Al reseñar los terribles sucesos a que ha dado lugar la sublevación vil-—más vil cuanto más conocidos son sus detalles—se hace indispensable poner de manifiesto la conducta ejemplar de las fuerzas que se han mantenido leales a la República. En abstracto, ningún mérito tiene la fidelidad a un compromiso—el que fuere—que, si para todo ciudadano tiene imperativo de obligación moral, es tajante e inexorable cuando se trata de hombres que visten uniforme militar. Simplemente forma parte de un capítulo de deberes, entre los cuales figura como el más ineludible. Se podrá discernir un mínimo de benevolencia para el militar incapaz de ocasionar un daño por incompetencia técnica. Se podría incluso, extremando la tolerancia, disculpar al militar que, en un momento determinado, siente flaquezas de ánimo. Lo que en un militar no tiene disculpa jamás es la infidelidad. Por algo la traición tiene en la milicia el castigo de pena capital. No hay, pues, mérito ninguno en la lealtad. Pero la lealtad cobra valor de suprema virtud cuando una parte de los obligados a ella la quebrantan violentamente, usando la autoridad y las armas que, para conservarla, precisamente, pone en sus manos el Estado. Más aún cuando los traidores son tantos, en jerarquía y en número, como eran en la ocasión presente. La lealtad, entonces, alcanza categoría de ejemplaridad, se hace acreedora a la estimación pública y reclama premio de honor. Bien ganados tienen esos títulos las fuerzas que, a despecho de sugestiones y apremios amenazadores, han sabido cumplir sus deberes de disciplina y afirmar la supremacía civil del Estado sobre aquellos que, negados de toda razón, se han levantado en armas contra la República.
Magnifica enseñanza la de la Aviación, cuyos servidores, con grave riesgo de la propia vida, despreciando toda suerte de peligros, serena y duramente—porque dura es la obligación que les toca realizar—, han sabido asegurar para la República una victoria que, más que una victoria de armas, es una victoria moral. Magnífica lección la de esas fuerzas de Asalto, de Guardia civil, de Carabineros y de Seguridad, en cuya preocupación cuentan todas las consideraciones, menos una: la de su conveniencia personal. Si han pensado en ella, no ha sido, ciertamente, a la hora de poner a contribución su coraje y su vida. La única que determinaba su conducta era la conveniencia de la República. Y a la conveniencia de la República han sacrificado todo lo que la República podía demandarles y ellos podían ofrecer.
Junto a ese ejemplo, el de la Marina, leal al sentimiento republicano, pese a las defecciones parciales de algunos jefes, cuyo proceder es la negación de aquella tradición de caballerosidad que la Marina se complace en ostentar orgullosamente. Salvan esa tradición los jefes que han sabido atenerse a su deber y las tripulaciones, que, con su fervor republicano, han demostrado poseer mejor jerarquía moral que la oficial de los jefes insurrectos. De la tremenda pesadumbre, de la inmensa vergüenza que la sublevación significa, nos compensa el comportamiento de todas esas fuerzas leales a su obligación republicana y a los dictados de su disciplina. Gracias a ellas podemos decir que no todo estaba podrido en las instituciones armadas. Mientras los unos sufren el castigo y la ignominia que se buscaron, justo es que a los otros se les reconozca el mérito de su conducta limpia y admirable.
El Socialista (21/7/36)
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