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jueves, 27 de septiembre de 2012

Largo Caballero (1869-1946)

Artífice del viraje revolucionario del Partido Socialista modera después su discurso tratando de forjar un frente común contra los sublevados cuando accede al cargo de Presidente del Gobierno

El primero de mayo de 1936 una marea humana inunda las avenidas de las grandes ciudades españolas para conmemorar el Día del Trabajador. Por encima de las cabezas de miles de obre­ros que desfilan con el aire marcial de un poderoso ejército al compás de La Internacional, sobresalen tres rostros convertidos en estandartes de la izquier­da española: los de Lenin, Stalin y Francisco Largo Caballero.

Tres figuras erigidas en banderas de la España roja y cuya fusión en términos ideológicos resultaría tan compleja como el pacto que condensó en un solo frente el abanico en que se fragmentaba la coalición de izquierdas, vencedora de las elecciones de febrero de 1936 y a cuya cabeza se sitúa Largo Caballero el 4 de septiembre de ese año.

El pragmático vuelco de los mismos comunistas que años antes le tachaban de “jefe socialfascista” hacia la colabo­ración en el Frente Popular, que dirigía el líder socialista, forjó en 1936 una alian­za que no tardaría en romperse.

Al Lenin español, como le conocían partidarios y detractores, no le gustó nunca aquel apodo. La comparación causaba “una pro­funda incomodidad” a aquel tímido y modesto obrero hecho a sí mismo que había escalado las cumbres de un socialismo español aún imberbe, según Juan Francisco Fuentes, autor de una biografía suya de 2005.

Por ello trata de evitar el símil arengando a sus fieles en los míti­nes contra aquel apelativo inventado por sus “enemi­gos”. “Huid del mesianismo”, les pide. “Si hay algún Lenin español será todo el partido socialista, no un hom­bre solo”.

Sin embargo, no consiguió arrebatarle el mote a la Historia, que le recuerda en un papel revolucionario que sólo desempeñó durante poco más de tres años, de los 76 que vivió. “El personaje aclamado como el Lenin español (...) tiene muy poco que ver con el Largo Caballero anterior a aquella fecha, e incluso con la posición política que sostuvo a partir del 37”, dice Fuentes. La retórica marxista se cuela en su discurso a partir del año en que permanece encarcelado tras el fracaso de la Revolución de 1934, en el que bebe por primera vez de las fuentes de Marx y de Lenin. El dirigente socialista se convierte entonces en un preso de honor al que admiran “ardientes y jóvenes intelectuales que lamentaban su propio origen burgués y lo idolatraban como un auténtico proletario”, según el historiador Gabriel Jackson. De poco sir­ven las advertencias de Azaña contra el peligro de una rebelión obrera que abra las puertas a la represión militar. El Lenin español argumenta en sus mítines que “si la legalidad estorba nuestro avance, nos saltaremos la democracia burguesa y procederemos a la conquista revolucionaria del poder”.

El antiguo yesero y sindicalista que en 1925 había tomado el relevo a la cabeza del partido y de la UGT tras la muerte de Pablo Iglesias, apuesta por la senda radical en contra de la tradición reformista del partido que cuatro años antes optara por no adherirse a la III Internacional. Ahora acometía, al menos de palabra, la tarea de mudarlo en revolucionario. Durante la campaña electoral llega a asegurar que la izquierda socialista no se distingue del PCE “por ninguna diferencia”, según los historiadores Stanley G. Pane y Javier Tusell. Y se lamenta en diversas ocasiones de que “naya incluso socialistas” que no se den cuenta de la bondad de una dictadura social-comunista y que aún “hablan contra todas las dictaduras”.

Espoleado por la rivalidad de los anar­quistas en la conquista del apoyo de los trabajadores, quiso demostrar que el Partido Socialista podía ser la más radi­cal de las organizaciones proletarias, ale­jándose del constitucionalismo y de unos partidos republicanos de clase media que tacha de burgueses.

Sus tesis revolucionarias barren el reformismo de Indalecio Prieto, su mayor antagonista en el partido, abonando el terreno del levantamiento político en el Comité nacional del partido de 1934. “A partir de ese momento los socialistas empezaron a organizar el entrenamiento militar de sus juventudes, uniéndose así a las derechas partidarias de la insurrec­ción y a (otros partidos) en los extremos de la política española, como Falange y los comunistas, en su desafío a la República burguesa”, según recoge la obra del historiador Hugh Thomas.

Lejos quedaban los días en que la fe en la acción política y el uso de los méto­dos parlamentarios le habían llevado a colaborar con la dictadura de Primo de Rivera como consejero de Estado. Lejos también la imagen de moderación que no sólo le había garantizado la populari­dad entre los trabajadores, sino también el respeto de la burguesía.

Largo Caballero fue el referente de “miles de trabajadores que vieron refle­jadas en él sus luchas; era el hombre por excelencia de las casas del pueblo, que había prosperado gracias a su firmeza, persistencia y honradez”, señala Thomas. Aquel gurú de la clase obrera, por su parte, se miró siempre en el espe­jo del padre del socialismo español. La figura del Abuelo -como se apodaba a Pablo Iglesias “por su imagen venerable y su autoridad patriarcal, de hombre íntegro en su vida pública y privada”, según Fuentes- reveló a un sucesor veinte años más joven que en el socialis­mo “había también una dimensión ética, casi religiosa, de servicio a los demás, de lucha por la dignidad de las personas y de redención social y moral de los más desfavorecidos”.

Ambos líderes compartían la humil­dad de sus orígenes. Largo Caballero, que hizo el viaje de la escuela al tajo a los siete años en su Madrid natal, encarna el ideal de “obrero consciente”, moral y sobria que desde joven quiso paliar la falta de estudios de su infancia. “El poco tiempo que le dejaba su trabajo lo dedi­caba a cultivarse. Leía todo lo que encontraba en la biblioteca del sindicato: libros, folletos y toda la prensa socialista”, señala Fuentes.

Su férreo compromiso contra la corrupción en el Ayuntamiento de Madrid -para el que fue elegido cinco veces concejal, la primera en 1905- con­tribuye a reforzar esa imagen, que ya le había valido en 1899 su primer cargo de vicetesorero en la directiva de UGT, sin­dicato en el que militó durante 56 años.


Como ministro de Trabajo en el gabi­nete de Azaña que inaugura la República en 1931, Largo Caballero promulga un “alud de decretos” que incluyen “segu­ros de enfermedad, vacaciones pagadas, jornada de ocho horas y salarios míni­mos”, según Raymond Carr.

Una de sus medidas más destacadas es la creación de jurados mixtos de arbi­traje para resolver las disputas sobre salarios, que se duplican entre 1931 y 1933. La experiencia ministerial aumen­ta su radicalismo: “Entre los dirigentes obreros, era el que más se había desilusionado de la colaboración con la demo­cracia burguesa”, dice este historiador.

Su viraje revolucionario marca tam­bién el que sacude a su partido, que en mayo de 1936 asume como propios los objetivos de la conquista del poder por los trabajadores y la propiedad colectiva social. “Cuando el Frente Popular se derrumbe, como se derrumbará sin duda, el triunfo del proletariado será indiscutible”, profetiza en un discurso en Cádiz pocos días después. “Entonces, implantaremos la dic­tadura del proletariado, lo que no quiere decir la represión del prole­tariado, sino de las clases capita­listas y burguesas”.

Pronto se pone de manifiesto la brecha entre teoría y práctica en la actuación política de Largo Caballero, que se muestra mucho más moderado a la hora de gobernar que en sus encendi­dos discursos de los años previos. Que “ladraba más que mordía”, en palabras de Jackson, queda en evidencia en el vacilante llamamiento a la huelga gene­ral en Madrid que decreta en 1934 como reacción a la entrada de la CEDA en el Gobierno de Lerroux. Y también más tarde, en la huelga de la construcción de junio del 36, auténtica prueba de fuerza entre los sindicatos anarquista y socialis­ta en la que la UGT pierde el pulso.

Pero sobre todo se pone de relieve una vez en el cargo de presidente del Gobierno. Largo Caballero, que retiene para sí el Ministerio de la Guerra, mode­ra su discurso y dirige sus esfuerzos a crear un frente común que sume a la burguesía y las clases medias en la lucha contra el conservadurismo. “Áspero y reservado, era consciente de las contra­dicciones de su posición como dirigente de la clase obrera que había predicado la revolución que ahora había que frenar”, señala el historiador Raymond Carr.

El mismo hombre que pedía en la  tarde del 18 de julio “armas para el pue­blo”, trata de restablecer la autoridad del Estado republicano en cuanto accede al poder en septiembre. “El Gobierno español no está luchando por el socialis­mo, sino por la democracia y el orden constitucional”, cambia su discurso.

De hecho, una de sus primeras deci­siones es la de poner fin a la indepen­dencia de las milicias, que pasan a for­mar parte de brigadas mixtas que incluían batallones del antiguo Ejército. La necesidad de imponer disciplina en el caos reinante impulsa a Largo a crear la figura de los comisarios, -una red de delegados políticos a través de los cuales el Gobierno podía influir sobre los solda­dos- que ya existía en el Quinto Regimiento comunista. Aquello refuerza aún más el poder de ese partido.

Mientras el prestigio de la izquierda como organización de la ley y el orden crece a medida que se organiza la defen­sa de Madrid, en el invierno del 36, el de Largo Caballero se resquebraja. La des­confianza hacia el presidente del Consejo de ministros se incrementa cuando con­siente en enviar las reservas de oro del Banco de España a la URSS como contri­bución a la ayuda militar soviética y para llevarlas a lo que tanto él como su minis­tro de Hacienda, Juan Negrín, consideran un “territorio seguro”.

El ruido de sables a las puertas de Madrid acelera la salida del Gobierno republicano hacia una plaza más segura, Valencia. La exitosa defensa de la capital asesta un duro golpe al orgullo de Largo Caballero. “Se sentía profundamente celoso del general poco distinguido (Miaja) a quien él había dejado detrás para defender lo mejor que pudie­ra la ciudad que parecía perdida y que de la noche a la mañana se había convertido en el nombre que se citaba en los brindis de todos los antifascistas del mundo”, señala Jackson.

El jefe de Gobierno trata de contra­rrestar la pérdida de prestigio reforzando su autoridad. “Ni Felipe II (...) se preocu­paba más de que se le informase deta­lladamente de todo”, recoge el historia­dor, que califica a Largo Caballero de “inflexible y burocrático”.

Al tiempo que las Brigadas Inter­nacionales desfilan por la Gran Vía, la alianza entre Largo Caballero y los co­munistas, convertidos en los “héroes de Madrid”, hace aguas. La presión de los comunistas soviéticos, que a través del su embajador Marcel Rosenberg tratan de imponer una serie de cambios en el Ejército que incluían la destitución del general Asensio Torrado -subsecretario de la Guerra- acaba con la paciencia del presidente del Gobierno: “¡Fuera! Debe saber, señor embajador, que los españo­les podemos ser pobres y necesitar ayuda del exterior, pero tenemos orgullo suficiente para no aceptar que un extranjero trate de imponer su voluntad a un jefe de Gobierno español”.

La postura de Largo Caballero no cuenta, sin embargo, con el respaldo suficiente en el Gobierno ni en el parti­do. Tanto Azaña como Prieto y sus seguidores establecen una alianza temporal con los comunistas que acelera su caída. En la primavera de 1937 las “serpientes de la traición, la deslealtad y el espiona­je”, como Largo califica a los comunis­tas, estrechan el cerco a su alrededor.

Las maniobras para lograr su destitución se precipitan tras las “jornadas de mayo” en Barcelona, como se conoció a la represión de anarquistas y comunistas disidentes (del POUM) por parte del Gobierno de la Generalitat y los comu­nistas ortodoxos, que se salda con la muerte de al menos 500 personas y otras 1.000 heridas.

Largo Caballero se niega a disolver el POUM tal y como reclaman sus ministros comunistas, que acusan a los miembros de esa organización de “provocadores fascistas”. Con la balanza de su gabine­te en contra -de su lado únicamente quedan los anarquistas- se ve obligado a dimitir poco después, siendo sustituido por el también socialista Juan Negrín.
Su carrera de gobernante no acaba al tiempo que su actividad política, que continúa con una serie de mítines críticos que sus sucesores tratan de silenciar. El último acto para poner a Largo fuera de juego es la pérdida de su cargo de secre­tario general de la UGT.

Desterrado de la política, el veterano dirigente permanece prácticamente ais­lado el resto de la Guerra. La derrota le conduce a París, donde la policía france­sa le pone en manos de las SS y en cami­no hacia el campo de concentración de Oranienburg, en el que su nombre se diluyó en la identificación que le fue asignada: el número 69.040. Liberado por los soviéticos en abril de 1945, muere 11 meses después en la capital francesa.

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