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domingo, 30 de septiembre de 2012

Walter Krivitsky (1899-1941)

Jefe de los espías soviéticos en territorio español y uno de los organizadores de la salida del oro republicano hacia Moscú, tras el comienzo de las purgas denuncia la política dictatorial de Stalin y colabora con el FBI 


“La historia de la intervención soviética sigue constituyendo el misterio más trascendental de la Guerra Civil. Hoy puedo decir que la URSS intervino por interés político, para incluir a España dentro de su sombra política”. La acusación es tajante. Sin embargo, su autor no es ningún miem­bro del Ejército nacional, ni tampoco nin­gún aliado del general Franco. 

Se trata de Walter Krivitsky, jefe del ser­vicio militar soviético y uno de los más destacados espías a las órdenes de Stalin que despliegan sus estrategias de actua­ción en la Península durante los años que dura la contienda. La duda surge de inme­diato. ¿Cómo puede un alto oficial del régimen comunista, fiel aliado de Stalin durante años, pronunciarse tan duramen­te contra su país? ¿Qué le ha hecho cam­biar tan radicalmente de opinión? 

El agente soviético que posteriormente será conocido como Walter Krivitsky nace en Ucrania en 1899. Su nombre real es Samuel Ginsberg, pero tiene que cambiár­selo por Krivitsky durante el periodo de la Revolución Rusa. De padre judío, un mer­cader de amplias influencias, el pequeño Walter crece en un ambiente cultural cosmopolita, pues a su dominio del hebreo se añade pronto el del alemán, polaco y ucraniano. A los 13 años ingresa en el movi­miento obrero ruso y a los 18 ya forma parte del entramado del Partido Marxista, integrán­dose dentro del Servicio de Inteligencia Estatal. 

A partir de 1923, Krivitsky comienza a participar en el espiona­je militar extranjero. Entre las muchas ventajas con las que cuenta para desempeñar este papel destaca su excelente conocimiento de Europa occidental, merced a los viajes realizados con su padre. En ese mismo año es enviado a Alemania, en una intentona de Stalin por prender allí la mecha de la revolución comunista, y posteriormente es trasladado a Austria, donde trabajará junto con otro destacado espía soviético, Ignace Reiss. En 1933, Krivitsky se esta­blece en Holanda como director de Inteligencia, y su área de influencia y actuación queda circunscrita a Europa occidental. Bajo su mando, desarrolla toda una infraestructura de agentes soviéticos que trabajan para el régimen de Stalin. 

El 18 de julio de 1936, Waltel Krivitsky se encuentra en su cuartel general de La Haya, ciudad en la que reside con su mujer y su hijo y dedicado en cuerpo y alma al espionaje en Alemania. Nada más conocer el levantamiento en España, Krivitsky envía a dos hombres (uno a Lisboa y otro a la frontera hispanofrancesa) para poder mantener informado a Stalin de cualquier suceso de relevancia. Pero la URSS no manifiesta interés por la República espa­ñola. Se queda al margen. 

Más adelante, el propio Krivitsky relata­rá que toda la intervención de la URSS en el conflicto español es otra estratagema de Stalin para “convertir España en un satélite más de su influencia”. España no es sino una ficha más en el tablero internacional que Stalin quiere componerse para sí mismo, afirma Krivitsky. 

Una ficha que debe ser movida bajo una premisa esencial: el sigilo. La gran potencia comunista ha firmado el Pacto de No Intervención, y Stalin no desea crisis diplomática alguna con Gran Bretaña o Francia. A finales de agosto de 1936, Krivitsky recibe en Holanda un tele­grama de Moscú con instrucciones claras: “Extienda inmediatamente sus operacio­nes para cubrir la Guerra Civil española. Movilice a todos los agentes y todas las instalaciones disponibles para la organiza­ción de un sistema para comprar armas y transportarlas a España” 

Krivitsky queda encargado de elaborar y preparar una red europea de casas comer­ciales “con apariencia de independencia” con objeto de importar y exportar material de guerra a España. A partir del 21 de septiembre, esta compleja cadena comien­za a funcionar, y en un plazo de 10 días, Krivitsky levanta un imperio ficticio de puertos mercantiles en ciudades como Londres, París, Copenhague, Amsterdam, Varsovia, Praga, Bruselas o Zurich, cada una de ellas controlada por un agente del servicio secreto ruso. Los contactos y la compraventa comienzan a desarrollarse con fluidez, y en 30 días, a mediados de octubre del 36, se envían los primeros car­gamentos de armas a la España republica­na. El abastecimiento de aviones para la defensa de Madrid también es una de las tareas de las que se encarga Krivitsky. “Los 140 millones de libras en oro que el Gobierno republicano estaba dispuesto a gastar en material bélico” son, como señala él mismo, la recompensa que espe­ra a Stalin y a toda la URSS por estos esfuerzos. 

Pese a que Krivitsky jamás admite res­ponsabilidad alguna, son muchos los autores que le señalan como el principal responsable de la salida del oro del Gobierno de la República hacia Moscú, entre otras razones porque era el jefe del espionaje ruso en España. 

Él, sin embargo, reparte culpas entre el comisario político Arthur Stashevsky, “encargado de manipular las riendas polí­ticas y financieras de la España republica­na” y Juan Negrín, entonces ministro de Hacienda y “el hombre que consigue con­vencer al Gobierno de Largo Caballero para cambiar el oro por las armas”. 

“El oro contabilizado era tal, que el últi­mo cargamento, llegado al puerto de Odessa en diciembre de 1937, si se colo­case a lo largo y ancho de la Plaza Roja de Moscú, la cubriría por completo”, señala Krivitsky. La Plaza Roja tiene una exten­sión superior a los 70.000 metros cuadra­dos. Sin embargo, la relativa prosperidad con la que Krivitsky elabora los planes para comerciar con el Gobierno republica­no salta por los aires con el inicio de las purgas stalinistas. Muchos de sus colabo­radores, aquellos que saben demasiado y que por tanto pueden poner en un aprie­to al dictador, van siendo fulminantemen­te asesinados o desparecen misteriosa­mente. En 1937, temiendo por su propia vida y la de su mujer e hijo, y tras conocer el asesinato de su viejo colaborador Reiss, Krivitsky huye a Canadá y cambia su nombre por el de Walter Thomas. 

En 1939, Walter Krivitsky toma dos decisiones que, muy posible­mente, le encaminan hacia su mortal des­tino. En respuesta a la gran purga de Stalin y también para ganarse la confianza y la protección de las autoridades esta­dounidenses, comienza a colaborar con el FBI sobre la red de espías soviéticos esta­blecida en Gran Bretaña. 

Al menos 61 agentes de la URSS son delatados. Además, Krivitsky escribe sus memorias para The Saturday Evening Post, en las que se posiciona como un comunista arrepentido y muy crítico con Stalin. La compilación de sus escritos darán lugar al año siguiente a su famosa autobiografía Yo, jefe del Servicio secreto militar soviético

El 10 de febrero de 1941, aparece muerto en su habitación del Bellevue Hotel, en Washington. Aunque su muerte se achaca a un suicidio, se especula con que alguien haya eliminado una molesta ficha que se había salido del tablero sovié­tico.

sábado, 29 de septiembre de 2012

Simone Weil (1909-1943)

Conocida como “La santa roja” por abrazar a un tiempo el cristianismo y el comunismo, se enrola en la Columna Durruti para combatir en el Frente de Aragón, una experiencia que exacerbará su pacifismo 

Para unos fue una visionaria mística y una revoluciona­ria; para otros, una idealista utópica al borde de la locu­ra. La pensadora y escritora francesa Simone Weil, conocida por el apodo de La santa roja, es uno de los personajes más singulares del siglo XX. Nace en París el 3 de febrero de 1909, en el seno de una familia burguesa de origen judío. Su familia tiene una gran influencia a lo largo de su vida. Es educada en el agnosticismo, producto de la enseñanza laica francesa y de la voluntad de sus padres, que habían abandonado toda práctica religiosa. 

Desde pequeña destaca en los estu­dios. Gracias a la sensibilidad de los padres, Simone recibe una educación amplia y profunda. Se interesa muy pronto por la civilización griega y roma­na, así como por la poesía y la literatura. Esta atracción por la cultura se une a su preocupación por los más desfavoreci­dos, sentimiento que le brota al observar la miseria humana que produce la Primera Guerra Mundial. 

Esta sensibilidad hacia los más débiles la acompañará siempre. Su interés por la Filosofía la lleva rápida­mente a la actividad políti­ca. Alain, profesor de Filosofía en el Instituto Henri IV, es el encargado de instruirla entre los años 1925 y 1928. A partir de ese momento, Simone Weil comienza a formar su pensamiento a base de numerosos escritos. 

Durante su etapa como alumna en la Escuela Normal Superior (1928) mantiene com­promisos activos en aconteci­mientos sociales y políticos. Crítica con la administración educativa, Weil escribe afi­lados artículos sobre el poder y la función de los gobernantes. 

En 1931, con tan sólo 22 años, ya es catedrática de Filosofía en el Instituto de Le Puy, una localidad en el corazón de la Auvernia. Allí intensifica su vida política colaborando, sin llegar a afiliarse, con los movimientos sindicales y la revolución proletaria. Su implicación llega a tal ex­tremo que reparte su paga entre los para­dos, además de mezclarse entre los obre­ros como una más. Esta es una de las cla­ves que recorren la historia de Weil: llevar sus ideas teóricas a la práctica. Su activis­mo social y político no gusta en el Instituto donde trabaja y es desplazada a Auxerre primero y, después, en 1933, a Roanne. 

Aquí es mejor acogida por sus compa­ñeros de trabajo e incluso imparte un curso sobre el marxismo. Pero por otro lado, Weil empieza a desencantarse de un mundo sindical demasiado burocratizado donde hay mucha distancia entre pensamiento y hechos. 

Es en este momento cuando Weil ejemplifica lo que es llevar la teoría a la práctica. Primero publica un libro de re­flexiones sobre el marxismo. Reflexiones sobre las causas de la libertad y de la opresión social (1934), y después deja la enseñanza para irse a tra­bajar como peón en la parisina Renault durante un año. 

Su experiencia en la fábrica queda recogida en su Journal d'usine, un diario en el que reco­ge sus vivencias como obrera. Según uno de sus biógrafos, “la prueba rebasó sus fuerzas. Su alma fue como aplasta­da por aquella conciencia de la desgra­cia que le marcó para toda la vida”. 

Ella misma da constancia de lo que vivió en la fábrica de automóviles: “Allí recibí para siempre la marca de la escla­vitud, como la marca a hierro candente que los romanos ponían en la frente de sus esclavos más despreciados. Después me he considerado siempre como una esclava”. Quizás para recuperarse, viaja con sus padres a Portugal y allí tiene su primer contacto con el cristianismo. Del abrazo entre comunismo y cristianismo le viene el apodo La santa roja

En 1936 estalla la Guerra Civil espa­ñola y Simone Weil quiere participar activamente en la defensa contra los sublevados. Durante unas vacaciones, contacta con libertarios catalanes y se alista como brigadista. Entra a formar parte de la Columna Durruti en el Frente de Aragón. 

“El único icono de la Historia en que un místico lleva un arma”, dice José Jiménez Lozano de una fotografía en la que Weil aparece con el mono y el gorro de los anarquistas y el fusil en bandole­ra. La guerra vuelve a marcarla negativa­mente. Las armas y la muerte provocan en ella un gran sufrimiento, llegando a pronunciarse en contra de cualquier enfrentamiento bélico por ser opuestos a la consecución de la justicia y la libertad humanas. Su pacifismo visceral se siente ultrajado al presenciar los fusilamientos de un sacerdote y de un falangista ado­lescente. Es evacuada del Frente de Aragón poco después de haber llegado tras abrasarse la pierna con una sartén. 

En los dos años posteriores a su abandono de la Guerra Civil española viaja a Asís (Italia) y a Solesmes (Francia), donde tiene sus primeras experiencias místicas. En libros como A la espera de Dios, Weil narra sus viven­cias en las que confiesa cómo sintió que Cristo la “tomaba”. 

En una carta al padre J.M. Perrin, con el que mantuvo una intensa correspon­dencia en los últimos años de su vida, Weil dice: “Usted no me ha transmitido la inspiración cristiana ni la figura de Cristo; cuando yo lo conocí, nada que­daba por hacer en ese aspecto. Todo se había llevado a cabo ya sin la interven­ción de ningún ser humano. Si no hubiera sido así, si no hubiera sido tomada anteriormente por Cristo [...] no lo habría aceptado”. 

Su familia se ve obligada a huir de Francia con la ocupación alemana en 1940. Primero se refugian en Marsella, donde Weil trabaja como jornalera agrí­cola, al mismo tiempo que traduce a Platón. Las autoridades franco-alemanas la acusan de resistente, pero la ponen inmediatamente en libertad “por loca”. En 1942, huye con su familia a Nueva York, donde pasa varios meses a regañadientes, ya que su deseo es trasladarse a Londres para participar en la resistencia que desde allí dirige el general De Gaulle y sacrificarse por la causa. En lugar de eso, se le encarga que escri­ba propuestas e informes sobre cómo podría encauzarse la reconstrucción de la sociedad francesa una vez se logre derrotar a los alemanes. Esos textos, desechados por utópicos, serían rescata­dos años después por Albert Camus, que los recopilaría en el libro Echar raíces

Finalmente, en noviembre del año 1942 consigue que la envíen a Londres, donde la admiten como funcionará de la Francia Libre que organiza la resisten­cia. “¡Está local”, exclamó De Gaulle cuando Weil le propuso que la manda­ran en paracaídas a la Francia ocupada. 

Su solidaridad con los franceses en el frente la lleva a no querer probar más alimento que el que la población comía, lo que termina de agravar una tubercu­losis que le acababa de ser diagnostica­da. Simone Weil muere en Londres el 24 de agosto de 1943, a los 34 años de edad.

Antonio Aranda Mata (1888-1979)

Protagonista de la resistencia a ultranza de los nacionales en Oviedo, el coronel Aranda proclama el estado de guerra en la capital asturiana tras haber engañado al bando republicano sobre su lealtad frente al alzamiento 

Tras 91 días de asedio, el coronel Aranda logra en octubre de 1936 abrir un pasillo que comunique Oviedo con la zona nacional. Hasta noviembre de 1937 no lograría romper definitivamente el cerco a la ciudad asturiana, acción que le brindará la Cruz Laureada de San Fernando. Lo que no había logrado por su brillante actuación en la Guerra de Marruecos lo obtendrá entonces, tras resistir 15 meses al asedio de las tropas de la República, unas fuerzas muy superiores a las suyas en número y en recursos bélicos. La orden señala su “heroica actuación (.,.), que merced a la previ­sión, serenidad, talento y valor perso­nal, ha enriquecido la Historia patria con hechos brillantes, pocas veces igualados”. 

En efecto, el talento es un atributo muy repetido en la fama que precede al coronel Antonio Aranda, nacido en Leganés (Madrid) en 1888. Ingeniero geógrafo y militar de carrera, el coro­nel, a sus 52 años, puede presumir de una brillante trayectoria en las filas del Ejército español, en el que Ingresó cuando apenas era un adolescente. 

Su estrategia militar es una de las más celebradas durante la Guerra de Marruecos y en 1925 le vale el ascenso a coronel, que logró con el número dos en el escalafón. Tras aplastar, junto a un grupo de generales, la rebelión asturia­na en 1934, Aranda obtie­ne un nuevo reconoci­miento y es destinado a esa provincia. 

Los historiadores definen a este hom­bre corpulento y de viva mirada como “estudioso, inteligente, de ideas claras y gran capacidad de trabajo”; un mili­tar que goza de “gran prestigio técnico y personal entre sus compañeros”, según Crónica de la guerra española. Un alto mando del Ejército carismático, en suma, que va a protagonizar uno de los episodios más controvertidos del Frente Norte durante la contienda civil. 

El 18 de julio, cuando estalla el alza­miento militar, presta sus servicios como comandante militar de la plaza de Oviedo, lugar donde había sido des­tinado después de sofocar la rebelión minera asturiana contra el Gobierno republicano en el año 1934. 

En Madrid nadie duda de su lealtad al Gobierno: el republicanismo del coronel es público y notorio desde mucho antes de la caída de la Monarquía. Nada más conocer la noti­cia del levantamiento, Antonio Aranda asume el mando. 

El Frente Popular se pone inmediata­mente a sus órdenes, seguro de contar con un fiel colaborador. Pero pasan las horas y empieza a cundir la preocupa­ción entre las filas republicanas: Aranda guarda silencio sobre su postura ante el levantamiento. El Gobierno le insta a que declare públicamente su lealtad a la República y le pide que envíe urgentemente refuerzos a la capital. 

Aranda obedece, pero sólo llegarán a su destino unos pocos hombres. Mientras tanto, anarquistas y comunis­tas asturianos le piden armas para poder sofocar la rebelión militar en la provincia. El coronel retrasa la entrega alegando cuestiones de procedimiento, asuntos protocolarios, artículos de reglamento: mientras está reunido con el Frente Popular, le llega un despacho telegráfico ordenándole entregar las armas. Aranda pone una excusa y abandona la reunión. 

Poco después, los jefes de Cuerpo son convocados al despacho de Antonio Aranda para escuchar, atóni­tos, su decisión de sumarse a los mili­tares levantados en armas contra el Gobierno. Aquella mañana del 19 de julio, así lo había convenido con el general Mola en una conversación telefónica. 

Se lo hará saber al Gobierno más tarde, con una nota escrita a mano sobre el mismo telegrama en el que ha recibido la orden de entregar las armas a las milicias populares: “No se cumple por ser contrario al honor militar y a los verdaderos intereses de la patria. Tómense las medidas oportunas para dominar Oviedo”. El grito de “¡Viva España!” que lanza Aranda a las diez de la noche por la radio disipa cual­quier duda que pudiera quedarle al pueblo asturiano sobre la postura del coronel ante el alzamiento. 

Se ha discutido mucho sobre si el coronel tenía planeado de antemano sumarse a la sublevación militar o si, por el contrario, lo decidió de súbito tras aquella conversación con el gene­ral Mola, que quizá logró convencerle de que apoyara su causa en un momento de duda. 

Se dice también que, antes de decla­rarse favorable a la sublevación, Aranda se había asegurado de que contaba con el apoyo de la Guardia Civil y de la Guardia de Asalto de Oviedo, pese a que el comandante de este último cuerpo, Ros, profesara conocidas simpatías por las izquierdas. Todavía hoy, la decisión de Aranda sigue siendo uno de los episodios más oscuros de la Guerra Civil española. 

Cuando Antonio Aranda proclama el estado de guerra en la capital asturia­na el 20 de julio de 1936, la decisión coge desprevenidos tanto a sus compa­ñeros del bando sublevado como a los republicanos, que no salen de su asom­bro ante lo que consideran una traición inaudita de un militar cuya fidelidad al Gobierno nadie puso nunca en duda. 

Una vez hecha pública su decisión, la tarea que tiene por delante el coronel no parece sencilla: por un lado, las mili­cias populares estrechan un cerco alre­dedor de Oviedo que lograrán mante­ner durante casi cuatro meses; por otro, apenas un puñado de hom­bres secundan la sublevación en Oviedo. Con todo, Aranda logra atraer a unos 800 jóvenes falangistas a las filas antigubernamentales. 

Aunque ha conseguido desha­cerse de numerosos efectivos republi­canos al enviarlos, tal y como le pidió el Gobierno, a defender Madrid en unos convoyes que serán interceptados por las fuerzas sublevadas, la tarea no va a resultar fácil. 

Las cosas se complican por momen­tos: al constante asedio de las milicias a las puertas de la ciudad se añade la resistencia de Gijón y del resto de la provincia ante el levantamiento. El director de la fábrica de cañones de Trubia pone sus valiosos recursos béli­cos, con los que contaba para llevar a cabo sus planes, a disposición de los mineros, a pesar de los repetidos requerimientos del coronel. 

A Aranda no le queda más remedio que recluirse en la única plaza que los sublevados han conseguido tomar, la capital asturiana, y defenderla con todas sus fuerzas hasta que llegue el momento de pasar a la ofensiva. 

Pese a verse obligado a adoptar esta estrategia defensiva ante la abrumado­ra presión de las milicias populares, Aranda sabe que aún queda esperanza para el bando nacional, y decide poner al servicio de esta causa su amplia experiencia en el arte de la guerra. Pero Asturias no es Marruecos, y la situación exigirá al coronel toda su habilidad para lograr su objetivo. 

Aranda no es hombre de improvisa­ciones y tiene a su favor un sóli­do conocimiento de la orografía asturiana, que le permitirá dise­ñar la estrategia defensiva más adecuada. Pasan los meses y el Frente de Oviedo no parece moverse: los republicanos no avanzan, pero Aranda consigue no retroceder ni un milímetro. 

Por fin, en el otoño del año 1937, el coronel lanza una ofensiva sobre las fuerzas apostadas a las puertas de la ciudad que le permite levantar el cerco y continuar avanzando por la provincia. 

Tras el triunfo de Aranda, Oviedo pasa a la Historia militar como la pri­mera ciudad que se defiende con éxito, y “la primera etapa de una nueva tác­tica militar urbana que conocería luego ejemplos como Madrid, Huesca o Stalingrado”, según Crónica de la Guerra española

Cerrado el Frente Norte, para Aranda todo será avanzar al frente de sus tro­pas conquistando territorio para los nacionales. El coronel interviene, hasta el final de la guerra, en las campañas de Teruel, Montalbán, Utrilla, Morella y Vinaroz, apuntándose aquí, ya laurea­do, un nuevo mérito: el de lograr dividir en dos partes el territorio republicano. 

La guerra terminará para el coronel con la entrada triunfal de sus tropas en Valencia, feudo del Gobierno de la República, ya a punto de claudicar ante los militares rebeldes. Tras su brillante actuación durante la contienda, Aranda tiene ante sí una paz llena de reconoci­mientos. Pero, de nuevo, el destino del coronel vuelve a burlarse de todos los pronósticos, aunque esta vez a su pesar. 

No habrá honores militares ni ascen­sos para Antonio Aranda; tampoco ter­minará sus días disfrutando del presti­gio que tan a pulso se había ganado en el frente. El nuevo régimen le enco­mienda la dirección de la Escuela Superior del Ejército; Aranda también presidirá, entre 1939 y 1943, la Real Sociedad Geográfica. Unos cargos que, a todas luces, resultaban por sí solos decepcionantes para alguien que se había destacado tanto durante una guerra que, por ende, se había decan­tado del lado de su bando. 

Pasa el tiempo, y Antonio Aranda continúa sin obtener ningún ascenso significativo. Más tarde se sabrá que ese olvido es el resultado del apoyo de Aranda al sucesor al trono de los Borbones, don Juan, que continúa en el exilio a la espera de nuevos aconteci­mientos. 

Pocos años después de terminar la guerra, el coronel Aranda y un puñado de generales monárquicos piden a Franco que abdique a favor de don Juan de Borbón; el dictador desoye su petición y ellos comienzan a conspirar contra él. Se ha llegado a decir de Aranda que fue “el hombre más odia­do por Franco y el hombre que más odió a Franco”. Su declarada simpatía por el bando aliado durante la Segunda Guerra Mundial levanta ampollas en el nuevo régimen. Su conocida pertenen­cia a la masonería tampoco le ayuda a despertar simpatías en el nuevo escenario de la dicta­dura franquista. 

Cuentan que en una ocasión, al ser acusado de masón por un falangista, Aranda replicó: “Decidle a vuestro amo que también lo era cuando resistí en Asturias”. El enfrentamiento con el dictador acaba empujándole a la reserva antes de cumplir la edad reglamentaria para ello. Franco, no satisfecho con esta medida, le destierra a las Islas Baleares; se dice que, además, el gene­ral dicta un curioso bando pensado exclusivamente para el coronel, dispo­niendo que todos los generales que tengan una edad determinada y se apelliden Aranda serán cesados. 

Poco más se sabrá de aquel coronel que protagonizó tantos episodios favo­rables para el bando vencedor durante la guerra. En las postrimetrías del fran­quismo, lleva una vida anónima en Madrid, como un ciudadano más. 

Sin embargo, muerto el dictador, con la llegada de la democracia y ya enca­rando el final de su vida, Aranda logra­rá finalmente el ascenso que le fue negado tantos años atrás, nada más terminar la contienda. Aunque, esta vez, su nueva condición de teniente general del Ejército no la obtendrá por sus méritos militares, sino por la defen­sa que realizó de la causa monárquica, y no le será concedido por sus compa­ñeros de guerra, sino que le vendrá de la mano del nuevo Rey de España, don Juan Carlos I, en el año 1976. Pocos meses después, Antonio Aranda Mata, muere en Madrid a la edad de 89 años.

viernes, 28 de septiembre de 2012

Coronel Beorlegui (1888-1936)

Al mando de una columna de 2.000 hombres, logra conquistar Irún y San Sebastián en septiembre de 1936, impidiendo el aprovisionamiento extranjero al cortar la comunicación de la zona republicana con Francia 

A pesar de que, al hablar de los hechos de guerra del bando nacional, se suele recordar a los generales que lucharon en los frentes de Madrid, Teruel o el Ebro, existen también jefes militares que, sin alcanzar nunca la fama de estos, contribuyen a la formación de un territorio estable bajo domi­nio de los alzados en los primeros com­pases de la guerra. 

Uno de estos jefes es el coronel Beorlegui, que al mando de 2.000 hombres conquista Irún y San Sebastián en septiembre del 36, cor­tando el contacto de la zona republica­na del norte de España con Francia, lo que supone impedir el aprovisiona­miento extranjero y las comunicaciones con el resto de la República. 

Alfonso Beorlegui nace en 1888 en Estella, cuna del carlismo navarro. Los carlistas, precisamente, formarán el núcleo de su columna cuando estalle la guerra. A los 22 años ingresa en la Academia de Infantería, donde pasa tres años, para salir en 1913 con el grado de oficial. 

Siguiendo la ten­dencia de los milita­res de la época, se marcha poco después a Marruecos, donde para un oficial joven y recién salido de la Academia exis­ten grandes oportunidades de acumular méritos y hacer carrera. 

Y efectivamente, tras lo que Ernesto Ramírez llama “una brillante actuación” en las campañas africanas, a los 34 años es ascen­dido a comandante y tres años después a teniente coronel, ade­más de recibir la Medalla Militar de Marruecos. A finales del año 1930, con el Gobierno de Berenguer, le es conce­dido el empleo inmediato, y cuando en 1931, Azaña ofrece a los oficiales el pase a la reserva, Beorlegui renuncia a retirarse del servicio activo. 

Cuando el general Mola llega a Pamplona en marzo del 36, el coronel Beorlegui se encuentra en situación de disponibilidad. Es entonces cuando empieza su colaboración con el gene­ral, prestándose a ayudarle en la pre­paración del golpe. 

Así las cosas, el 18 de julio se halla en Pamplona y al producirse la suble­vación, se pone inmediatamente a las órdenes de Mola, que le encarga el mando de la Guardia Civil y la Guardia de Asalto, formadas por aproximada­mente 2,000 hombres, y le nombra delegado de Orden Público de la capi­tal navarra. 

En la madrugada del día 21, el coronel deja su cargo en manos del jefe de la Guardia Civil, Santiago Becerra, y siguiendo instrucciones de Mola, sale hacia Vera de Bidasoa al mando de una tropa formada por guardias civiles, carabineros y requetés de los tercios de Navarra, Lácar y Montejurra, que parten jaleados por la multitud de carlistas que han acudido a Pamplona para alistarse en las filas nacionales. 

Ese mismo día, sus tropas llegan a Vera y toma el mando del con­tingente que se concentra allí para marchar sobre Irún, al que se conocerá como Columna Beorlegui

El avance de Beorlegui y sus tropas es complicado, pero eficaz. Cuenta Gabriel Jackson que al aproximarse al pueblo guipuzcoano de Beasain, el coronel manda fusilar por rebelión a todos los guardias civiles que no han repelido los ataques republicanos y hace detener a multitud de individuos “sospechosos” que “desaparecen” poco a poco. 

A pesar de la resistencia, el progreso de Beorlegui es imparable, y progresi­vamente va ocupando Oyarzun, Picoqueta, el fuerte de Erláiz, San Marcial y Behobia, hasta que el 2 de septiembre llega a las colinas que dominan Irún. 

Allí utiliza un curioso sistema de comunicación entre sus tropas que recuerda a otras épocas y otras gue­rras, y que parece sacado de las epope­yas carlistas: el empleo de cuernos de caza. 

El coronel cuenta con cerca de 2,000 soldados y con el apoyo de bombarde­ros y carros de combate alemanes, ade­más de refuerzos de Artillería y una bandera de la Legión, pero se enfrenta con voluntarios franceses y belgas enviados por el Partido Comunista francés y un pequeño número de anar­quistas catalanes. En uno de los com­bates finales por la toma de la ciudad, librado en el puente internacional que une Irún con Hendaya, Beorlegui es herido en una pierna por disparos de las ametralladoras que manejan los comunistas franceses. Esta herida aca­bará siendo la causa de su muerte. 

Finalmente, el día 5 del mes de sep­tiembre, Beorlegui entra en una ciudad incendiada por los anarquistas en su huida y logra una victoria completa. A pesar de la herida recibida, su avance no se detiene en Irún, sino que, espo­leado por el triunfo y la superior orga­nización de sus tropas, continúa con la conquista de Fuenterrabía, Lezo y Pasajes, camino de San Sebastián. 

La toma de la capital guipuzcoana le resulta bastante más sencilla que la de Irún, ya que llega a un acuerdo con los dirigentes vascos, que no quieren que sufra la misma devastación que la ciu­dad fronteriza, para rendir la ciudad sin lucha. Así, la tarde del 13 de septiem­bre la Columna Beorlegui entra en San Sebastián, y de esta manera logra con­cluir la exitosa campaña del coronel en el Norte. 

Después de la caída de San Sebastián, los mandos de las columnas cambian, y el 16 de septiembre Beorlegui es sustituido por el teniente coronel Los Arcos, con lo que su colum­na pasa a llamarse Columna Los Arcos. El coronel, a pesar de encontrar­se herido, marcha al frente de Huesca, donde se le ha requeri­do para dirigir la columna que lucha en la defensa de la ciudad. 

Los combates -en los que le acompaña otro tercio de reque­tés navarros, el de Doña María de las Nieves-, tienen como objetivo principal levantar el cerco de Huesca y apoyar a las fuerzas sitiadas cerca de la capital. 

A pesar de las múltiples bajas sufri­das, Beorlegui y sus tropas no logran espectaculares avances antes del parón que sufren los combates a finales de septiembre. Sin embargo, la vida de Beorlegui poco más puede dar de sí: gravemente afectado por la herida que ha sufrido en Irún, muere el 29 de sep­tiembre. 

A pesar de que su labor en Irún y San Sebastián constituye el primer paso de la posterior caída del Frente del Norte, únicamente es recordado por su actua­ción en Navarra y nunca ha alcanzado la fama que logran otros militares como el general Dávila, el hombre que terminó con ese frente un año después de la muerte de Beorlegui.

Ramiro Ledesma Ramos (1905-1936)

Ideólogo del fascismo español, eclipsado por la figura de Primo de Rivera, es el artífice del corpus filosófico falangista, basado en la supremacía del Estado y el sindicalismo en la economía y la sociedad 

El 29 de octubre de 1936, coincidiendo con el tercer aniversario de la fundación de Falange, los republicanos fusilan a Ramiro Ledesma, el silenciado ideólogo del fascismo en España. A pesar de que en aquel momento se encuentra apartado de la política, y de que, años después, el régimen franquista le elimina­rá de su panteón de ilustres, Ledesma es una figura fundamental dentro de la arti­culación política del Movimiento Nacional, en calidad de fundador de las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista (JONS) y creador de los lemas “Una, gran­de y libre”, “¡Arriba!” o “Patria, pan y justicia”. 

Hombre de sólida formación literaria y filosófica, Ledesma no llega a ver mate­rializados los planteamientos teóricos que defiende con ardor a lo largo de un lustro de activismo. Sus ideas antimarxistas y ultranacionallstas no consiguen conven­cer más que a unas decenas de simpati­zantes. Ni siquiera la unión de sus acólitos con el grupo de Onésimo Redondo o con la Falange de Primo de Rivera consigue que sus postulados sigan la trayectoria del fascismo italiano o el nazis­mo alemán y lleguen a una parte importante de la pobla­ción. 

Ledesma, hijo y nieto de maestros rurales, había nacido en 1905 en la localidad zamorana de Alfaraz. A los 16 años ingresó por oposición en el cuer­po de Correos y estuvo destinado en Valencia, Barcelona y Madrid, donde acabó estableciéndose. Al mismo tiempo que trabajaba como funcionario, se licenció en la carre­ra de Filosofía y Letras, y tam­bién probó suerte con la de Ciencias Exactas. 

Sus inquietudes cultura­les le llevaron a estudiar de forma autodidacta a Hegel, Nietzsche y Heidegger (para lo cual aprendió alemán por su cuenta), así como a Bertrand Russell y Georges Sorel, entre otros. Con 19 años publica una novela, El sello de la muerte y un ensayo, El Quijote y nuestro tiempo, con abundancia de referencias nihilistas y a la teoría del superhombre. Con 25 ya frecuenta los círc­ulos intelectuales madrileños, como el Ateneo, y publica artículos en La Gaceta Literaria de Giménez Caballero y en la Revista de Occidente, de Ortega y Gasset. Es precisamente Ortega (y también Unamuno) el primer referente en la senda filosófica de Ledesma. Todo este influjo variopinto, unido a su profundo desprecio por la democracia, hacen que Ledesma mire con admiración el ascenso del fascis­mo en Italia y del nazismo en Alemania. A finales de 1930 decide dar el salto a la política y en febrero de 1931, al tiempo que caía la dictablanda de Berenguer, publica La Conquista del Estado. Manifiesto político. 

El documento presenta un corpus ideo­lógico como solución al estado de crisis que atraviesa España. Este modelo pre­tende ir más allá de la división derechas-izquierdas o monárquicos-republi­canos. Se basa en la “supremacía del Estado”, como ente todopode­roso, y en el sindicalismo en la eco­nomía y la sociedad. 

Además, incluye planteamientos ultranacionalistas, antimarxistas (aunque defiende la revolución) y contra­rios al separatismo, bañado todo de exal­tación de la juventud y la violencia. Gabriel Jackson califica también a Ledesma de anticlerical. Según el líder fascista, la Iglesia debe estar subordinada a la maquinaria totalitaria del Estado. 

A raíz de la publicación de La Conquista del Estado se crea una revista y se agrupa un reducidísimo grupo de partidarios, entre los que figura Giménez Caballero. Sin embargo, el afán provoca­dor y la personal interpretación de la “misión” política que tienen que cumplir los seguidores de La Conquista del Estado, hacen que Ledesma se quede prácticamente solo dentro del colectivo. No duda en alabar a Ramón Franco, her­mano del futuro dictador, ferviente anti­monárquico y próximo a los anarquistas catalanes. El propio Ledesma ve en los sindicalistas de la CNT a la posible “can­tera” con la cual llenar las filas de su movimiento. Una de las manifestaciones de este comportamiento provocador es la crítica sistemática del catalanismo, lo que lleva a Ledesma a la cárcel en reiteradas ocasiones. 

El grupo de La conquista del Estado se encuentra al borde de la desaparición a finales de 1931. Sin embargo, en octubre de ese año, Ledesma fusiona su agrupa­ción con las Juntas Castellanas de Onésimo Redondo en Valladolid, Ambos grupos, aunque separados y débiles, coin­ciden en su objetivo último: la instaura­ción de un Estado totalitario basado en el modelo fascista, o lo que es lo mismo, “un régimen económico antiliberal, sindi­calista o corporativo”. 

En los años siguientes Ledesma conti­núa predicando con abundante demago­gia y poca suerte su evangelio ultranaclonalista. Poco a poco intenta distanciarse y diferenciarse del fascismo, en busca de un movimiento netamente español. Para mantener su particular cruzada, Redondo y Ledesma cuentan con el apoyo económico de monárquicos millonarios, como el conde de los Andes. 

A principios de 1934 las JONS se encuentran de nuevo en una situación límite, Pero es, de nuevo, una fusión con otro grupo la que aporta una bocanada vital para el movimiento político-sindical. Se trata de Falange Española, de José Antonio Primo de Rivera. La capacidad de liderazgo del primero y la perspectiva intelectual del segundo se presentan jun­tas el 4 de marzo de 1934, en el mitin fundacional de FE de las JONS en el Teatro Calderón de Valladolid. Uno de los frutos de esta unión es la Central Obrera Nacional Sindicalista (CONS). Las diferen­cias entre ambos líderes son perceptibles en el terreno de la religión (Primo de Rivera es más próximo a la idea de un Estado confesional) y la participación en las instituciones republicanas (Ledesma tacha al falangista de “parlamentarista”). Sin embargo, es la lucha por el poder la que desata la fractura entre ambos. En octubre de 1934 Primo de Rivera es designado jefe nacional de FE de las JONS, un nombramiento que sustituye al triunvirato (formado por él mismo, Ledesma y Ruiz de Alda) que hasta enton­ces regía el partido. Además, Ledesma piensa que se pierde una oportunidad de oro en la Revolución de 1934, donde pro­pone levantarse contra el Gobierno de derechas, aprovechando la confusión. 

El jonsista, convencido de que el parti­do ha abandonado el carácter nacional-sindicalista revolucionario, intenta enton­ces hacerse con el poder, pero falla y es expulsado. Ledesma intenta entonces reconstruir las JONS fuera de Falange, pero casi todos sus colaboradores se que­dan con Primo de Rivera. 

Los dos últimos años de su vida los pasa Ledesma alejado de la política, aun­que no de la doctrina. Bajo el seudónimo de Roberto Lanzas, publica varios libros en los que analiza su experiencia política y deposita su confianza en los partidos que, sin ser fascistas, se presentan “fascistizados”, como el Bloque Nacional de Calvo Sotelo. 

José Asensio Torrado (1892 -1961)

Este general, apreciado por sus cualidades castrenses, es rápidamente designado por Largo Caballero para asumir un papel decisivo en la contienda, aunque acaba destituyéndolo por la presión del Partido Comunista

Los comunistas lo apodan “el general de las derro­tas”, entre otras por la frustrada toma del Alcázar de Toledo. Pese a ello, entre los repu­blicanos tiene fama de profesional organizador y buen conocedor de la técnica militar, características que le valen para escalar posiciones en el escalafón y participar en importantes escenarios bélicos, como Guadarrama, Toledo, Andújar y Málaga.

Nacido en La Coruña en el año 1892, José Asensio Torrado inicia muy joven su carrera militar y con sólo 34 años se convierte en coronel. Tras com­partir promoción de Infantería con el general Francisco Franco, se une a la causa del Gobierno republicano nada más producirse el alzamiento militar. Asensio, que se encuentra de veraneo en San Rafael (Segovia), se pone rápi­damente a disposición de la República.

Ya en los primeros días de la Guerra participa en el asalto al cuartel de la Montaña. Aunque su primera incursión destacable tiene como escenario el frente de la sierra madrileña. Allí susti­tuye al general Riquelme y protagoniza una eficaz resistencia ante la presión que las columnas del ge­neral Mola ejercen sobre la zona.

Las capacidades de este gallego impresionan a Largo Caballero, que le asciende a general el 5 de septiembre de 1936, justo después de su propio nombramiento como ministro de la Guerra y jefe del Gobierno, poniéndole al man­do de las operacio­nes que se desarrollan en la zona cen­tro. Después de su ac­tuación en el Frente de Guadarrama es enviado a Toledo, donde participa en e| definitivamente malogrado sitio del Alcázar.

Este episodio, así como las sucesivas derrotas en las batallas que tienen lugar en Illescas y Talavera de la Reina, contribuyen a su descrédito sobre todo entre los comunistas que no habían conseguido la adscripción incondicio­nal del general a su causa. Probablemente por esta razón, de esta ala de la izquierda -que le había nombrado comandante honorario del Quinto Re­gimiento resaltando las cualidades militares de este “héroe de la Repúbli­ca”- proceden las críticas más duras contra Asensio Torrado, convirtiéndose en el centro de sus ataques.

Disciplinado y riguroso en el acata­miento de la orden militar, adopta im­placables medidas contra los milicianos que, desobedeciendo sus órdenes, se baten en retirada en el campo de batalla.

A pesar de todo ello, sigue gozando de la buena consideración que tiene su persona en ambos bandos, que le reco­nocen como un buen profesional.

También Largo Caballero, que se ve forzado a relevarle del mando del Frente Central ante las presiones comunistas, reco­noce su valía nombrándole sub­secretario del Ministerio de Guerra el 22 octubre de 1936 en sustitución de Rodrigo Gil, partidario de la causa comunista y antiguo segui­dor político del propio Largo Caballero. Durante esta etapa Asensio Torrado contribuye a la creación de un Ejército republicano, que se convierte después en el Ejército Popular. Gracias a su influencia se crean también varias escuelas para oficiales, el centro de reclutamiento, instrucción y moviliza­ción, el centro de organización perma­nente de Artillería y el centro de orga­nización permanente de ingenieros.

Tras participar en las contiendas del Jarama y Brúñete, el “ojito derecho” de Largo Caballero en el Ministerio de Guerra vuelve a ser objeto de los ata­ques comunistas durante la Batalla de Málaga. En esta ocasión, culpan a Asensio de la pérdida de la ciudad en febrero de 1937 y le acusan además de acudir a un conocido cabaret valencia­no mientras las fuerzas nacionales arrasan la ciudad andaluza.

Según un relato comunista publica­do en Guerra y revolución en España, “Asensio no desconocía las dificulta­des que iba a encontrar el coronel Villalba (jefe militar del Frente de Málaga) en el mando de un sector como el de Málaga, que el general daba por perdido y al que no pensaba prestar la debida ayuda”.

La pérdida de esta posición causa indignación entre los republicanos, que incluso se manifiestan en Valencia con el objetivo de exigir responsabilidades. Tras este episodio, a pesar de las reti­cencias de Largo Caballero -que llega a enfrentarse con el embajador soviéti­co Marcel Rosenberg, entre otros, por este asunto- el subsecretario de Guerra es finalmente destituido y, acu­sado de negligencia y traición, es pro­cesado y condenado.

Según reconoce el propio Largo Caballero en sus memorias, Mis recuer­dos, el ataque contra Asensio Torrado “no tenía nombre”. Y añade “(...) Los ministros comunistas, en todos los Consejos, planteaban la misma cues­tión: tenía que echar al subsecretario, era un peligro en el Ministerio. Les pedía pruebas y ofrecían llevarlas pero nunca lo hacían. ¡Inocentes olvidos!... Cuando se convencieron de que acu­sándole de traidor no conseguirían nada le acusaron de borracho y muje­riego. Les contesté que nunca le había visto embriagado, y que me extrañaba que repudiasen a un general español porque le gustasen las mujeres, cuando me constaba que habían dado ingreso en su partido a invertidos”.

Su estancia en la cárcel no se pro­longa durante mucho tiempo y queda en libertad tras sobreseerse la causa instruida contra él por falta de pruebas. Uno de los motivos que propician su libertad es su famoso escrito El general Asensio: su lealtad a la Repú­blica, que redacta en prisión mientras espera que se investi­guen los hechos por los que se le acusa.

Aunque queda en libertad, Asensio no vuelve a ocupar un puesto militar hasta los últimos días de la guerra. Tras una etapa como asesor del Ministerio de Defensa, en enero de 1939 es nombrado agregado militar de la embajada española en Washington.

Desde Estados Unidos, se suma a las gestiones de paz que se están llevando a cabo por el Consejo Nacional de Defensa que crea Segismundo Casado y tiene, entre otras, la pretensión de que una vez finalizado el conflicto los oficiales leales a la República sean res­petados y reconocidos con la gradua­ción y honores alcanzados.

Al terminar la Guerra Civil española José Asensio Torrado se traslada a la ciudad de Nueva York donde, durante algún tiempo, se gana la vida impar­tiendo clases de español. En febrero de 1949, es nombrado ministro sin cartera del Gobierno republicano en el exilio hasta que fallece en esa misma ciudad en 1961.

jueves, 27 de septiembre de 2012

Largo Caballero (1869-1946)

Artífice del viraje revolucionario del Partido Socialista modera después su discurso tratando de forjar un frente común contra los sublevados cuando accede al cargo de Presidente del Gobierno

El primero de mayo de 1936 una marea humana inunda las avenidas de las grandes ciudades españolas para conmemorar el Día del Trabajador. Por encima de las cabezas de miles de obre­ros que desfilan con el aire marcial de un poderoso ejército al compás de La Internacional, sobresalen tres rostros convertidos en estandartes de la izquier­da española: los de Lenin, Stalin y Francisco Largo Caballero.

Tres figuras erigidas en banderas de la España roja y cuya fusión en términos ideológicos resultaría tan compleja como el pacto que condensó en un solo frente el abanico en que se fragmentaba la coalición de izquierdas, vencedora de las elecciones de febrero de 1936 y a cuya cabeza se sitúa Largo Caballero el 4 de septiembre de ese año.

El pragmático vuelco de los mismos comunistas que años antes le tachaban de “jefe socialfascista” hacia la colabo­ración en el Frente Popular, que dirigía el líder socialista, forjó en 1936 una alian­za que no tardaría en romperse.

Al Lenin español, como le conocían partidarios y detractores, no le gustó nunca aquel apodo. La comparación causaba “una pro­funda incomodidad” a aquel tímido y modesto obrero hecho a sí mismo que había escalado las cumbres de un socialismo español aún imberbe, según Juan Francisco Fuentes, autor de una biografía suya de 2005.

Por ello trata de evitar el símil arengando a sus fieles en los míti­nes contra aquel apelativo inventado por sus “enemi­gos”. “Huid del mesianismo”, les pide. “Si hay algún Lenin español será todo el partido socialista, no un hom­bre solo”.

Sin embargo, no consiguió arrebatarle el mote a la Historia, que le recuerda en un papel revolucionario que sólo desempeñó durante poco más de tres años, de los 76 que vivió. “El personaje aclamado como el Lenin español (...) tiene muy poco que ver con el Largo Caballero anterior a aquella fecha, e incluso con la posición política que sostuvo a partir del 37”, dice Fuentes. La retórica marxista se cuela en su discurso a partir del año en que permanece encarcelado tras el fracaso de la Revolución de 1934, en el que bebe por primera vez de las fuentes de Marx y de Lenin. El dirigente socialista se convierte entonces en un preso de honor al que admiran “ardientes y jóvenes intelectuales que lamentaban su propio origen burgués y lo idolatraban como un auténtico proletario”, según el historiador Gabriel Jackson. De poco sir­ven las advertencias de Azaña contra el peligro de una rebelión obrera que abra las puertas a la represión militar. El Lenin español argumenta en sus mítines que “si la legalidad estorba nuestro avance, nos saltaremos la democracia burguesa y procederemos a la conquista revolucionaria del poder”.

El antiguo yesero y sindicalista que en 1925 había tomado el relevo a la cabeza del partido y de la UGT tras la muerte de Pablo Iglesias, apuesta por la senda radical en contra de la tradición reformista del partido que cuatro años antes optara por no adherirse a la III Internacional. Ahora acometía, al menos de palabra, la tarea de mudarlo en revolucionario. Durante la campaña electoral llega a asegurar que la izquierda socialista no se distingue del PCE “por ninguna diferencia”, según los historiadores Stanley G. Pane y Javier Tusell. Y se lamenta en diversas ocasiones de que “naya incluso socialistas” que no se den cuenta de la bondad de una dictadura social-comunista y que aún “hablan contra todas las dictaduras”.

Espoleado por la rivalidad de los anar­quistas en la conquista del apoyo de los trabajadores, quiso demostrar que el Partido Socialista podía ser la más radi­cal de las organizaciones proletarias, ale­jándose del constitucionalismo y de unos partidos republicanos de clase media que tacha de burgueses.

Sus tesis revolucionarias barren el reformismo de Indalecio Prieto, su mayor antagonista en el partido, abonando el terreno del levantamiento político en el Comité nacional del partido de 1934. “A partir de ese momento los socialistas empezaron a organizar el entrenamiento militar de sus juventudes, uniéndose así a las derechas partidarias de la insurrec­ción y a (otros partidos) en los extremos de la política española, como Falange y los comunistas, en su desafío a la República burguesa”, según recoge la obra del historiador Hugh Thomas.

Lejos quedaban los días en que la fe en la acción política y el uso de los méto­dos parlamentarios le habían llevado a colaborar con la dictadura de Primo de Rivera como consejero de Estado. Lejos también la imagen de moderación que no sólo le había garantizado la populari­dad entre los trabajadores, sino también el respeto de la burguesía.

Largo Caballero fue el referente de “miles de trabajadores que vieron refle­jadas en él sus luchas; era el hombre por excelencia de las casas del pueblo, que había prosperado gracias a su firmeza, persistencia y honradez”, señala Thomas. Aquel gurú de la clase obrera, por su parte, se miró siempre en el espe­jo del padre del socialismo español. La figura del Abuelo -como se apodaba a Pablo Iglesias “por su imagen venerable y su autoridad patriarcal, de hombre íntegro en su vida pública y privada”, según Fuentes- reveló a un sucesor veinte años más joven que en el socialis­mo “había también una dimensión ética, casi religiosa, de servicio a los demás, de lucha por la dignidad de las personas y de redención social y moral de los más desfavorecidos”.

Ambos líderes compartían la humil­dad de sus orígenes. Largo Caballero, que hizo el viaje de la escuela al tajo a los siete años en su Madrid natal, encarna el ideal de “obrero consciente”, moral y sobria que desde joven quiso paliar la falta de estudios de su infancia. “El poco tiempo que le dejaba su trabajo lo dedi­caba a cultivarse. Leía todo lo que encontraba en la biblioteca del sindicato: libros, folletos y toda la prensa socialista”, señala Fuentes.

Su férreo compromiso contra la corrupción en el Ayuntamiento de Madrid -para el que fue elegido cinco veces concejal, la primera en 1905- con­tribuye a reforzar esa imagen, que ya le había valido en 1899 su primer cargo de vicetesorero en la directiva de UGT, sin­dicato en el que militó durante 56 años.


Como ministro de Trabajo en el gabi­nete de Azaña que inaugura la República en 1931, Largo Caballero promulga un “alud de decretos” que incluyen “segu­ros de enfermedad, vacaciones pagadas, jornada de ocho horas y salarios míni­mos”, según Raymond Carr.

Una de sus medidas más destacadas es la creación de jurados mixtos de arbi­traje para resolver las disputas sobre salarios, que se duplican entre 1931 y 1933. La experiencia ministerial aumen­ta su radicalismo: “Entre los dirigentes obreros, era el que más se había desilusionado de la colaboración con la demo­cracia burguesa”, dice este historiador.

Su viraje revolucionario marca tam­bién el que sacude a su partido, que en mayo de 1936 asume como propios los objetivos de la conquista del poder por los trabajadores y la propiedad colectiva social. “Cuando el Frente Popular se derrumbe, como se derrumbará sin duda, el triunfo del proletariado será indiscutible”, profetiza en un discurso en Cádiz pocos días después. “Entonces, implantaremos la dic­tadura del proletariado, lo que no quiere decir la represión del prole­tariado, sino de las clases capita­listas y burguesas”.

Pronto se pone de manifiesto la brecha entre teoría y práctica en la actuación política de Largo Caballero, que se muestra mucho más moderado a la hora de gobernar que en sus encendi­dos discursos de los años previos. Que “ladraba más que mordía”, en palabras de Jackson, queda en evidencia en el vacilante llamamiento a la huelga gene­ral en Madrid que decreta en 1934 como reacción a la entrada de la CEDA en el Gobierno de Lerroux. Y también más tarde, en la huelga de la construcción de junio del 36, auténtica prueba de fuerza entre los sindicatos anarquista y socialis­ta en la que la UGT pierde el pulso.

Pero sobre todo se pone de relieve una vez en el cargo de presidente del Gobierno. Largo Caballero, que retiene para sí el Ministerio de la Guerra, mode­ra su discurso y dirige sus esfuerzos a crear un frente común que sume a la burguesía y las clases medias en la lucha contra el conservadurismo. “Áspero y reservado, era consciente de las contra­dicciones de su posición como dirigente de la clase obrera que había predicado la revolución que ahora había que frenar”, señala el historiador Raymond Carr.

El mismo hombre que pedía en la  tarde del 18 de julio “armas para el pue­blo”, trata de restablecer la autoridad del Estado republicano en cuanto accede al poder en septiembre. “El Gobierno español no está luchando por el socialis­mo, sino por la democracia y el orden constitucional”, cambia su discurso.

De hecho, una de sus primeras deci­siones es la de poner fin a la indepen­dencia de las milicias, que pasan a for­mar parte de brigadas mixtas que incluían batallones del antiguo Ejército. La necesidad de imponer disciplina en el caos reinante impulsa a Largo a crear la figura de los comisarios, -una red de delegados políticos a través de los cuales el Gobierno podía influir sobre los solda­dos- que ya existía en el Quinto Regimiento comunista. Aquello refuerza aún más el poder de ese partido.

Mientras el prestigio de la izquierda como organización de la ley y el orden crece a medida que se organiza la defen­sa de Madrid, en el invierno del 36, el de Largo Caballero se resquebraja. La des­confianza hacia el presidente del Consejo de ministros se incrementa cuando con­siente en enviar las reservas de oro del Banco de España a la URSS como contri­bución a la ayuda militar soviética y para llevarlas a lo que tanto él como su minis­tro de Hacienda, Juan Negrín, consideran un “territorio seguro”.

El ruido de sables a las puertas de Madrid acelera la salida del Gobierno republicano hacia una plaza más segura, Valencia. La exitosa defensa de la capital asesta un duro golpe al orgullo de Largo Caballero. “Se sentía profundamente celoso del general poco distinguido (Miaja) a quien él había dejado detrás para defender lo mejor que pudie­ra la ciudad que parecía perdida y que de la noche a la mañana se había convertido en el nombre que se citaba en los brindis de todos los antifascistas del mundo”, señala Jackson.

El jefe de Gobierno trata de contra­rrestar la pérdida de prestigio reforzando su autoridad. “Ni Felipe II (...) se preocu­paba más de que se le informase deta­lladamente de todo”, recoge el historia­dor, que califica a Largo Caballero de “inflexible y burocrático”.

Al tiempo que las Brigadas Inter­nacionales desfilan por la Gran Vía, la alianza entre Largo Caballero y los co­munistas, convertidos en los “héroes de Madrid”, hace aguas. La presión de los comunistas soviéticos, que a través del su embajador Marcel Rosenberg tratan de imponer una serie de cambios en el Ejército que incluían la destitución del general Asensio Torrado -subsecretario de la Guerra- acaba con la paciencia del presidente del Gobierno: “¡Fuera! Debe saber, señor embajador, que los españo­les podemos ser pobres y necesitar ayuda del exterior, pero tenemos orgullo suficiente para no aceptar que un extranjero trate de imponer su voluntad a un jefe de Gobierno español”.

La postura de Largo Caballero no cuenta, sin embargo, con el respaldo suficiente en el Gobierno ni en el parti­do. Tanto Azaña como Prieto y sus seguidores establecen una alianza temporal con los comunistas que acelera su caída. En la primavera de 1937 las “serpientes de la traición, la deslealtad y el espiona­je”, como Largo califica a los comunis­tas, estrechan el cerco a su alrededor.

Las maniobras para lograr su destitución se precipitan tras las “jornadas de mayo” en Barcelona, como se conoció a la represión de anarquistas y comunistas disidentes (del POUM) por parte del Gobierno de la Generalitat y los comu­nistas ortodoxos, que se salda con la muerte de al menos 500 personas y otras 1.000 heridas.

Largo Caballero se niega a disolver el POUM tal y como reclaman sus ministros comunistas, que acusan a los miembros de esa organización de “provocadores fascistas”. Con la balanza de su gabine­te en contra -de su lado únicamente quedan los anarquistas- se ve obligado a dimitir poco después, siendo sustituido por el también socialista Juan Negrín.
Su carrera de gobernante no acaba al tiempo que su actividad política, que continúa con una serie de mítines críticos que sus sucesores tratan de silenciar. El último acto para poner a Largo fuera de juego es la pérdida de su cargo de secre­tario general de la UGT.

Desterrado de la política, el veterano dirigente permanece prácticamente ais­lado el resto de la Guerra. La derrota le conduce a París, donde la policía france­sa le pone en manos de las SS y en cami­no hacia el campo de concentración de Oranienburg, en el que su nombre se diluyó en la identificación que le fue asignada: el número 69.040. Liberado por los soviéticos en abril de 1945, muere 11 meses después en la capital francesa.

Nicolás Franco (1891-1977)

Controvertida figura de la familia Franco, rápidamente se revela como un auténtico estratega desarrollando un papel clave en los decisivos primeros pasos de la andadura del Caudillo

Es curiosa la poca notoriedad del hermano mayor de Franco, Nicolás, protagonista de turbios escándalos de corrupción durante el franquismo y capaz de convencer a su hermano en plena Guerra Civil para que pusiera el laboratorio de química de la Universidad de Salamanca al servicio de un alquimista llamado Savapoldi Hammaralt, quien se había ofrecido a producir todo el oro que Franco necesitase para resultar victorioso.

En el verano del 36, Nicolás Franco es el primero en percatarse de las posibilidades que tiene su hermano Francisco de abrirse paso hasta la cumbre del poder civil, además de alcanzar la jefatura militar. Cuando los agentes de Hitler comunican a Franco el deseo de Berlín de que se proclame jefe de la España nacional, el general responde evasivo que su misión es exclusivamente militar y que su único objetivo es alcanzar la victoria final. Queda en manos de Nicolás Franco la misión de convencer, primero a su hermano Francisco y luego a los generales reunidos en Salamanca, de la conveniencia de unificar poder militar y civil en una sola persona. De allí sale la proclamación de Generalísimo y Caudillo. El general Kindelán, al hablar de la actuación de Nicolás, hace una referencia directa a Luden Bonaparte, hermano pequeño y factor principal en el ascenso de Napoleón. Nicolás Franco y Kindelán preparan el borrador del decreto cuyo texto se sometería a los generales para su aprobación. En su artículo tercero afirma: “La jerarquía de Generalísimo llevará anexa la función de jefe de Estado, mientras dure la guerra, dependiendo del mismo, como tal, todas las actividades nacionales: políticas, económicas, sociales, culturales, etcétera”. Este punto disgusta especialmente a los generales por entender que se trata de un ataque indirecto a las facultades que viene ejerciendo la Junta de Burgos. Para terminar de convencerles, Nicolás Franco pone en conocimiento de los reunidos que la nueva ayuda que se espera de Alemania depende del doble nombramiento de Franco como Generalísimo y jefe de Estado, ya que Hitler sólo quiere tratar con un general que represente a todos y se haga plenamente responsable de los compromisos que se contraigan con Berlín. Y ese hombre no puede ser otro que Francisco Franco. Durante los 18 primeros meses de Guerra Civil, su hermano actúa prácticamente como pri¬mer ministro del Generalísimo al frente de la Secretaría General de la Junta Técnica de Estado.

Gracias a su relación con Franco, y en un despacho contiguo al de su hermano, rápidamente acumula un enorme poder. Nicolás Franco, que en sus gustos y apetitos se parece mucho más a su padre que a su hermano, es un vividor reconocido por todos, cuyo estilo de vida bohemio y caótico es la desesperación de quienes tienen que despachar con él. Se levantaba a la una del mediodía y recibía visitas hasta las tres de la tarde, hora en la que desaparecía, para comer, hasta las siete. Reaparecía alrededor de la media noche y entonces trabajaba hasta las cuatro o las cinco de la madrugada, a menudo haciendo esperar durante siete u ocho horas a quienes acudían a visitarle. Hábitos que desquician especialmente a los alemanes. Tampoco cuenta con el aprecio de su cuñada Carmen Polo, que estuvo encantada de verle sustituido a principios de 1937 por Ramón Serrano Suñer, marido de su hermana.

Nicolás Franco, nace en Ferrol en 1891, es el mayor de los cuatro hermanos (Nicolás, Francisco, Pilar y Ramón), cuando al padre del dictador le preguntaban por su hijo siempre hablaba de Nicolás. Sólo cuando le presionaban hablaba de Francisco, al que llamaba “mi otro hijo”. Ingresa en la Escuela Naval Militar y en la Escuela de Ingenieros Navales obteniendo los títulos de oficial de la Armada y doctor Ingeniero naval. Durante la Segunda República ocupa los cargos de director de la Escuela Superior de Ingenieros Navales (1932-1934) y el de director general de la Marina Mercante en 1935. Como gran figura del régimen franquista, Nicolás Franco se pasea por Alemania e Italia. En septiembre de 1937 asiste al espectacular congreso nazi que se celebra en Nuremberg. Allí es presentado a Hitler y tiene oportunidad de conocer a todos los personajes principales del Reich. También viaja a Roma para suavizar las relaciones con Mussolini y garantizar su apoyo. Esta labor diplomática tiene su recompensa con el nombramiento de embajador en Lisboa en 1938, donde permanece 20 años. Desde Portugal defiende la imagen exterior del régimen tras la Segunda Guerra Mundial. En el English Bar de Estoril se reúne frecuentemente con don Juan de Borbón. A los que muestran su extrañeza por la camaradería que existe entre ambos personajes, Nicolás Franco replica con insolente ironía: “Me reúno con él por dos razones: la primera porque me gusta beber whisky y, la segunda, para evitar que otros lo hagan con miras conspiratorias”.

Si en Salamanca le falla la fórmula alquimista para fabricar oro -el químico hindú desaparece sin dejar pista tras saberse que ha sido expulsado de Alemania bajo sospecha de ser agente del Intelligence Service -en Lisboa pone en práctica el sistema de hacerse rico a base de prestar su nombre y apoyo en distintas empresas. Relacionado con negocios cuestionables en los que utiliza sus influencias, la suerte no le acompaña siempre en el campo comercial y sólo el afecto y la intervención de su poderoso hermano le ahorra tener que responder ante la Justicia por las responsabilidades contraídas.

El primo carnal del Caudillo, el teniente general Francisco Franco Salgado, escribe en octubre de 1954: “Creo firmemente que el marqués de Huétor, por razón de su cargo, no debió intervenir en asuntos comerciales, y lo mismo ocurre con Nicolás, el hermano de S.E., pues hacen con ello mucho daño al régimen, ya que para la opinión pública lo hacen aprovechándose de su influencia oficial. Para colmo son dos señores que están en una posición de lo más espléndida y no necesitan aumentarla a costa de su buen nom¬bre y situación”. Sus actividades van desde la simple venta de cartas de recomendación para los ministerios hasta la provechosa participación en compañías con vínculos oficiales. Empresario influyente, capaz de responder a una letra impagada diciendo que “al hermano del Caudillo no se le molesta por 4.800.000 miserables pesetas”, preside hasta siete grandes corporaciones.

Nicolás Franco asiste a los dos grandes acontecimientos que significaron el ocaso de la familia Franco: la muerte del Generalísimo y la transición del franquismo a una Monarquía democrática. Muere en Madrid en 1977 y recibe sepultura en el cementerio de la Almudena.

Robert Brasillach (1909-1945)

Escritor francés seducido por el falangismo, convierte la defensa del Alcázar de Toledo en una verdadera alegoría de la doctrina fascista. Acaba fusilado, años después, acusado de colaboracionismo con el régimen nazi 

La figura de Robert Brasillach es apenas nombrada en España. El conjunto de su obra, desconocido. Sin em­bargo, su libro Los cadetes del Alcázar, editado en 1936 en Francia, forma parte, como ningún otro, de la lírica fascista europea. Lo escribe con Henri Massis, autor de éxito para la extrema derecha francesa maurrasiana, desde que en 1927 publicara Defensa de Occidente
El libro de Brasillach y Massis es un canto a la heroicidad patriótica. La lírica de la muerte del soldado refleja, además, el ideario estético falangista. 

Nacido el 31 de marzo de 1909 en Perpignan, Brasillach viaja a Toledo en 1938, junto con otros dos incondicionales del movimiento intelectual fascista, el crítico Maurice Bardéche y Pierre-Antoine Cousteau (hermano mayor del famoso comandante). Estos tres jóvenes franceses se empaparán de iconos referenciales fascistas, incorporando al pre­sente heroico del Alcázar, la gesta del pasado de la España Imperial, muy al estilo del cartelista Saenz de Tejada. Existe una fotografía en la que se les ve posando a los tres frente al Al­cázar derruido. Vivirán juntos lo que Mussolini llamó “la ale­gría fascista”. 

La relación de Brasillach con España es de carácter político aunque se articula desde un prisma sentimental. Fascista convencido, se siente hechizado por el falangismo y por la mitifica­ción post mortem de José Antonio Primo de Rivera. Como muchos escritores franceses, Robert Brasillach, junto con Luden Rebatet, Maurice Bardéche, Jacques Chardonne, Maurice Sachs, Pierre Drieu La Rochelle, Henri Massis o Louis Ferdinand Céline, com­pone una pieza funda­mental dentro del ejército intelectual que colabora con el genocidio. Todos se ponen al servicio de Petáin, de Hitler y de la potente embajada alemana en el París ocupado de los primeros años 40. Cada uno tiene una forma personal de ver y vivir el fascismo literario, unos en su ver­tiente más italianizante del populismo mussoliniano, otros en su vertiente más elitista del nazismo. Todos escribieron libros, que llamaban al exterminio. Todos practicaron lo que Jean Pierre Faye ha denominado “L'écriture meurtriére», la escritura asesina. 

La fuerza teórica fascista para los intelectuales franceses se estructuró en torno a la revista Action francaise. Pero realmente, es con la manifestación de la extrema derecha el seis de febrero de 1934 en París cuando esta fuerza se convierte en movimiento político. En ella mueren varios de los asistentes, y esas víctimas serán, para la generación de Brasillach, los iconos sobre los que plas­mar una mitología totalitaria que dará paso a una “década de ilusión”, según su propia expresión. Las obras de Barrés y Maurras son los referentes teóricos más inmediatos para iniciar una violenta recomposi­ción de la política europea. La revolución falangista de 1936 confirma, para todos ellos, la efi­cacia del camino emprendido contra el comunismo. 

Para esta generación, el concepto de identidad nacional se configura en torno a varios aspectos, una estricta vertebración corporativa del trabajador, la defen­sa de los valores cristianos frente al bol­chevismo, el odio racial hacia el judío y la prioridad de la familia sobre cualquier otra institución: “La familia es la condi­ción indispensable de la reestructuración moral y material para el país”. 

Como expresó su maestro Maurras, Brasillach busca la reconciliación de las clases sociales a través del corporativismo. El fascismo será para él un sindica­lismo compacto y protector, al margen de toda estructura democrática. 

Teniendo en cuenta esos supuestos, leer a Brasillach hoy, tiene un interés sociológico. Analista riguroso y apasio­nado de su tiempo, como demuestra en su obra L'entre deux guerres, quiere ser testigo de la esperanza naclonalsindicalista y nacionalsocialista: viaja a Bélgica y conoce a Léon Degrelle, viaja a Italia y a Alemania, en 1937, con ocasión del Congreso de Nuremberg, a España en 1938 y otra vez en 1941 a Alemania. Primero, es un lobezno de la extrema dere­cha. Será, luego, un fascista convencido. 

Hay una instantánea de Roger-Viollet en la que Robert Brasillach y Drieu La Rochelle aparecen junto a Gerhard Héller y Abel Bonnard, de regreso tras el Congreso de Escritores Europeos, cele­brado en octubre de 1941 en Alemania. Otra fotografía de Tallandier, tomada en el Frente del Este, con el líder de la dere­cha fascista Jacques Doriot: "Cuenta la leyenda que ésta habría sido la imagen que impidió al general De Gaulle con­mutar la pena de muerte de Brasillach, Numerosos intelectuales, algunos resistentes, apelaron a la gracia. Él no tenía delitos de sangre. Pero no había salva­ción posible. No había eximente. La acu­sación basó sus argumentos aportando pruebas irrefutables. Concretamente el artículo que escribe en la revista Je suis partout, en septiembre de 1942, en el que demuestra su apoyo a la “solución final contra los judíos”, es decir su bene­plácito a la concentración en el velódro­mo de invierno de 3.031 hombres, 5.802 mujeres y 405 niños, para ser luego enviados a las cámaras de gas. 

Brasillach dice textualmente que “sería una crueldad separar a los niños de los padres. Sólo serviría para acrecen­tar su sufrimiento”. Sin decirlo explícita­mente, exterminar a la raza judía. No dejar a los niños vivos, en última instan­cia. Estaba escrito. Fue leído. La sala y el tribunal se estremecieron. La sentencia fue la muerte. La fecha juega también en su contra: en este enero de 1945, vuelven los trenes cargados de deporta­dos, supervivientes de piel transparente, de soldados exhaustos. 

Existe una última fotografía de Brasillach de AFP. Es la tomada el día 19 de enero de 1945, frente al Tribunal que le juzga. Tiene siempre ese aspecto de niño prematu­ramente crecido. Sus gafas redondas acentúan aún más su cara ovalada. Tiene 35 años. 

Es fusilado el seis de febrero de 1945, en Montrouge, a las afueras de París y está enterrado en esta ciu­dad. Sin duda, un seis de febrero, bien diferente del que vivió en 1934. 

Su peso literario ha sido olvidado injustamente, pero la criminalidad de sus artículos impedía toda cercanía con el lector. Tras la liberación de Francia, pudo haberse escapado como muchos, como Céline. Pero no. Se escondió y se entregó a la policía al saber que habían arrestado a su madre. Hoy, es un autor de culto, como lo es el poeta André Chenier, al que tanto amaba. Ambos, jóvenes escritores muertos prematuramente en el fulgor de unas fascinacio­nes letales. 

Robert Brasillach es el único escritor de prestigio del fascismo francés que fue fusilado en la inmediata posguerra, por su colaboración con los nazis. El general De Gaulle, como jefe militar, no le concedió el indulto.

sábado, 22 de septiembre de 2012

Manuel Goded Llopis (1882-1936)

Protagonista de varios intentos de pronunciamiento contra la República, de la que fue jefe del Estado Mayor del Ejército durante los primeros meses, logra sublevar Mallorca y encabeza el alzamiento rebelde en Barcelona

Barcelona, 19 de julio de 1936. Aunque ya está todo perdido, el general Manuel Goded, atrapado en la capitanía de Barcelona, realiza un último y desesperado intento para evitar la rendición. Lleva demasiado tiempo preparando el golpe, conspirando y esperando el momento oportuno para asaltar el poder, como para poner fin tan pronto a sus sueños de gloria.

"La jornada me ha sido favorable", le espeta sin convicción al general Aranguren, que ya se siente triunfante al frente de la Guardia Civil. "Lo siento mucho, pero mis informes son opuestos a los suyos (...). Hemos resuelto darle a usted media hora para rendirse". No hay más palabras y, al ver que los militares sublevados siguen sin entregarse, son los propios efectivos de la Guardia Civil quienes, tras bombardear el edificio donde se encierran los mandos rebeldes, apresan al general Manuel Goded. Guardan buen cuidado de respetar su vida, pues Lluís Companys, presidente de la Generalitat, ha ordenado que lo lleven ante él. Así termina para Goded el sueño de convertirse en el héroe que colocara Barcelona del lado de los sublevados.
Aquel genera!, de mirada y bigote afilado, nacido en San Juan de Puerto Rico el 15 de octubre de 1882, presume a sus 53 años de una fulgurante carrera militar colmada de honores y ascensos meritorios. Pertenece a la generación de los africanistas, generales que tras batirse en la Guerra de Marruecos no aceptan la intervención del Gobierno en los asuntos del Ejército.

En 1896, con apenas 14 años, ingresa en la Academia de Infantería, consiguiendo el ascenso a capitán del Estado Mayor a la edad de 22 años. Durante la guerra ante Marruecos le espera una brillante trayectoria al otro lado del Estrecho, ya que forma parte del grupo que desembarca en Alhucemas, y pronto obtiene su recompensa por méritos de guerra, logrando el ascenso a coronel en 1924.

Dos años después, se convierte en general de Brigada, y un año más tajrde obtiene el generalato de división. Tras la pacificación, Sanjurjo le nombra jefe del Estado Mayor del Ejército de África.

El nombre de Manuel Goded Llopis figura también entre quienes asisten a las reuniones de Rabat con los franceses para decidir el futuro del guerrillero Abd e Krim. 

Cuando el general Miguel Primo de Rivera toma el poder en 1923, Goded forma ya parte del grupo de militares que le apoyan, aunque poco tiempo después dejará de hacerlo.

En 1929, Goded desembarca en Valencia para ponerse al frente de un levamiento militar, pero la operación fracasa y decide entregarse. Por ese hecho, se enfrenta a un juicio por traición y queda apartado de sus obligaciones militares, pasando a la reserva. Desde allí, en enero de 1930, prepara una nueva conspiración contra Primo de Rivera, pero no llega a consumar sus planes: dos días después, el dictador presenta su dimisión.

Con la llegada de la Segunda República, el Gobierno rescata a Manuel Goded de la reserva. Aunque Azaña no le profesa gran simpatía, decide reconocerle los méritos anteriores y concederle la Jefatura del Estado Mayor Central del Ejército. El nuevo régimen republicano tampoco es del agrado de Goded que, a pesar de su nuevo nombramiento, vuelve entablar contacto con otros militara para conspirar contra el Gobierno. No tarda en participar en un nuevo intento de golpe de Estado; la Sanjurjada del 10 de agosto de 1932, donde confabula junto a los generales Cabanellas, Queipo de Llano y Sanjurjo.

Años más tarde, Francisco Franco contará que Goded no obtuvo entre sus compañeros el consenso necesario para ponerse al frente del levantamiento. Pese a la insistencia de Mola en que así fuera, finalmente Franco desistió, ya que "Goded, por ser más antiguo, se resistiría a obedecerme, al igual que Queipo de Llano".

Este nuevo fracaso devuelve al general Goded al ostracismo militar, aunque permanece en activo. Durante la preparación del golpe de Estado, Goded y los partidarios de restaurar la Monarquía se ocupan de mantener el contacto con sectores republicanos conservadores que les ayuden en su empresa, aunque su propósito es, más bien, convertir a la República en un régimen de derechas más militarizado.

Poco antes de esta revuelta, en junio de 1932, Goded protagoniza un sonoro incidente durante unas maniobras militares en Carabanchel (Madrid). Al finalizar el acto, dirige una arenga a los cadetes y oficiales concentrados en el lugar, cerrando su discurso con un "¡Viva España y nada más!". El teniente coronel Mangada no secunda el grito y le insta, a su vez, a elogiar un "¡Viva la República!". Mangada es duramente increpado por Goded y, éste, furioso, lanza su guerrera al suelo y la pisotea, profiriendo insultos contra él.

Tras el incidente, el Gobierno republicano toma medidas drásticas contra ellos: arresta a Mangada por la rudeza de su actitud y lo lleva a los tribunales. El propio Goded presenta su dimisión, que es aceptada por el Gobierno.

Éste, técnicamente, no comete ninguna falta, pero el presidente del Gobierno y ministro de la Guerra, Manuel Azaña, conoce los sentimientos antirrepublicanos del general y no confía en él, por lo que acepta su renuncia.

Mangada consigue la absolución poco después, en gran parte gracias al apoyo de sus compañeros, pero Goded logra volver a la actividad militar gracias a otros méritos. En 1934, el Gobierno tiene que hacer frente a la revuelta de Asturias. Manuel Goded ayuda al general Francisco Franco a sofocarla, y el Gobierno radical-cedista de Lerroux, agradecido por estos servicios, le devuelve a los cuarteles; esta vez como director general de Aeronáutica y de la 3ª Inspección del Ejército.

Sin embargo, Goded no dura mucho en este nuevo cargo. Sigue obstinado en levantarse contra el régimen republicano, temeroso ante la posibilidad de tener que obedecer algún día las órdenes de un gobierno de izquierdas.

En diciembre de 1935, la CEDA trata de hacer valer su mayoría parlamentaria y Gil Robles solicita al presidente de la República que le permita formar Gobierno, pero ante su negativa acude a los generales hostiles al régimen con el fin de tantear la posibilidad de propinar un nuevo golpe de Estado. En esta ocasión, Goded, impaciente, se muestra favorable a pasar a la acción inmediatamente, pero es Franco quien les convence, a él y al resto de los generales confabuladores, que todavía es demasiado pronto para conspirar.

Se acercan las elecciones del 16 de febrero de 1936. Los generales Fanjul y Goded procuran desplazarse a Madrid para seguir más de cerca el desarrollo de los comicios y prepararse para pasar a la acción. El primero se busca una excusa para viajar sin levantar sospechas, pero Goded no se molesta en disimular sus intenciones, y solicita permiso oficial para el viaje.

El Frente Popular se proclama ganador de las elecciones y, mientras sus partidarios celebran el triunfo electoral en la calle, Gil Robles maniobra para conseguir que se declare el estado de guerra. En la mañana del día 17, Goded y el resto de los militares hostiles al régimen republicano estudian la posibilidad de comenzar un pronunciamiento, pero muchos de los compromisarios con quienes contaban acogen con tibieza la propuesta, ya que saben que tendrán enfrente a la Guardia Civil y a los guardias de asalto, por lo que, nuevamente posponen el plan.

El nuevo Gobierno, conocedor de las maniobras sediciosas de los generales Goded, Mola y Franco, decide prudentemente alejarles de la capital. Goded es enviado a las Baleares como comandante general, pero a pesar de la dispersión, los conspiradores continúan manteniendo el contacto, preparando lo que, ahora sí, será el levantamiento del 18 de julio de 1936. Ese día, Goded suma las islas de Mallorca e Ibiza al bando rebelde, dejando el archipiélago balear en manos de personas de confianza, y se apresura a coger, junto a su hijo, un hidroavión rumbo a Barcelona.

Allí, los combates son iniciados por el general Burriel que, a primera hora de la mañana, y sin esperar ni un instante telefonea entusiasmado a Goded para contarle la marcha del levantamiento. Sin embargo, éste sospecha que las cosas no van tan bien como deberían: él mismo acaba de oír cómo Radio Barcelona proclama el fracaso del levantamiento en la ciudad catalana. Aún así, no desiste y, acostumbrado a desenvolverse en la vorágine de la guerra, decide seguir adelante con el plan.

El Savoia amarra en Barcelona, y Goded se encuentra con un recibimiento más frío del esperado: la sublevación, le informan, ha sido secundada por casi todas las fuerzas del Ejército, excepto Intendencia y Aviación, y el bando rebelde ya le espera para contar con él como cabeza visible: "Considero una obligación, mi general, decirle que sepa usted que se mete en la boca del lobo", le advierte un oficial nada más llegar. "Así lo creo yo también, pero prometí venir y aquí estoy", replica Goded.

El general emprende la marcha hacia el Cuartel General de la división de Barcelona y logra arrestar al general Llano de la Encomienda que, desde su despacho, trata de dominar por todos los medios a los militares sublevados. "¡Traidor!", le espeta nada más entrar en la estancia. "El traidor eres tú", replica, ya preso, el general republicano. Goded, sin prestarle más atención, se vuelca en la tarea de dirigir las maniobras militares, aunque poco después no puede evitar que le invada el desánimo.

El general Aranguren, que tiene bajo su mando a la Guardia Civil, está a las órdenes de Lluís Companys. Goded, nervioso, le telefonea para exigirle la rendición, pero Aranguren replica: "Yo sol: obedezco órdenes de la República".

La progresiva pérdida de posiciones y la certeza de que los rebeldes no ha logrado controlar ninguno de los puntos estratégicos de la ciudad hace que el desánimo cunda entre los sublevados. Goded se resiste a reconocer la derrota y ordena a sus tropas prolonguen la lucha.

El escritor Abel Paz, en Durruti durante la Revolución, cuenta que Goded se sintió abandonado por sus compañeros de sublevación. Llano de la Encomienda, retenido le recordó: "Derrotado, que no es lo mismo, Goded".

A estas alturas ya se declara partidario de la rendición, mientras que Goded sigue empeñado en proseguir la lucha. Pero, a primera hora de la tarde, cae la Capitanía general.

Según se recoge en la obra colectiva Crónica de la guerra española (Códex, 1966): "Goded monta su pistola y apoya el cañón en la sien. Aprieta el gatillo. La munición falla. Es detenido al momento". Poco después, le llevan ante la presencia del presidente  de la Generalitat.

Manuel Goded anuncia contra su voluntad el fracaso de la sublevación por radio, aunque se resiste a reconocerlo como propio: "Yo no me he rendido. Me han abandonado. Si usted lo cree conveniente Presidente, diré que he caído prisionero», le dice a Companys.

Más tarde, la radio difunde las abatidas las palabras del general Goded: "La suerte me ha sido adversa y he caído prisionero. Si queréis evitar el derramamiento de sangre, quedáifs desligados del compromiso que teníais  conmigo". Tras su entrevista con Companys, Goded es conducido al banco-prisión Uruguay, donde le someten a un Consejo de Guerra.

El 12 de julio, el Gobierno republicano, a través del Ministerio de Guerra, publica un decreto por el cual el general Goded, al igual que Franco, Cabanellas, Queipo de Llano, Fanjul y Saliquet, causa baja definitiva del Ejército

Condenado a muerte, Goded es fusilado, junto a Burriel, el 12 de agosto de 1936 en el Castillo de Montjuíc. Asu hijo le canjearán más tarde como prisionero.

Tras el triunfo del Ejército rebelde, la memoria de Goded cae en desgracia para el bando franquista, pues, a tenor de las declaraciones que hace por la radio -que fueron repetidas por el bando republicano una y otra vez durante las horas siguientes a la lucha por Barcelona, anunciando la victoria del frente republicano en la ciudad-, algunos lo consideran un cobarde y un traidor, mientras que, según recoge Gabriel Jackson en La República española y la guerra civil (1931-1939): "los veteranos republicanos creen que lamentó el alzamiento desde el momento en que se dio cuenta del escaso apoyo popular con el que contaba". Jackson también explica que el hijo del general, Manuel Goded, quiso recuperar el buen nombre de su padre con la publicación en 1938 del libro Un faccioso cien por cien (Ediciones El Heraldo, Zaragoza). Explica que su padre fue abandonado a su suerte y no tuvo más salida que rendirse ante los defensores del régimen republicano.

Según sostiene su hijo, el general no tuvo más opción que dirigir aquellas palabras por radio para evitar que desde Palma de Mallorca salieran más fuerzas rebeldes rumbo a Barcelona, ya que habrían sido capturadas una vez llegadas a la ciudad.

Noticias:

Han sido condenados a muerte los ex generales Goded y Burriel por alzarse en armas contra el Gobierno republicano (La Libertad, 12/8/1936)
El Consejo de Guerra contra Goded y Fernández Burriel (El Dia, 12/8/1936)