada, se encuentra con el problema de la Ley de confesiones y congregaciones religiosas, que en la práctica supone la expulsión de la orden de los jesuítas. La Iglesia española reacciona con un texto colectivo de los arzobispos y el Vaticano con la encíclica papal Dilectísima nobis.

Pero Gomá también redacta su propia pastoral, en la que denuncia el totalitarismo de los poderes públicos. Sobre esta condena volvería en distintas ocasiones, durante la República y la Guerra Civil, y tanto en referencia al Gobierno republicano como a los elementos falangistas, fascistas y germanófilos que rodean al general Franco.

"Los tentáculos del poder estatal han llegado a todas partes y han podido penetrarlo todo, obedeciendo rápidamente al pensamiento único (...). La Iglesia se ha visto aprisionada en una red de disposiciones legales, pérfidamente afinadas en la sombra por los proyectistas, sacadas a la luz luego por el peso de una mayoría hostil y ejecutadas con frecuencia -testigos cien veces de ello- según el criterio cerril o cicatero de las autoridades lugareñas", protesta el cardenal en su texto, titulado Horas graves.

Desde la diócesis toledana tiene ocasión de publicar multitud de libros y cartas pastorales, y el 19 de diciembre de 1935 el Papa le designa cardenal. En estos años que preceden a la Guerra, también destaca por su encendida defensa de la hispanidad, en particular por un famoso discurso que pronuncia en Buenos Aires el 12 de octubre de 1934. Se celebra el Día de la Raza, en Asturias aún no han sido sofocados los desórdenes revolucionarios y, en el palco del Teatro Colón, escucha al arzobispo el cardenal Eugenio Pacelli, quien dos años después se convertiría en el principal gestor de las relaciones entre el Vaticano y la Iglesia española durante la contienda.

El primado arranca su alocución definiendo su concepto de raza, inspirándose en las ideas del escritor y periodista Ramiro de Maeztu. A esta tesis contrapone la mantenida por Adolf Hitler y el nuevo racismo alemán, cuyo influjo comienza a extenderse por Europa. La raza, para Gomá, no es un privilegio genético, sino una aspiración moral. Contra la división entre amos y esclavos que propugna el nazismo, el arzobispo de Toledo defiende la universalidad de los valores, promovida tradicionalmente por la Iglesia de Roma y, en su opinión, ejemplificada por la conquista española de las Américas y la conversión de sus habitantes al catolicismo.

"La raza, dice Maeztu, no se define ni por el color de la piel ni por la estatura ni por los caracteres anatómicos del cuerpo. Ni se contiene en unos límites geográficos o en un nivel determinado sobre el mar. La raza no es la nación, que expresa una comunidad regida por una forma de gobierno y por unas leyes; ni es la patria, que dice una especie de paternidad, de sangre, de lugar, de instituciones, de Historia", señala. "La raza, la hispanidad, es algo espiritual que trasciende sobre las diferencias biológicas y psicológicas y los conceptos de nación y patria".

Gomá defiende la labor evangelizadora de España, nación que "crea América" donde sólo había "antropofagia, sodomía y sacrificios humanos". También justifica los excesos de los conquistadores: "¡Que los españoles fueron crueles! Muchos lo fueron, sin duda; pero ved que la dureza del soldado, lejos de su patria y ante ingentes masas de indígenas, había de suplir el número y las armas de que carecía. Y ved que la primera sangre derramada sobre aquella tierra virgen es la de los 39 españoles de la Santa María, primeros colonos de América, sacrificados por los indios de la Española".

Para el arzobispo de Toledo, el español es en esencia católico, por lo que su deseo es extender esta religión antes que dominar a los pueblos conquistados. Así, y en la medida en que la obra de España es también "obra del catolicismo", la hispanización de América obliga a las naciones de ambas orillas del Atlántico a mantener la unidad espiritual de la religión cristiana. "Esto será hacer hispanidad, porque cuando acá reviva el catolicismo, volverán a cuajar a su derredor todas las virtudes de la raza", concluye.

Durante muchos años continúa con su extensa labor pastoral, redactando decenas de escritos tanto desde la diócesis de Toledo como desde la de Tarazona, de la que se continúa encargando hasta agosto de 1935. Precisamente, es en esta localidad donde le sorprende el golpe de Estado de julio de 1936. En noviembre de ese mismo año, publica su visión sobre la Guerra Civil en la pastoral El caso de España, donde denuncia la persecución que están sufriendo los religiosos en las zonas controladas por la República: "Jamás se ha visto en la Historia de ningún pueblo el cúmulo de horrores que ha presenciado España en estos cuatro meses. Millares de sacerdotes y religiosos han sucumbido, entre ellos 10 obispos, a veces en medio de vergüenzas y tormentos inauditos".

Además, mantiene que el bando sublevado no pretende someter a los obreros, ya que, en su opinión, la Guerra no puede entenderse en ningún caso como una lucha de clases, sino como un enfrentamiento entre España y "la anti-España". En este sentido, es el catolicismo, y no ningún movimiento revolucionario, el que puede garantizar el bienestar de los más necesitados: "Por lo que toca a la Iglesia, y como representantes que somos de ella, aseguramos nuestro concurso, en el orden doctrinal y en la vida social, a toda empresa que tenga por fin la dignificación de la clase obrera y el establecimiento de un reinado de equidad y justicia que ate a todos los españoles con los vínculos de una fraternidad que no se hallarán fuera de ella".

A partir de diciembre de 1936, y durante 11 meses, se convierte en el primer representante diplomático del Gobierno de Franco ante la Santa Sede. El principal problema al que se enfrenta es la delicada cuestión de los fusilamientos de sacerdotes vascos por parte de tropas nacionales. Asegura lamentar "más que nadie" estas ejecuciones, aunque se enfrenta al católico lehendakari Aguirre y al obispo de Vitoria, Mateo Múgica, por poner el acento en "la aberración" que, según el primado español, cometieron estos religiosos al aliarse con el Frente Popular.

A lo largo de toda la Guerra intenta mantener el influjo de la Iglesia en el bando nacional, en contra de los intereses de los falangistas. Se opone a todos los intentos de disolver Acción Católica en un sindicato obrero y aboga por la creación de un Estado cristiano, alejado tanto del comunismo y de las democracias laicas como de las doctrinas fascistas y nazis. También se enfrenta a los separatismos catalán y vasco. En particular, acusa al sacerdote nacionalista Alberto Onaindía de alentar la Guerra en el País Vasco y se enfrenta al cardenal de Tarragona, Francesc d'Assís Vidal y Barraquer, quien se niega a firmar la carta colectiva de los obispos en defensa del general Franco.

Esta pastoral, redactada por el propio Gomá, adquiere una enorme influencia ideológica y propagandística dentro y fuera de las fronteras españolas. Una vez que la Guerra está ya decantada a favor de Franco, el cardenal se daría cuenta de que los nacionales ya habían obtenido de él todo el apoyo que necesitaban, por lo que a la Iglesia poco le quedaba por ofrecer en la lucha que mantienen los distintos sectores del Gobierno de Burgos para definir la estructura del nuevo Estado.

Por ello, en todos sus escritos siguientes, insiste en sus críticas al "estatalismo" y defiende a la Iglesia de Roma como única garantía para que los ciudadanos mantengan su individualidad, frente al impulso unificador de las organizaciones falangistas. De hecho, en octubre de 1939 el Gobierno de Burgos prohibe su pastoral Lecciones de la guerra y tareas de la paz.

Sin embargo, Gomá oficia la ceremonia de tintes medievales en la que, concluida la Guerra, Franco realiza la ofrenda de la Espada de la Victoria ante el Cristo de Lepanto, en un acto ideado por Serrano Suñer y llevado a cabo el 20 de mayo de 1939 en el templo madrileño de Santa Bárbara. A partir de ese momento, sus esfuerzos se centran de nuevo en la recomposición de Acción Católica y la consecución para la Iglesia de un papel destacado en el Estado emergente.

Pero su salud comienza a debilitarse con rapidez. En 1940 es nombrado miembro de la Real Academia de la Lengua y de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas. Poco después, el 22 de agosto, muere en Toledo víctima de un cáncer renal. Su cadáver es inhumado en la catedral de la ciudad, y se le conceden honores de capitán general. Hombre de gran estatura y carácter sereno, sus discípulos le recuerdan como una persona tranquila pero también capaz de enfurecerse si la ocasión lo requería. Así le describe, en el año de su muerte, el escritor italiano Guido Manacorda: "Parece verdaderamente sintetizar y simbolizar, en su propia figura, la esencia de nuestro catolicismo que, en su historia milenaria, ha sabido unir siempre la robustez de la encina con la suavidad del olivo".

martes, 29 de enero de 2013

Amparo Poch y Gascón (1902-1968)

Escritora y médico anarquista, es nombrada por Montseny directora del Consejo de Asistencia Social, cargo desde el cual organiza la evacuación de los niños republicanos y crea centros de acogida para los que se quedan en España


Activa luchadora al servicio de las clases más desfavorecidas y con una idea transgresora de la mujer, la sociedad y el sexo, Amparo Poch, sin haber alcanzado la gloria de otros personajes que participan en la Guerra Civil, desempeña un papel clave durante toda la contienda gracias a su importante labor en el Ministerio de Sanidad y Servicios Sociales, dirigido por Federica Montseny.

Primero en Zaragoza, su ciudad natal y más tarde en Madrid y Barcelona, Poch y Gascón se dedica en cuerpo y alma a luchar contra la opresión femenina y, desde su posición de médico, especialista en puericultura, a mejorar las condiciones en que mujeres y niños de clases bajas tienen que vivir.

En 1902, durante las fiestas del Pilar, nace Amparo Poch en el seno de una familia acomodada, en Zaragoza. Desde joven queda clara su aptitud para los estudios, lo que le permite acatar la orden de su padre de estudiar Magisterio -carrera considerada en la época adecuada para las mujeres- a pesar de que su ilusión es convertirse en médico.

"Ya soy maestra, ahora voy a estudiar Medicina, que es mi verdadera vocación", le dice a su familia cuando acaba la carrera, a los 21 años. Entonces se matricula en la facultad de Medicina de Zaragoza y a la vez empieza a colaborar con el periódico La voz de la Región, diario desde el que mantiene diversas polémicas con algunos escritores, y también con mujeres, por su opinión respecto a la condición femenina. Lo más triste, considera Poch, es que mujeres con educación y cultura sigan repitiendo los mismos esquemas machistas que hasta el momento han permanecido en la sociedad.

En 1928 acaba Medicina logrando, además, matrícula de honor en todas las asignaturas. Entonces monta la primera clínica, en su propia casa, que aparece así anunciada en los periódicos: "Amparo Poch y Gascón. Consultorio médico para mujeres y niños. Consulta de tres a seis. Especial para obreras, de doce a una". Sus servicios son siempre gratuitos para aquellos que no pueden costearlos.

Para entonces, Amparo Poch se identifica con las ideas anarquistas que están en auge en Zaragoza y se afilia al Sindicato Único de la Sanidad de la CNT.


Muy interesada por la maternidad y la sexualidad, en 1931 escribe la Cartilla de consejos a las madres y en 1932 aparece en Cuadernos de Cultura de Valencia un estudio titulado La vida sexual de la mujer.

El 28 de noviembre de 1932, Amparo Poch contrae matrimonio civil con Gil Comín-Carballo, aunque esta unión se desvanece en muy poco tiempo porque la médico considera que el matrimonio es una estructura más de las impuestas por la sociedad capitalista y asegura que "todo el armatoste opresivo del capitalismo defiende la monogamia (...), sólo el derrumbamiento de este puntal poderoso hará la verdadera Revolución". Este planteamiento queda plasmada en su libro Elogio al amor libre.

El 5 de mayo de 1934 comienza de nuevo su vida de soltera y se traslada a Madrid donde pronto comienza a colaborar en la revista anarquista Mujeres Libres. Bajo el seudónimo de Doctora Salud Alegre, Poch analiza en clave irónica diversas cuestiones sanitarias en un espacio titulado Sanatorio de optimismo. Según la escritora Antonina Rodrigo, se trata de "relatos cortos" en cada uno de los cuales "se presenta un tema definido, una crítica sutil, en clave de humor, donde la ironía, la sátira y la fantasía se mezclan". Además, sus artículos aparecen acompañados de ilustraciones que ella misma dibuja.

Ese mismo año, en octubre, inaugura otra "Clínica médica para mujeres y niños", desde la que mantiene su filosofía y se dedica especialmente a la mujer obrera y sus hijos.

Cuando comienza la Guerra, a pesar de ser gran defensora del pacifismo, o quizás por eso mismo, la presencia de Amparo Poch parece multiplicarse y su labor a favor de niños y mujeres se hace, imprescindible.

En Madrid se afilia al Partido Sindicalista, dirigido por el anarquista Ángel Pestaña, y el 26 de agosto de 1936 es nombrada miembro de la Junta de Protección de Huérfanos Defensores de la República.

En noviembre de ese mismo año, entra en el Ministerio de Sanidad la anarquista Federica Montseny, que crea el Consejo de Asistencia Social. A cargo de este nuevo organismo pone a Amparo Poch, lo que la convierte en la responsable de las numerosas expediciones de niños republicanos que son enviados al extranjero.

Asimismo crea los Hogares Infantiles, centros de acogida para niños que pretende que no se parezcan en nada a los antiguos orfanatos. Su afán es intentar mantener a los niños alejados del fanatismo de la guerra y en el periódico El Sindicalista escribe, el día 19 de julio de 1937, un artículo llamado La guerra sobre los niños en el que pide que se los mantenga al margen del odio de la contienda, porque ellos son el futuro y ha de construirse una sociedad en paz: "Volvedlos de espaldas a nosotros, no les enseñéis el vocabulario de nuestros errores y nuestras venganzas. No les digáis niños fascistas o antifascistas, porque los niños copian el gesto (...)".

Un mes antes ha tenido que dejar su puesto como directora del Consejo de Asistencia Social, al ser destituida Montseny del Ministerio de Sanidad.

En Madrid la situación es cada vez peor y, después de más un año de asedio nacional sobre la capital, el 3 de noviembre de 1937, Amparo Poch decide trasladarse a Barcelona, una ciudad que ya conoce por los viajes que ha realizado en representación de la asociación Mujeres Libres. Tan sólo un mes después, en diciembre de 1937, se hace cargo en la capital catalana de la dirección del Casal de la Dona Treballadora, un centro en el que se imparten cursos para obreras y mujeres sin recursos. Su misión fundamental consiste en enseñarles a leer y escribir y capacitarles para ocupar puestos que hasta entonces habían sido copados por los hombres pero que ahora comienzan a necesitar de mano de obra femenina.

Cuando la Guerra ya está perdida, Amparo Poch se traslada a Francia y se instala en Nimes, desde donde sigue trabajando del lado de los que lo necesitan, y al poco comienza a formar parte de Cruz Roja Republicana Española, un organismo que nace en los campos de concentración franceses con el fin de ayudar a los compatriotas exiliados que se encuentran en malas condiciones. En el año 1945 se dirige a Toulouse, donde comienza a colaborar con publicaciones libertarias del exilio, actividad que no dejará hasta su muerte, en 1968.

lunes, 28 de enero de 2013

Emilio Kléber (1895-1954)

Militar austro-húngaro nacionalizado soviético, llega a España a los pocos meses de estallar el conflicto como jefe brigadista; participará en la toma de Belchite y su labor será decisiva en la defensa de Madrid


Emil Kléber es dos hombres a la vez. Es un héroe de la Revolución francesa y es el alias bajo el que se enmascara Lazar Manfred Stern, un militar austrohúngaro nacionalizado soviético, siglo y medio después. El segundo Emil, mejor dicho, Emilio Kléber, llega a Madrid en septiembre de 1936, junto al embajador de la URSS en España, Marcel Rosenberg, y pronto se convierte en la piedra angular de las brigadas que intervienen en la resistencia madrileña y la claudicación de Belchite. Dos acciones que impulsan su ascenso y de igual modo provocan su caída con la misma rapidez e intensidad.

Que ocultase su verdadera identidad bajo un seudónimo, obedece a la lógica de una doble vida: la que marca su deportación a Siberia. Hasta ese momento, Kléber ejerce de capitán en las tropas austríacas durante la primera Guerra Mundial. Incursión militar acorde a su procedencia, la región de Bucovina -patria del poeta Paul Celan- perteneciente al Imperio Austrohúngaro hasta su adhesión a Rumania en 1936. Antes de que eso ocurra, la carrera militar de Kléber, cambia radicalmente de orientación, cuando cae preso de los rusos. Cautivo en las mazmorras de la tundra siberiana, logra escapar y aprovecha, en pleno apogeo de los disturbios de la Revolución Rusa, para afiliarse al Partido Bolchevique. Pasa de ser un oficial austrohúngaro a luchar por la causa comunista en la Guerra Civil rusa y en la Guerra Civil española como jefe de la 11ª Brigada Internacional y de la 45ª División. Un cambio de bandera que consolida su carrera militar. Es bajo la faceta de adalid marxista, al servicio de la Internacional, donde comienza su leyenda.

Es posible que presenciara el asesinato de la familia del Zar en Ekaterimburgo, que conociera España desde 1924, realizase misiones secretas en China durante su Revolución y en Alemania, antes de que triunfara allí el nacionalsocialismo. Son conjeturas que en todo caso dan fe de una personalidad enigmática y camaleónica. Aterrizó en la piel de toro bajo la apariencia de un brigadista canadiense. Tanto secretismo hace creíble el testimonio de un miliciano español -al que entrevistó Gabriel Jackson en su libro La República española y la Guerra Civil- que luchó codo con codo junto a Kléber, sin sospechar que se trataba de un general del Ejército Rojo.


La discreción con la que mantiene su identidad contrasta con la notoriedad que alcanza enseguida gracias a la eficacia de su intervención en la defensa de Madrid, como cabecilla de la 11ª Brigada, con 1.900 hombres a su cargo.

Aunque según Robert G. Colodny, en su libro The struggle for Madrid, Kléber estuvo a punto de delatar su pertenencia al Ejército Rojo un 24 de octubre de 1936. Aquel día se avistan los primeros tanques rusos en Aranjuez. Nadie debe conocer los rostros de los oficiales rusos. Cuando dos alemanes anti nazis toman fotos de estos tanques, los tripulantes de los mismos no sólo confiscan la película sino que tratan, sin éxito, de expulsar de España a estos fotógrafos. Esos tripulantes eran -según Colodny- los generales del Ejército ruso Berzin y Gregory Stern (Emilio Kléber).

Lo que sí queda al margen de la especulación es que acude al auxilio de la capital en un momento dramático para los republicanos: el momento en que el Gobierno decide replegarse a Valencia, ante el insistente acoso de los nacionales.

El vacío político de Madrid se suple con la creación de la Junta de Defensa presidida por el general Miaja, a quien se le ordena "la defensa de la capital a toda costa". Noviembre supone la certera custodia militar de Madrid a manos republicanas, gracias en buena parte, a la entrada de la 11ª Brigada Internacional, dirigida por Kléber. Su intervención en Ciudad Universitaria es brillante y rápidamente se convierte en cabeza de las brigadas solapadas 11 y 12.

Este éxito le convierte en "El salvador de Madrid". Honor ensalzado por una oda que Rafael Alberti le dedica: "Kléber, mi general, oye conmigo/ lo que mi voz tiene de elegía, / de piedra rota y destrozado trigo; / luego también, lo que en mi voz suena / tranquilamente a gran mensajería, / a fusil que en un instante se serena. / Medio cielo de España, media aurora / (la otra mitad gime en poder de los moros) / puede alumbrarte el sol en esta hora (...) Kléber, mi general, las populares masas de mi país con sus sembrados, / sus aldeas, sus bueyes, sus parajes, con el inmerecido sufrimiento / de sus mejores hombres derrumbados / o desaparecidos con el viento, / con mi voz, que es sangre y su memoria, / bien alto el puño de la mano diestra / por Madrid y tu nombre de Victoria, / te saludan: ¡Salud! ¡España es nuestra!". Se honra la memoria de un militar y con él a la resistencia que disuade a Franco a tomar Madrid por ataque frontal. Son diez días de combates encarnizados en que los Batallones Drombrowsky, Commune de París y la 11ª Brigada luchan de forma coordinada.

Tras esto y a pesar de su eficacia, inesperadamente le son encomendadas tareas burocráticas en Valencia. ¿Por qué desaprovechar su capacidad de liderazgo? Ciertas cualidades pueden ejercer un efecto revulsivo en tiempos de intriga política. Empieza a barajarse extraoficialmente la posibilidad de un golpe de Estado comunista. Ante semejantes rumores Largo Caballero, presidente del Gobierno, decide cortar por lo sano y elimina a Kléber, una vez consolidado su carisma entre los soldados brigadistas. Al fin y al cabo, militares extranjeros que pueden adherirse a rivales políticos del mandatario madrileño. Tras la forzada dimisión de éste último, Kléber reaparece mandando la 45ª División, en la batallas de Bruete -planteada por los consejeros soviéticos y el Estado Mayor de Madrid— y de Belchite, la localidad que más resiste al asedio republicano en el Frente de Aragón. En esta última Kléber planta cara a las divisiones nacionales de los generales Barrón y Saénz de Buruaga. Se le ordena avanzar por la carretera Barcelona-Zaragoza. Cuando pide informes al cuartel general de Aragón le dicen que no hay enemigos en esa zona. Sigue adelante con precaución y comprueba que la carretera está tranquila. De repente, es sorprendido por el fuego procedente de dos colinas fortificadas. Quiere atacar las colinas con la artillería ligera pero la mitad de los proyectiles o no son del tamaño adecuado o no estallan. Ordena a un batallón anarquista que tome al asalto una de las colinas. Una vez conquistada continúa el avance. El mando nacional no quiere repetir el error de Brunete, abandonando la ofensiva del norte, por un pequeño pueblo de Aragón, y Belchite finalmente se rinde el seis de septiembre.

Antes de acabar la Guerra, en 1938, regresa a la URSS donde desaparece de la vida política a causa de una purga de Stalin. Murió víctima de un sistema político que defendió en trincheras extranjeras, tierras lejanas.

domingo, 27 de enero de 2013

21 aviadores sin piedad

El dictamen sobre los bombardeos italianos de Barcelona abre la puerta a procesar a los pilotos

Buonamico, Cassiani, Rossagnigo, Di Tullio, Corti, Montanari, Ruspoli, Zucconi... Parece una lista de convocados de la squadra azzurra,pero se trata de miembros de otro tipo de selección, muy siniestra. 

Son algunos de los nombres de los 21 aviadores fascistas contra los que se dirige principalmente la denuncia por crímenes de guerra presentada por dos víctimas de los bombardeos áreos italianos de la ciudad de Barcelona durante la Guerra Civil y la asociación de italianos residentes en la capital catalana Altraitalia (www.altraitalia.org). La querella criminal, que se centra en los bombardeos de saturación de 1937 y 1938 y especialmente en los 12 salvajes ataques de la aviación de Mussolini a la ciudad en 41 horas del 16 al 18 de marzo de 1938, ha hecho historia esta semana al ser admitida finalmente a trámite por la Audiencia Provincial de Barcelona que, en su auto, determina instruir y juzgar a la plana mayor de las escuadrillas responsables.

La cosa podría parecer un saludo al sol y de una inutilidad pasmosa si se tiene en cuenta que han pasado 75 años desde los explosivos hechos y que los aviadores involucrados no estarán ya para muchos vuelos. Eso si sobrevive alguno. Al que le traerá el asunto al pairo es sin duda a uno de ellos, el capitán Aldo Quarantotti, al que el 12 de julio de 1942, siendo a la sazón tenente colonello de la Regia Aeronautica en la II Guerra Mundial a los mandos de un caza Reggiane Re 2001s, le arrancó la cabeza de cuajo un cañonazo del Spitfire del as canadiense George Buzz Beurling, “el halcón de Malta” en los cielos de la isla. Al menos a Quarantotti se lo puede tachar ya de la lista.

“Sabemos que nos vamos a encontrar casos así”, dice con voz apesadumbrada, menos por la suerte del piloto, me parece, que por no poder llevarlo ante la justicia, el abogado y miembro de Altraitalia Newton Bozzi, que junto con Jaume Asens, de la comisión de defensa de los derechos humanos del Colegio de Abogados de Barcelona, presentaron la querella. “Pero, como establece el auto de la audiencia, que menciona notables casos de longevidad, como, por cierto, los de las dos víctimas querellantes, no podemos descartar que de la lista quede gente viva”.

La negra lista de esos 21 aviadores sin piedad, explica, se ha confeccionado de manera aproximativa, “con los datos de que disponíamos, con el apoyo de historiadores”. Son todos, subraya Bozzi, “oficiales de la Aviazione Legionaria, el cuerpo expedicionario en España, líderes, mandos notorios”.

La denuncia se centra en el hecho de que los aviadores italianos, se recalca, bombardearon premeditada y despiadadamente a la población civil y —esto es fundamental— sin la existencia de declaración de guerra entre Italia y España. Los denunciantes aseguran que, por muy viejecitos que sean los pilotos, no se trata de un acto meramente simbólico. “¿Llevarlos ante la justicia? ¡y porqué no!”, se exclama Marcello Belotti, del grupo Memoria Histórica de la asociación Altraitalia, que ha abanderado el caso y que aún le guarda rencor a Mussolini, “al que conseguimos colgar por los pies en piazzale Loreto”. Belotti recalca que en el caso de los aviadores estamos hablando de “militares muy especializados, muy conscientes y orgullosos de lo que hacían, gente muy ideologizada que decidían sobre la vida y la muerte desde el cielo y nunca expresaron remordimientos”. Fascistas del copón, vamos.

Señala que los aviadores eran muy distintos de otros combatientes italianos enviados por el Duce, “la pobre gente sacada del campo y las minas sicilianos que describe Sciascia en L'antimonio y a los que se prometió un paraíso en España”. En cuanto a los aviadores, “hay que averiguar si están vivos y citarlos, como establece el auto”. La audiencia solicitará al Ministerio de Justicia italiano su cooperación para conocer el estado y paradero de los imputados.

Entre los denunciados, hay personajes notables como el capitán Orlandini, al que encontramos luego en 1940 pilotando Stukas, los famosos bombarderos en picado que los nazis suministraban a los italianos con cuentagotas, o el mayor Quattrociocchi, quien, incorregible, tras el armisticio entre Italia y los Aliados, en 1943, a diferencia de otros aviadores, siguió fiel al fascismo y comandó hasta el final la Aeronautica Nazionale Repubblicana (ANR), la aviación de la República de Saló.

El historiador y autor de documentales catalán Xavier Juncosa tuvo el privilegio de conocer en 1998 en la Casa degli Aviatori de Roma a los dos pilotos de bombarderos que encabezan la lista, los tenientes en España y luego generales Paolo Moci y Alberto Lauchard. “Entonces me dijeron que eran los dos últimos de la Aviazione Legionaria, y ambos han muerto”, rememora. Bajo los venerables abuelitos, encontró a dos férreos militares. Moci incluso justificaba el bombardeo de Gernika, en el que participó al frente de una patrulla de tres Savoia S.79. Juncosa aplaude la decisión del tribunal barcelonés.

La mala reputación militar de los italianos, un falso cliché, ha relegado el papel de su aviación en la Guerra Civil. La fama se la ha llevado la Legión Cóndor. En realidad los italianos han sido siempre grandes aviadores, de Francesco Baracca, el as del Cavalllino rampante, símbolo que heredaría Ferrari, a Mario Visintini, inmortalizado por Hugo Pratt. Y la aviación legionaria (seis mil combatientes con cerca de 800 aparatos), en concreto sus bombarderos, como los excelentes Savoia-Marchetti SM.79, que es lo que os ocupa, fue un arma muy efectiva, terrible y brutal en España.

A los fascistas les encantaba la aviación, que evocaba al hombre moderno, indómito y virilmente fuerte y violento. Ese amor aéreo lo esencializaban Ítalo Balbo y sus proezas, y el propio tercer hijo del Duce, Bruno Mussolini que fue piloto de bombarderos y se integró en la aviación legionaria en Mallorca (aunque Franco lo hizo volver a Italia). Aunque no se les suele acreditar, fueron los italianos unos de los inventores del bombardeo de población civil con el objetivo de desmoralizar al enemigo. En concreto, el general Giulio Douhet, a principios del siglo XX, fue un adelantado del bombardeo estratégico, que definía en su animosa lengua como un “acto de guerra lejos de los campos de batalla para golpear, entre otras cosas, a las ciudades”.

La contienda de España sirvió a los italianos, como a los alemanes, para hacer experiencias de guerra aérea (los meridionales también llevaron pormenorizadas anotaciones de los efectos de las bombas). De hecho, varios de sus pilotos que lucharon en nuestro país participaron luego incluso en las poco conocidas operaciones de bombardeo italiano contra ciudades durante la Batalla de Inglaterra (los Chianti raiders que despegaban desde Bélgica —uno de los ataques se denominó, lo que hay que ver, Operazione Cinzano). A un cínico ejercicio de empirismo achacan algunos autores los tremendos bombardeos contra Barcelona de marzo de 1938. No obstante, el historiador Edoardo Grasssia opina que Mussolini quiso impresionar a Hitler en las fechas del Anschluss y se le ocurrió esa infernal manera, marcando paquete aéreo por así decirlo.

La orden, según anotó el ministro de exteriores y yerno del Duce Galeazzo Ciano en sus diarios, la dio Mussolini personalmente al jefe de estado mayor de la aviación, general Valle (que pasó a Velardi la mecha, el famoso telegrama infame: “Iniciar desde esta noche acciones violentas sobre Barcelona con bombardeos espaciados en el tiempo”), aunque luego, a la vista del horror internacional que provocaron los ataques, trataron de endosarle la decisión a Franco. Los ataques los llevaron a cabo en oleadas sucesivas desde Mallorca los aparatos del 8º Stormo Bombardamento Veloce (“los halcones de las Baleares”) de día y el XXV Gruppo Autonomo Bombardamento Notturno (Pipistrelli delle Baleari) de noche, en total cerca de 50 toneladas de bombas y un mínimo de 670 muertos y 1.200 heridos.

Concha Espina (1877-1955)


Premio Nacional de Literatura en 1927, la prolífica escritora cántabra se decanta en plena Guerra Civil por el bando nacional siendo una de las intelectuales que contribuyen con su labor a la victoria de Franco

La literatura española ha dado sin duda grandes escritores, muchos de ellos merecedores de obtener el premio Nobel, como así ha sido en varias ediciones. Sin embargo, son contadas las ocasiones en las que un escritor es conocido no sólo por su extensa creación literaria sino también por la ausencia de un galardón tan prestigioso.

La escritora santaderina Concha Espina es una de estas excepciones ya que su candidatura fue presentada al Nobel en 1927, pero no lo obtuvo por un voto en contra: el de la Real Academia Española. La candidatura se vuelve a presentar al año siguiente con el mismo resultado.

Ese mismo año surge la polémica con la concesión del Premio Nacional de Literatura, galardón que compartió con el periodista Wenceslao Fernández Flórez. La escritora no acepta el importe económico y lo dona para la construcción de un monumento a Cervantes.

En 1928 es homenajeada en Nueva York en un acto en el que participaron algunos puntales de la Generación del 27, como Federico García Lorca.

Nacida en Santander el 15 de abril de 1877 y bautizada como María de la Concepción Jesusa Basilisa, es la séptima de 10 hermanos.

Su precocidad literaria es notable y siendo tan sólo una niña, el 14 de mayo de 1888, publica por primera vez en el diario El Atlántico de Santander, unos versos bajo el artificioso seudónimo de Ana Coe Snichp.

Tras el fallecimiento de su madre en 1891 se trasladan a Ujo, Asturias, donde el padre trabajará como contable en las minas. Esta experiencia marcará profundamente a la escritora que posteriormente, en 1920, escribiría en torno a este tema El metal de los muertos, una de sus obras más importantes por la que recibió las alabanzas de Unamuno y Maeztu.

Cumplidos los 18 años contrae matrimonio con el también escritor Ramón de la Serna y Cueto en Mazcuerras, Cantabria, y trasladan su residencia a Valparaíso (Chile).

Allí comienza a escribir para el Correo Español de Buenos Aires, dejando el verso por la prosa.

Ya de vuelta en España, en 1898, continuó enviando sus escritos al diario porteño pero como su nombre se había hecho popular, muchos otros periódicos españoles solicitaron su colaboración, como por ejemplo Pensamiento Astorgano, La Atalaya o El Cantábrico.

Nueve años más tarde, se traslada de Cabezón de la Sal (Cantabria) a Madrid con sus hijos -Ramón, Víctor, Josefina y Luis- mientras que su marido se marcha a México, dando así por finalizado el matrimonio, que será jurídicamente efectivo en 1934.

En 1909 alcanza la fama con su primera novela, La niña de Luzmela, en la que quedan reflejadas sus dotes de observación. A raíz de esta obra, el pueblo de Mazcuerras cambia su nombre por el de Luzmela como homenaje a la escritora. Sin embargo, le siguieron otras de mayor calidad, según la crítica, como La esfinge maragata (1914), con la que se convierte en la voz de los oprimidos y que le supone el premio especial Fastenrath otorgado por la Real Academia Española.

Diez años más tarde recibe el premio de la Real Academia Española por Tierras de Aquilón, galardón que se une a su nombramiento como hija predilecta de Santander y a la concesión de la medalla de la Orden de Damas Nobles de María Luisa.

Las inquietudes de esta escritora no sólo se centraron en la situación de la mujer en la época. En una entrevista publicada en El Sol en 1931 afirma que "los problemas básicos de España son de educación y trabajo" y daba su opinión acerca de la política que se estaba levando a cabo en esos años: "Creo que a la postre se impondrá lo más razonable. La forma actual de gobierno tiene mis mayores esperanzas, porque mi ilusión política de toda la vida fue la República». En este mismo documento reforzaba su feminismo al asegurar que "la mujer española está políticamente tan capacitada como el hombre".

Mujer viajera e inquieta, comprometida con las causas del momento, llegó a adherirse, junto a escritores como García Lorca o José Ortega y Gasset, a un manifiesto dirigido a Miguel Primo de Rivera en defensa de la lengua y la cultura catalanas frente a las disposiciones que éste había realizado y que podrían haber herido "la sensibilidad del pueblo catalán, siendo en el futuro un motivo de rencores imposibles de salvar".

La Guerra Civil le sorprende en Mazcuerras, que aún conservaba su nombre, y el horror del conflicto lo refleja en sus obras La Retaguardia, Las alas invencibles y Luna roja.

Una de las novelas más dramáticas que escribe en este tiempo, porque refleja todo el dolor de la Guerra, es Esclavitud y Libertad, diario de una prisionera.

En 1938 es nombrada miembro de honor de la Academia de las Artes y Letras de Nueva York. En esta época colabora con el ABC de Sevilla donde se recogen algunos de sus artículos más destacados. En uno de ellos, publicado el 13 de diciembre de 1938, la escritora hacía una dura crítica de la ideología marxista proveniente de Rusia donde afirma: "Cuando las aguas vivas del Cristianismo vuelvan a correr generatrices sobre las hiendas sacrilegas, entonces el rehilo de las armas nacionales tendrá allí el ardor que purifica y acrisola, la medicina genial que ahuyente las monstruosidades de Rusia con el supremo hechizo del amor".

En este año comienzan sus problemas de visión que desembocarán en ceguera total. Lejos del desánimo, aprende Braille y continúa su trabajo sin descanso.

A lo largo de su vida completó casi 50 obras y fue merecedora de distinciones como el II Premio Cervantes o la Medalla Nacional del Trabajo.

Sin embargo, no logra ser admitida en la Real Academia Española, a pesar de que lo intenta en dos ocasiones.

El 19 de mayo de 1955 fallece en Madrid. Con un número especial, ABC daba el último adiós a una de sus más destacadas colaboradoras: "A los 86 años de edad falleció ayer en Madrid la que fue insigne poetisa y novelista, cuya privilegiada pluma, que supo hacer verso de la prosa, dio a la literatura española obras imperecederas". Por su parte, Gerardo Diego la despedía así: "Detrás de la escritora, sosteniéndola y justificándola día a día con su conducta modestamente heroica, estaba la mujer. Y esto es lo que sus libros, sus admirables libros, no podrán nunca acabar de revelar, lo que estamos obligados sus amigos, sus contemporáneos, a esclarecer y valorar para que no se pierda un ejemplo tan insigne de femineidad. No es que sean entidades distintas Concha Espina, mujer, española, madre y Concha Espina, escritora, novelista. Son, antes al contrario, relieves complementarios de una misma medalla". 

sábado, 26 de enero de 2013

Carles Fontseré Carrió (1916-2007)

Artista gráfico catalán, durante la Guerra Civil española plasma sobre carteles propagandísticos los ideales de la República en los que tanto cree y por los que se ve obligado a exiliarse en Francia


Fontseré es un artista polifacético que trabaja desde la pintura a la fotografía pasando por el dibujo y la escritura, quizá su vertiente menos conocida. Al estallar la Guerra Civil, pasa a formar parte del Comité Revolucionario del Sindicato de Dibujantes Profesionales. Dentro de este grupo aplica su talento artístico a la creación de carteles de apoyo a la causa republicana, organizando un taller colectivo de propaganda. Precisamente a esta época, 1936, pertenece uno de sus carteles más conocidos, titulado Libertat!, realizado para la Federación Anarquista Ibérica (FAI), y en el que apela a los campesinos para que se levanten en armas y luchen por su libertad.

Fontseré, que deja los estudios con 15 años, recibe por parte de sus padres una formación católica que no le va a impedir, por otro lado, y ya de adulto, sentirse más cercano a una ideología de izquierdas. Tras abandonar sus estudios comienza a trabajar en un taller de escenografía. Es entonces cuando publica sus primeros dibujos en el Correo Catalán y en el semanario carlista Reacción, pero en estos tempranos dibujos se pueden ya observar numerosas influencias del arte y los artistas más abiertos del momento, que más adelante le llevarían a participar en el movimiento cartelista de la Guerra Civil, junto a otros artistas de vanguardia.

Gracias a esta labor como cartelista pronto alcanza cierto reconocimiento en el panorama artístico y cultural barcelonés, a pesar de que por aquél entonces tiene tan sólo 20 años.

En 1937, el joven Fontseré decide incorporarse a las Brigadas Internacionales, aunque continúa desarrollando su carrera artística pintando murales e ilustrando los boletines de información del Estado Mayor. Poco después, se incorpora al servicio del Estado Mayor en la Defensa Especial Contra Aeronaves (DECA), donde trabaja como dibujante e ilustrador.

Finalizada la Guerra, y dada su activa participación en ella, Fontseré se ve obligado a marchar al exilio. Francia es el país elegido para residir y realizar su primera exposición. Para ganarse la vida trabaja a tiempo parcial en Les nuits de gala -Las noches de gala- del Casino de Canet-Plage (Languedoc). Sus experiencias en Francia son narradas en primera persona por el propio Fontseré en un libro autobiográfico de reciente publicación (1995), titulado Un exiliado de tercera. En París durante la Segunda Guerra Mundial, en el que muestra su decepción y sentimiento de abandono por parte de la República, y en el que se pueden leer fragmentos como el que sigue a continuación: "(.,.) Ninguna personalidad relevante de la República -Negrín, Companys, Picasso, Pablo Casals...- tuvo el coraje de presentarse en un campo de concentración con el propósito de ser el último en abandonarlo (...). Esta cobardía explica la conspiración de silencio sobre los campos de concentración franceses (...). Los viejos políticos fueron responsables de los campos y nadie les pidió cuentas".


Tras estallar la Segunda Guerra Mundial, se traslada a París y desde allí realiza numerosas ilustraciones y cómics para periódicos catalanes como El Poblé Catalá. Durante esta época comienza a formarse como litógrafo y edita junto al poeta catalán Rafael Tasis algunos libros de coleccionista como Fuenteovejuna, de Lope de Vega; La Fi del Món a Girona, de Joaquim Ruyra, y un largo etcétera.

A mediados de los años 40, Fontseré amplía aún más sus labores creativas y diseña los decorados y el vestuario de varias obras de teatro, como La Casa de Bernarda Alba-de Federico García Lorca-o Peribáñez y el Comendador de Ocaña -de Lope de Vega-, aunque trabaja también para un musical francés que se estrena en México por la intermediación de Mario Moreno, Cantinflas.

Tras el periodo francés, se traslada a Estados Unidos, concretamente a la ciudad de Nueva York. Allí sigue trabajando como ilustrador y dibujante, así como de diseñador de escenografías y vestuarios.

A finales de los 60, Fontseré decide dedicar su tiempo a la fotografía. Muchas de las instantáneas de este periodo son de la ciudad neoyorquina, aunque también capta imágenes de metrópolis como Roma, París, Londres o Ciudad de México.

Ya de vuelta a España (1973) lleva a cabo su primera exposición antológica en la Galería Syra de Barcelona. A partir de ahí, se le abren nuevas puertas y bajo el patrocinio de la Generalitat presenta la exposición Nueva York vista i viscuda. Otra exposición importante es la que lleva el título de Roma, París, Londres, 1960, y en colaboración con el Ayuntamiento de Barcelona realiza la presentación fotográfica Nueva York, 1960-1990, un relat gráfic de Caries Fontseré.

Sin abandonar su trabajo como artista plástico y fotógrafo, publica un álbum con fotos inéditas de Salvador Dalí (1991) y trabaja junto a Jaume Miravitlles y Josep Termes en un libro de carteles titulado Cartells de la República i de la Guerra Civil. Aparte, escribe artículos para La Vanguardia o Avui.

Una de sus últimas apariciones está relacionada con el controvertido tema sobre el Archivo de Salamanca, en el que el artista se posiciona a favor de que su contenido regrese a Cataluña. De hecho, reclama que se le devuelvan los carteles de propaganda del bando republicano que diseñó durante la Guerra y que la policía franquista se llevó de su estudio de Barcelona cuando tuvo que huir al exilio.

El día 2 de enero de 2007, Carles Fontserè fue ingresado en el Hospital Josep Trueta de Gerona. Su mujer, Terry, explicó que el artista estaba convaleciente de un accidente doméstico que sufrió en su casa de Porqueres, Gerona. Finalmente, el 4 de enero de 2007, Carles Fontserè falleció a la edad de 90 años.

viernes, 25 de enero de 2013

Wilhelm Von Faupel (1873-1945)

Embajador del III Reich en la España nacional, su predilección hacia Manuel Hedilla y las desavenencias que mantiene a lo largo de su mandato con el Generalísimo terminan por apartarle del cargo


General alemán, con sed de medallas y triunfos, en septiembre de 1937 es finalmente destituido como embajador de la Alemania nazi en la España franquista. Su participación en los sucesos de abril, donde trata de impedir la fusión entre Falange y los tradicionalistas; su apoyo a Manuel Hedilla como nuevo jefe del partido falangista, y las diferencias que mantiene con Franco casi desde su llegada a España, instan al Generalísimo a solicitar al Führer la sustitución de Von Faupel. Su cargo pasará a manos de su compatriota Eberhard von Stohrer, ese mismo mes.

Escribir la verdadera historia de Wilhelm von Faupel es una ardua tarea. La destrucción de los archivos nazis tras la caída del III Reich (mayo de 1945) y su actitud sibilina a la hora de promocionarse impiden determinar con exactitud dónde termina la realidad y dónde comienza el mito de Von Faupel. Su nombramiento como director del Instituto Iberoamericano (1934) -que le sirvió de escaparate para introducir el ideario nazi en los países de habla hispana- difumina su rastro en la historia. Oliver Gleich, investigador en activo del departamento de Historia Política y Económica de la Universidad Libre de Berlín, resume en un artículo, correspondiente al libro Ein Instituí und sein General, una de las monografías más completas sobre un "hombre conflictivo pero disciplinado" que supo jugar sus cartas y aprovechar al máximo las circunstan das que le tocaron vivir.

Von Faupel nace el 29 de octubre de 1873 en Lindenbusch, en la región histórica de Silesia, en el seno de una familia de clase media -su padre era médico-. Al respecto, Oliver Gleich comenta que Faupel "sentía alergia por los individuos de cuna alta o religiosos, y de éstos últimos, en especial, los católicos". Quizá este sentimiento de repulsa que genera desde niño tenga que ver con las desavenencias postreras que el diplomático alemán sentirá por Franco, al que llega a denominar como "un hombre que seduce en seguida por su carácter franco y cortés; pero cuya formación y experiencia militar no están a la altura requerida por la dirección de las operaciones, en su actual amplitud".

Su pasión militar le sorprende desde muy joven y es notable la determinación que tiene a la hora de alcanzar una posición influyente en el Ejército. En marzo de 1892, con tan sólo 19 años, ingresa como alférez en el Regimiento de Artillería, para en menos de un año conseguir el grado de teniente.


La defensa de los intereses coloniales de su patria le lleva a partir de 1901 a viajar por Siberia, Mongolia y el Tíbet, después de realizar sus estudios orientales en el Instituto Geodésico de Postdam y formarse como intérprete ruso. Tras su supuesta participación en el exterminio de tribus africanas, bajo el mando del oficial Ludwig von Erstoff, y los años que trabaja en Latinoamérica -Perú, Argentina y Brasil- como instructor técnico de diversos ejércitos, impulsa con acierto su carrera profesional hacia la diplomacia y la política.

Éste es el único camino de ascensión posible, a la espera de participar en la gesta épica que va a forjar su leyenda: la Primera Guerra Mundial. Su paso por la Gran Guerra, ya como general del Ejército alemán, despega su prestigio e influencia, obteniendo la exclusiva condecoración Pour-le-Merité, adjudicada a unos 680 combatientes de los miles de hombres que participaron en el frente. Von Faupei porta esta medalla del mérito con una distinción honorífica añadida: la simbolizada por una flor de tilo, asignada tan sólo a medio centenar de hombres. A partir de este momento, según Gleich, antes de que alguien entre en su despacho obliga a su secretaría a poner en conocimiento de las visitas el hecho de ser poseedor de tal distinción y de un falso título de barón del que en realidad no goza, pero que no duda en arrogarse en un delirio de grandeza y estatus social. El título nobiliario no deja de ser una mera anécdota, frente al hecho de haber sido el mentor de buena parte de los dictadores militares hispanoamericanos, como el mismo Perón, quien una vez retirado de la vida política llegó a afirmar con orgullo el haber pertenecido al "círculo de discípulos del barón Faupel".

Por lo tanto, Von Faupel deja de ser un oficial anónimo para convertirse en un héroe de guerra, cada vez más radicalizado e influenciado por la extrema derecha. Una ideología nazi que probablemente pudo adquirir en las "brutales masacres de las razas inferiores africanas", apunta Gleich, y por su adhesión a organizaciones extremistas tales como Volksbund für Arbeitsdienst y La Sociedad para el Estudio del Fascismo, a la que se afilia tras su regreso forzado a Alemania desde Perú (1929), ante la sospecha de estar preparando un golpe militar contra el presidente peruano Augusto Bernardino Leguía.

Tras su reaparición en Berlín, está a punto de encargarse de la gestión de la crisis en China. Pero en vez de convertirse en el apoyo de Chang Kai-Chek, y por tanto en rival directo de Mao Zedong, es nombrado director del Instituto Iberoamericano (1934). Un nombramiento con una clara finalidad: expandir la ideología nazi en Latinoamérica y España, a través de una prestigiosa organización de ámbito cultural. Una manera sutil de atenazar el choque bélico contra EEUU, Francia e Inglaterra.

La experiencia internacional le sirve para hacerse un hueco dentro de la cúpula militar nazi, al igual que a Ernst Röhm -jefe de las SA-. Aunque en los años 20 las carreras de Von Faupel y Ernst Röhm recorren trayectorias paralelas, el que fuera uno de los artífices en la creación de la Legión Cóndor sabe mantenerse en la cresta de la ola, mientras Röhm es traicionado por Himmler -jefe de las SS- y Göring -mariscal del III Reich en 1940-, quienes preparan su caída acusándole de complot junto al también dirigente nazi Gregor Strasser.

Ya comenzada la Guerra Civil, y a pesar de sus 60 años de edad, Von Faupel consigue cuajar sus ambiciones políticas cuando Hitler le convierte en máximo representante de la diplomacia alemana en la España nacional. Asignado al cargo al constituirse la Junta de Burgos, en octubre de 1936, se convierte oficialmente en embajador tras la entrega de credenciales junto a su homólogo italiano, Roberto Cantalupo, el 3 de marzo de 1937, en Salamanca. Su misión pasa entonces por favorecer la victoria de los nacionales con el fin de distraer a Inglaterra y Francia mientras el nazismo se propaga por el este de Europa.

Su cese como diplomático devuelve a Von Faupel a la presidencia del Instituto Iberoamericano y, tras unos años de obligado ostracismo, termina suicidándose tras la caída de Berlín a manos de las fuerzas aliadas. Von Faupel morirá junto a su mujer, Edith, al igual que muchos otros dirigentes nazis, incluido Adolf Hitler. 

jueves, 24 de enero de 2013

Miguel Ponte (1882-1952)

General de brigada partidario de Alfonso XIII, participa en la fundación de Renovación Española, interviene exitosamente en la contienda y ya en la Dictadura reclama a Franco la restauración de la Monarquía


El general Miguel Ponte y Manso de Zúñiga, definido por el historiador Hugh Thomas como un "conspirador monárquico", es el responsable de frenar el avance de las tropas republicanas hacia Zaragoza durante los meses de agosto y septiembre de 1937.

Nacido en Vitoria en 1882, se educa en un ambiente familiar noble y es descendiente de los condes de Hervías y de los marqueses de Bóveda y Limia, titulo que heredará. Recibe formación militar y pronto es enviado a Marruecos donde inicia una carrera militar llena de méritos que le llevan a ocupar el puesto de general de brigada del Arma de Caballería. Más tarde es nombrado jefe de la casa militar del rey Alfonso XIII.

Una vez instaurada la Segunda República, en 1931, se retira del servicio activo acogiéndose a la Ley Azaña y participa en todas y cada una de las conjuras antirrepublicanas que se dan durante estos años. Por esta razón no duda en apoyar el golpe militar del 18 de julio, a pesar de que éste no tiene una clara intención monárquica. Pero hay que recordar que para el general Ponte, así como para algunos otros militares monárquicos, este levantamiento militar es algo más que un golpe contra la República: supone un nuevo intento de restablecer la Monarquía española y procurar la vuelta de Alfonso XIII.

Tras las primeras semanas de crisis posteriores a la proclamación de la República comienza la recomposición del partido monárquico.

En mayo de 1931, Miguel Ponte, junto al general Orgaz, Ramiro de Maeztu y Sainz Rodríguez, establece la creación de un partido monárquico legalizado llamado Renovación Española. Este partido está apoyado ideológicamente por una revista, Acción Española, que dirige el propio Maeztu.

También se propone la creación de una organización que introduzca en el Ejército cierto ambiente revolucionario.

Además, Alfonso XIII inicia en el exilio un acercamiento a los carlistas, al entrevistarse en septiembre de 1931, con el pretendiente a la corona Jaime de Borbón. Las negociaciones para buscar un candidato común y acercar posiciones entre ambos bandos continúan tras la muerte del Borbón, al que le sucede su sobrino Alfonso Carlos de Borbón.


El general Ponte y Manso de Zúñiga será uno de los representantes de Alfonso XIII en estas conversaciones que finalmente no acabarán en acuerdo, debido a las exigencias tradicionalistas de los carlistas.

Ponte sigue de cerca todos los movimientos de la Monarquía en el exilio y los movimientos revolucionarios dentro del país. En agosto de 1932 se produce el pronunciamiento militar encabezado por Sanjurjo, que Ponte apoya sin condiciones.

Su fracaso provoca una dura represión por parte del Gobierno de Azaña y esto influye en la radicalización de la causa monárquica. Hay detenciones de representantes de organizaciones monárquicas y de aristócratas, a pesar de que su participación en la sublevación es, en muchos casos, improbable, pero la represión no se detiene ahí y pocos días después se firma una ley de expropiación que afecta sobre todo a este colectivo, que también sufre la depuración de funcionarios y militares.

Ante esta situación Ponte es acogido en Francia como refugiado político. Pero el exilio no frena su interés por la caída de la República. Durante su estancia en Francia mantiene contactos con grupos y militares conspiradores.

Ponte, como otros dirigentes monárquicos, es consciente del poco arraigo popular de sus posiciones. Esto explica tal y como afirma el historiador Javier Tusell, "la esperanza de los monárquicos estaba situada, como siempre, en los militares más que en cualquier organización política unitaria".

Por eso aunque pocos en número, la importancia de los dirigentes de Renovación Española en el levantamiento del 18 de julio juega un papel esencial, especialmente en los primeros momentos.

Nada más estallar el levantamiento militar, Ponte entra en España para apoyar a los sublevados, e interviene junto al general Saliquet en el alzamiento en Valladolid. Pocos días después, el 24 de julio, entra a formar parte de la Junta de Defensa Nacional, cuya función consiste en asumir el poder legal del país hasta la constitución en Madrid de un directorio militar. La Junta de Burgos será presidida por el general Cabanellas, al ser el militar de mayor antigüedad, y Ponte será, junto a Mola, Saliquet y Dávila, entre otros, vocal de la misma. Su paso por la Junta de Defensa sólo dura hasta el 18 de agosto.

En el ámbito militar Ponte es uno de los generales al frente de las tropas regulares y voluntarias que luchan en el Alto del León, donde será herido en varias ocasiones. Participa en la toma de Aragón, desempeñando la jefatura del 5º Cuerpo de Ejército al mando de Zaragoza.

Tras la ocupación de Aragón, Ponte marcha a Madrid, donde se hace cargo del cuerpo de Ejército que asedia la capital. Entre sus éxitos militares dentro de la contienda hay que destacar la ocupación de las estratégicas zonas toledanas de La Jara y de Puente del Arzobispo.

Acabada la Guerra, es ascendido a teniente general y pasa a desempeñar funciones militares en el incipiente régimen franquista, cada vez más asentado. Los monárquicos empiezan a comprender que la vuelta de la Monarquía a España está muy lejana. Cuando la Segunda Guerra Mundial comienza a inclinarse hacia las naciones aliadas, los monárquicos suponen que esta victoria puede afectar seriamente al régimen franquista y se deciden tímidamente a actuar.

En junio de 1943, 27 procuradores en Cortes, entre los que se encuentra el general Ponte, dirigen un escrito a Franco en el que le piden que España, ante la complicada situación exterior, potencie su neutralidad con la vuelta de la Monarquía al país, convencidos de que ésta es una garantía para el reconocimiento exterior.

Pero la propuesta significa también el relevo del Generalísimo en la jefatura del Estado, algo que Franco no está dispuesto a consentir. La carta no tiene mayor trascendencia, dado el férreo control informativo del momento.

Sin embargo, sí trae consecuencias negativas para algunos de sus firmantes que son destituidos de sus puestos.

Aún así Ponte, junto a otros siete tenientes generales, firma una carta que en septiembre de ese mismo año dirigen a Franco, para pedir, desde el mayor de los respetos y la lealtad respecto a su persona, cierto interés y sensibilidad hacia la causa monárquica.

Estas y otras iniciativas no van a suponer un cambio en el régimen político franquista y cuando en 1952 muere en Mahón el general Miguel Ponte y Manso de Zúñiga, el regreso de la Monarquía está aún lejos. 

miércoles, 23 de enero de 2013

Arturo Barea (1897-1957)

Escritor autodidacta comprometido con la República, tras desempeñar la labor de censor de prensa extranjera comienza a escribir para conjurar las secuelas de una Guerra que forjó la memoria de un rebelde

Madrid resiste el avance de las fuerzas nacionales. Han transcurrido diez meses desde la huida del Gobierno republicano a Valencia, y la ciudad sitiada -bajo el mando del general Miaja- continúa en el punto de mira.

Los periodistas extranjeros se afanan en contar el conflicto al mundo exterior. Un organismo es el encargado de controlar las informaciones que los corresponsales envían por conferencia telefónica a sus periódicos: la Oficina de Censura de la Prensa Extranjera. Arturo Barea, a raíz del traslado del Gobierno a Valencia, queda como delegado de la oficina en Madrid. Hasta el estallido de la Guerra, Barea había sido un empleado de una oficina de patentes y "un escritor en ciernes que no había escrito nada", según palabras de George Orwell.

Corre el mes de septiembre de 1937 y las presiones e intrigas políticas obligan a Barea a abandonar el puesto que ocupa desde agosto de 1936. Este afiliado a UGT, "admirador, dentro del PSOE, de la figura de Indalecio Prieto", tal y como señala el historiador Gabriel Jackson, había ingresado en la Oficina de Censura avalado por el Partido Comunista -al que no pertenecía y del que luego se distanciaría- gracias a la recomendación de un amigo y por la decisión del entonces jefe de la Oficina de prensa extranjera, Luis Rubio Hidalgo.

Entretanto, la cruda experiencia de la contienda ha calado hondo en Barea y se convierte en un revulsivo que le empujará a escribir: "Barea necesitó de la ayuda de la Guerra Civil para sentirse escritor", señala José Esteban, editor en los años 70 de la obra del autor. Su gran trilogía autobiográfica, La forja de un rebelde, conformada por La forja (que abarca su niñez y adolescencia), La ruta (en la que narra su experiencia en la Guerra de Marruecos) y La llama (sus memorias sobre la Guerra Civil), se materializará años más tarde, pero comienza a tomar forma en su mente mucho antes, bajo las bombas del Madrid sitiado.

Arturo Barea nace en Badajoz el 20 de septiembre de 1897, aunque con sólo dos meses su familia se traslada a Madrid. Su infancia y adolescencia discurren entre dos ambientes opuestos que reproducen la brecha social de la España de la época. Los fines de semana, Barea vive en una humilde buhardilla con su madre, una lavandera viuda que trabaja duramente para sacar a sus hijos adelante. El resto de los días, está al cuidado de unos tíos acomodados, sin hijos, gracias a los cuales puede asistir a un colegio privado y soñar con un prometedor porvenir como ingeniero. Pero el joven Barea no puede evitar sentirse anclado en tierra de nadie: "...Así es que para insultarme, me ha ocurrido que los ricos me han llamado el hijo de la lavandera y los pobres me han llamado el señorito".

Sus expectativas de futuro se quiebran con la muerte de su tío: con 13 años, tiene que dejar las aulas e ingresar como aprendiz en una tienda. Tras abandonar ese trabajo, consigue un puesto en un banco del que también acabará escapando en un alarde de rebeldía.

A principios de la década de los años 20 es llamado a filas y enviado a la Guerra de Marruecos, una experiencia que le dejará un sabor amargo. En esa época contrae el tifus y sus secuelas le perseguirán toda la vida. Tras abandonar el ejército, consigue una posición laboral desahogada al frente de una importante casa de patentes y tiene cuatro hijos, fruto de un matrimonio que acabará haciendo aguas.

Durante la República, Barea demuestra su compromiso político participando activamente en el sindicato UGT, al que pertenecía desde muy joven.

Tras el levantamiento militar del 18 de julio del 36, no duda en sumarse a la resistencia popular participando en el asalto al madrileño cuartel de la Montaña. A partir de agosto, se vuelca de lleno en su nueva labor como censor y el 7 de noviembre de 1936, cuando el Gobierno republicano huye a Valencia, él decide mantenerse firme en su puesto.

El emblemático edificio de la Telefónica, en la Gran Vía madrileña, es el escenario de fatigas, angustias e interminables horas de trabajo. Barea siente sobre sus hombros todo el peso de su misión: "Había caído de lleno sobre mí la responsabilidad de la censura para todos los periódicos del mundo y el cuidado de los corresponsales de guerra en Madrid. Me encontraba en un conflicto constante con órdenes dispares del Ministerio en Valencia, de la Junta de Defensa o del Comisariado de Guerra".

En este contexto, entra en su vida -y se queda para siempre- la combativa periodista e intérprete austríaca Ilsa Kulcsar, su compañera en la tarea de reorganizar el servicio de prensa y censura de Madrid. Más tarde, por encargo del general Miaja, Barea comienza a combinar su labor de censor con las emisiones de radio al extranjero. En esas charlas nocturnas dirigidas al mundo exterior se esconde tras el seudónimo La voz incógnita de Madrid.

La mirada del escritor John Dos Passos nos devuelve el reflejo del Barea de aquella época: "En la gran oficina quieta encontráis a los censores de prensa, un español cadavérico y una mujer austríaca, regordeta, de voz agradable (...). No es sorprendente que el censor sea un hombre nervioso; parece mal nutrido y falto de sueño. Habla como si entendiera, pero sin sacar ningún placer personal de ello, la importancia de su posición como guardián de estos teléfonos que son el lazo de unión con países técnicamente en paz".

Los escollos a los que se enfrenta Barea los resume Orwell con estas palabras: "Su trabajo en la Oficina de Censura, aunque sabía que era útil y necesario, fue una lucha primero contra el burocratismo y luego contra las intrigas de trastienda. La censura nunca era total, porque casi todas las embajadas eran hostiles a la República, y los periodistas, irritados por estúpidas restricciones -las primeras instrucciones del señor Barea eran no filtrar "nada que no fuera una victoria por el Gobierno"- saboteaban todo lo que podían".

Los horrores de la Guerra enseguida le pasan factura y su salud física y mental se debilita. Entonces, Barea esquivará los fantasmas escribiendo. Su primer cuento es el resultado de una de sus crisis nerviosas: "...Se lo di a Ilsa y vi que la emocionaba. Si hubiera dicho que no era bueno, creo que nunca hubiera intentado volver a escribir, porque hubiera significado que no era capaz de tocar las fuentes escondidas de las cosas".

Sus recuerdos de aquellos días moldearán un auténtico fresco de la época: "El enemigo estaba en las puertas y podía irrumpir de un momento a otro; los proyectiles caían en las calles de la ciudad. (...) Nadie sabía quién era un amigo leal; nadie estaba libre de la denuncia o del terror, del tiro de un miliciano nervioso o del asesino disfrazado que cruzaba veloz en un coche y barría una acera con su ametralladora (...). Se caminaba con la muerte al lado". En la cabeza de Barea comienza a bullir la idea de escribir su historia para tratar de comprender, a través de ella, la de su propio pueblo: "... me daba cuenta de que no podía escribir más artículos ni más historias de propaganda, sino dar forma y expresar opinión de la vida de mi propio pueblo, y que para aclarar esta visión tenía primero que entender mí propia vida y mi propia mente".

En septiembre de 1937, Barea es destituido como censor y poco después también se ve obligado a abandonar la radio. En noviembre de ese mismo año decide dejar Madrid, junto con Ilsa, y se traslada a Alicante primero, y a Barcelona después. Allí, la tensión de los bombardeos sigue resquebrajando su salud: "Era claro que tendría que abandonar mí país si no quería volverme loco.Tal vez lo estaba ya".

En febrero de 1938, tras obtener el divorcio de su mujer, contrae matrimonio con la austríaca y obtiene el permiso para salir de España. En esos días, el manuscrito de su primera colección de cuentos, Valor y Miedo, es aceptado por Publicaciones Antifascistas de Cataluña.

A finales de mes, la pareja cruza la frontera rumbo a París. Viven cerca de un año en la capital francesa, rodeados de penurias económicas que intentan capear con artículos, traducciones y clases ocasionales.

En marzo de 1939, casi al tiempo en que se produce la caída de Madrid, el matrimonio Barea desembarca en Inglaterra y se asienta en un pequeño pueblo al norte de Londres. En esa tranquilidad campestre "se recuperó de forma gradual de su crisis", señala el historiador Nigel Townson.

Barea consigue adaptarse a la vida social y cultural de ese país y comienza a trabajar en el servicio mundial de la BBC ofreciendo charlas dirigidas a los oyentes de América Latina bajo el seudónimo de Juan de Castilla. Su esposa Ilsa, cuyo inglés era magnífico, juega un papel clave en la proyección de Barea, según señala Townson: "Tanto en términos lingüísticos como intelectuales y emocionales, la contribución de Ilsa al trabajo de Arturo no se puede subestimar, Ilsa le proporcionó estabilidad, inspiración e incluso los medios gracias a los cuales pudo escribir»"

Su gran obra, La forja de un rebelde, aparece entre 1941 y 1946 (La forja en 1941, La Ruta en 1943 y La Llama en 1946), bajo la dirección editorial del escritor T.S. Eliot. Su primera edición es en inglés y fue traducida por su mujer.

La publicación en castellano no ve la luz hasta 1951, en Buenos Aires. Este texto tiene que ser retraducido del inglés, ya que se había perdido el manuscrito original. La crítica aplaude la obra, que es editada en varios idiomas, y escritores de la época como Orwell se hacen eco de ella. Así, éste escribiría sobre La forja: "Se diría que tras las páginas del señor Barea se oye el fragor de las batallas del futuro y lo que con seguridad se valorará más de este libro es que constituye una especie de prólogo de la Guerra Civil, un retrato de la sociedad que la hizo posible". El Times de Londres, cuenta Townson, afirma: "Es dudoso que haya aparecido un retrato más convincente del yunque en el cual se forjó un rebelde". La tercera parte de la entrega, La llama, es calificada como "un libro extraordinario" por Orwell, que destaca además: "Una meditación que suscita este libro es lo poco que sabemos de la Guerra Civil por boca de españoles".

En España, el silencio envuelve la obra de Barea. Aunque, según el escritor Andrés Trapiello, "pese a que el libro circuló en nuestro país de forma restringida y clandestina, fueron muchas las voces de aquí y del exilio que lo señalaron como una obra excepcional". Para este autor, la trilogía "por momentos recuerda a Galdós, o a Baroja, o al expresionista Solana. Con todos ellos tiene que ver, porque Barea es un hombre que únicamente quiere hablar de la realidad y de la vida. Pero Barea sólo suena a sí mismo...".

Tras el éxito, Barea publica ensayos sobre Lorca y Unamuno: Lorca, el poeta y su pueblo (1944) y Unamuno (1952) o críticas como las que dedicó a Hemingway por su novela sobre la Guerra Civil española: ¿Por quién doblan las campanas?.

En 1951 publica su siguiente novela, La raíz rota, sobre las consecuencias de la Guerra Civil y el dolor del exilio.

Su vida social es activa: en 1952, Barea es profesor visitante en la Universidad Estatal de Pensilvania y en 1956, gracias a su éxito como locutor, la BBC le organiza una gira por Argentina, Chile y Uruguay. Allí ofrece conferencias y firma libros.

Todo a pesar, según cuenta Townson, de los esfuerzos de las embajadas franquistas por cambiarle el nombre por el de "Arturo Beria", en referencia al jefe de la policía bajo el régimen de Stalin.

En la Nochebuena de 1957, Barea fallece a causa de un infarto en "un rincón pacífico de la Inglaterra rural", según recoge su viuda en el prólogo de la colección de cuentos, El centro de la pista, que se publica tras su muerte, en 1960, y que recupera temas de la trilogía y otros nuevos relacionados con la vida de Barea en el exilio. Su amigo, el músico y escritor Roland Gant -quien le describía como "inconfundiblemente español, aunque estaba orgulloso de haber adoptado la nacionalidad británica"- recordaría un par de años después de su fallecimiento que Barea le había dicho en una ocasión "que quería morir bajo el sol, con una botella de vino y un trozo de pan con ajo a su lado. Quería, de hecho, morir en paz". Un deseo que, tal y como señala el escritor Gregorio Torres, parece una añoranza de sus vivencias infantiles en Brunete, Méntrida y Navalcarnero. No cumplió ese anhelo, pero sí el de morir en paz, porque lo hizo "en los brazos de su esposa".

Entonces, su trilogía aún no había sido publicada en el país que lo vio nacer. "Su largo exilio terminará el día que se publique su obra en España", afirma Gant.

Pero aún debían de pasar 20 años desde la muerte de Barea para que su obra se vendiese en España. La normalización democrática traería a las librerías españolas "una novela mítica durante la posguerra" en palabras de Francisco Umbral, y "uno de los relatos más estremecedores que existen sobre la Guerra Civil y sus antecedentes", según Townson.

Esta apertura de la obra al gran público español se consolida con la adaptación de La forja de un rebelde a la pequeña pantalla, a finales de los años 80, bajo las órdenes de Mario Camus.

En el año 2000, el lanzamiento de Palabras recobradas, un volumen que reúne cartas, ensayos y artículos inéditos en España, recupera otra parte importante de la imprescindible memoria de Arturo Barea.