Principal figura de la República, gran orador y escritor, los tres grandes retos a los que se enfrenta durante su etapa de gobierno son la reforma agraria, el problema autonómico y la cuestión religiosa
En Montauban, una pequeña localidad francesa próxima a los Pirineos, se enorgullecen de tener entre sus personajes ilustres al historiador Michelet y a Ingres, el pintor neoclásico. Pero también recuerdan a Manuel Azaña Díaz. El último presidente de la Segunda República española fue enterrado en su cementerio el 4 de noviembre de 1940, al día siguiente de su muerte y cubierto por la bandera mexicana. Azaña tenía entonces 60 años.
Quien con el tiempo sería el personaje central de la República y uno de los intelectuales más relevantes de la primera parte del siglo XX, nace en Alcalá de Henares en 1880 en el seno de una familia acomodada. Su padre, Esteban Azaña, era notario y pertenecía a una de las familias liberales con más renombre de la ciudad complutense. Ya en 1820 su bisabuelo había proclamado la Constitución liberal de 1812 tras el pronunciamiento de Riego. Pero la infancia de Azaña no fue feliz. En apenas un año pierde a su madre primero y a su padre después. Fue su abuela la que al hacerse cargo del niño decide enviarlo al Real Colegio de los Padres Agustinos en El Escorial. Allí Azaña pasa ocho años, hasta 1898. Décadas después, el propio Azaña recogería sus recuerdos de aquella época en la novela El jardín de los frailes, escrita en 1927. También recordaría esa época como el momento en el que perdió su fe.
Con 18 años ya es licenciado en Derecho por la Universidad de Zaragoza. Dos años más tarde se doctora con una tesis titulada La responsabilidad de las multitudes. Para ganarse la vida entra como pasante en un bufete de abogados en el que coincide y hace amistad con Niceto Alcalá Zamora. Posteriormente la relación entre ambos se deterioraría. Son años de cierta inestabilidad en la vida de Azaña. Deja el bufete, regresa a su ciudad natal donde, tras fundar una empresa eléctrica que quebró enseguida, comprueba que lo suyo no son los negocios.
Así que, en 1910 oposita al cuerpo de Registradores del Estado. Azaña tiene entonces 30 años, es funcionario, coquetea con la literatura y además comienza a implicarse en política. El 4 de febrero de 1911 da su primera conferencia en la Casa del Pueblo de Alcalá. Al año siguiente recala en París becado.
Mientras colabora con periódicos españoles, se enfrasca en conocer la política gala, en especial sus aspectos militares. De regreso a España compatibiliza su actividad política con la cultural. Es entonces cuando se afilia al Partido Reformista de Melquíades Álvarez en 1913, colabora con los diarios El Sol y El Imparcial y dirige un par de revistas, La Pluma y España, de escaso éxito.
Diez años más tarde nace el Azaña republicano. Tras presentarse en dos ocasiones como candidato a diputado por el Partido Reformista y perder las dos, abandona la agrupación de Melquíades Álvarez y se convierte a la fe republicana. En su opinión, ni el partido de Álvarez ni el rey habían hecho nada para evitar el pronunciamiento de Primo de Rivera. En 1925 crea Acción Republicana junto a José Giral, al que ya entrada la Guerra Civil nombraría jefe de su primer Gobierno como presidente. Al año siguiente gana el Premio Nacional de Literatura por su obra La vida de Don Juan Valera. En 1929 se casa por la Iglesia con Dolores Rivas Cherif, hermana menor de un amigo.
El año 30 es uno de los más ilusionantes de su vida. Es elegido presidente del Ateneo de Madrid, "un antro de perversión donde las ideas liberales habían encontrado su caldo de cultivo", como lo define el periodista inglés Henry Buckley.
En lo político, en agosto acude a la capital donostiarra a una reunión de varias personalidades con un único tema en el orden del día: la instauración de la República. Entre los firmantes del Pacto de San Sebastián estaban Lerroux, Alcalá Zamora, Indalecio Prieto y el propio Azaña. El año antes había caído la dictadura de Primo de Rivera y la monarquía agonizaba. La relativa victoria de los partidos republicanos en las elecciones municipales del 12 de abril de 1931 provoca dos días después la proclamación de la República. En el primer Gobierno provisional, Azaña se hace cargo del Ministerio de Guerra. Como recoge Buckley, fuera de los círculos intelectuales pocos le conocían y aún menos eran los que le creían capacitado. Sin embargo, Azaña demostró conocer las necesidades del Ejército español y se puso a reformarlo. La llamada ley Azaña buscaba modernizar las Fuerzas Armadas dotándolas de nuevo equipamiento y aligerándolas de oficialidad. Para ello, dio un mes de plazo a todos los oficiales que quisieran pasar a la reserva, conservando su sueldo íntegro. Menos éxito y más críticas tuvieron la supresión de la Academia Militar de Zaragoza que por aquel entonces dirigía Franco, y la reforma de la política de ascensos.
En junio de 1931 se celebran elecciones generales y constituyentes, donde ganan la izquierda y los republicanos. Alcalá Zamora, presidente primero del Gobierno provisional y ahora de la República, encarga a Azaña la formación de un gobierno que incluye a republicanos de varias tendencias y a los socialistas. Azaña, que conserva la cartera de Guerra, acomete entonces sus otros tres grandes retos: la reforma agraria, el problema de las autonomías y la cuestión religiosa. En esos meses despliega una gran actividad. Su alegato en pro de la radical separación entre la Iglesia y el Estado -simbolizado en la frase "España ha dejado de ser católica", que pronunció en un discurso ante el Congreso el 13 de octubre de 1931- provoca el primer encontronazo con los políticos católicos, el presidente entre ellos. Más aún cuando todavía no se habían apagado los rescoldos del incendio de iglesias y conventos del mes de mayo.
Otras medidas impulsadas por Azaña son la ley del divorcio, la secularización de los cementerios o la polémica Ley de Defensa de la República. Esta norma permitió el cierre temporal de periódicos, pero también ilegalizaba las huelgas políticas. Menos empeño puso en la reforma agraria, aprobada en septiembre de 1932, y en la admisión del voto femenino. Esta última medida -impulsada por las bases socialistas, aunque con la oposición de algunos de sus líderes, que opinaban que no era el momento de implantarla- contó con la abstención de buena parte de los republicanos. Azaña y los suyos pensaban que la mujer española estaba en manos de los curas y la tradición, convirtiéndolas en un vivero de votos para los conservadores.
Todas estas iniciativas suscitaron el rechazo de la derecha. Es en esta época cuando surgen varios panfletos satíricos en los que se le apoda el Monstruo. Se le denigra por su apariencia física, se le acusa de vida disoluta, llegándose a emparentarle con el mismísimo Diablo. Dichos libelos se imprimían en las rotativas del periódico católico El Debate.
La carrera de Azaña comienza a decaer en enero de 1933, tras los sucesos de Casas Viejas (Cádiz), donde unos campesinos se rebelan y arremeten contra el cuartel de la Guardia Civil. El Gobierno mandó refuerzos desde Madrid y murieron 19 campesinos. Desde entonces, la CNT volvió la espalda a la República. En el otro extremo del credo republicano, el Partido Radical de Lerroux, dispuesto a eliminar la presencia socialista en el gabinete, dedicó todo el año a torpedear a Azaña. Solo faltaba ya la intervención de Alcalá Zamora, que no le perdonó que prohibiera a las órdenes religiosas ocuparse de la enseñanza.
La izquierda acude dividida a las elecciones del 1 de noviembre de 1933, convencido cada partido de que es su momento. Frente a ella, la derecha, reunida alrededor de la CEDA de Gil Robles, se presenta en bloque. La Acción Republicana de Azaña pasó de 28 a 5 diputados. El ex presidente del Gobierno dedica el primer año en la oposición a buscar la unidad de los republicanos. Nace así Izquierda Republicana en 1934, formada por su partido, los radicales-socialistas de Marcelino Domingo y la ORGA del gallego Santiago Casares Quiroga. Cuando estalla la rebelión en Asturias y Cataluña en el 34, Azaña, que había ido a Barcelona al entierro del que fuera ministro de uno de sus gobiernos, Jaume Carner, es detenido y acusado de participar en la revuelta de la Generalitat.
Tras unos meses confinado en un buque de la Armada, la causa se sobreseyó. Estos sucesos y el desmantelamiento de sus reformas, hacen pensar a Azaña que la República está en peligro. La progresiva implicación de la CEDA en el Gobierno es vista por los republicanos como una amenaza para todo el sistema político que ellos habían creado. En 1935, además de promover la alianza con el resto de la izquierda de cara a la creación del Frente Popular, Azaña se dedica a dar mítines multitudinarios por toda la geografía española. El periodista inglés Buckley asiste al celebrado en el madrileño Campo de Comillas en noviembre. En torno a 300.000 personas llegaron de todos los rincones para escuchar a Azaña. Buckley se pregunta cómo una reunión que no contaba con la convocatoria de ningún partido, a la que muchos autobuses no llegaron porque la Guardia Civil les indicaba una dirección errónea y que incluso se permitió el lujo de cobrar una peseta y media por la entrada, pudo congregar a tanta gente. Según él, "aquella multitud se reunió ansiosa de escuchar de nuevo la voz de la persona que consideraban aún el símbolo de la democracia".
El Frente Popular gana las elecciones de febrero de 1936 y Azaña forma un gobierno sólo con republicanos. El ambiente social se tensa. El 10 de mayo acepta la jefatura del Estado tras la sustitución de Alcalá Zamora. Desde entonces, su papel político es casi irrelevante.
El levantamiento militar del 18 de julio y la guerra polarizan hasta tal punto la vida política que no había sitio para un Azaña que temía por igual la revolución y la reacción. Al día siguiente de la sublevación ya planea la creación de un Gobierno de centro con la esperanza de poder aplacar a los sublevados. Ni el general Mola ni Largo Caballero aceptan. Ambos confían entonces en poder derrotar al adversario. "Ni partos de Zanjón, ni abrazos de Vergara, ni pensar en otra cosa que no sea una victoria aplastante y definitiva", respondió Mola a los intentos de Azaña.
En octubre, con Franco a las puertas de Madrid, Azaña se traslada a Barcelona, donde permanece hasta mayo del año siguiente. En ese tiempo se le fotografía en varias ocasiones animando a las tropas en los distintos frentes. Azaña aprovecha el enfrentamiento entre la CNT, de un lado, y la Generalitat y los comunistas, del otro, en el mes de mayo de 1937, para relevar a Largo Caballero de la Presidencia y poner en su lugar a Juan Negrín, que la ostentaría hasta casi el final de la guerra.
Fue el penúltimo esfuerzo político de Azaña, que a lo largo de esta época se sitúa en un segundo plano. Tras el caos barcelonés, fija la Presidencia en la finca La Pobleta, a 27 kilómetros de Valencia. Allí permanece hasta final de año, cuando regresa a Barcelona. En sus memorias se percibe la melancolía que le invade en esos meses dedicados a recibir despachos y firmar decretos del Gobierno. Es entonces cuando madura su idea de que por sí sola la República no ganará la guerra.
El 18 de julio de 1938, segundo aniversario de la sublevación militar, Azaña da un discurso que poco tiene que ver con los de años anteriores. No hay en él alegatos a favor de la resistencia hasta el fin sino hastío por tanto sufrimiento y una llamada a la concordia. Acompañado del catalán Lluís Companys, Azaña concluye: "...Cuando la antorcha pase a otros hombres... si alguna vez sienten que les hierve la sangre iracunda y otra vez el genio español vuelve a enfurecerse con la intolerancia, con el odio y con el apetito de la destrucción, que piensen en los muertos y escuchen su lección...abrigados por la tierra materna, ya no tienen odio, no tienen rencor y nos envían con los destellos de su luz el mensaje de la patria eterna que dice a todos sus hijos: Paz, Piedad y Perdón". Al caer Cataluña en manos de los nacionales, las autoridades republicanas dudan entre pasar a Francia o regresar a Madrid. Negrín intenta convencer a Azaña de lo segundo, pero él, perdida ya toda esperanza, opta por cruzar la frontera el 5 de febrero de 1939.
En esos días de lento paso hasta Perpiñán concluye su única obra teatral, La velada de Benícarló, iniciada dos años antes. En ella, varios personajes debaten sobre la tragedia que vive España. Mientras unos ven en ella una autocrítica por su incapacidad como político, otros la consideran una muestra de su tendencia a descargar responsabilidades sobre los demás. El 27 de febrero, agotado y enfermo, presenta su renuncia a la Presidencia de una República que ya no existe. Hasta su muerte, en noviembre de 1940, se aloja en una habitación del hotel Midi, costeada por el Gobierno mexicano.
Sus allegados quisieron cubrir el féretro con la bandera republicana. Pero las autoridades de Vichy se negaron y se cubrió con la de México. Se desconoce si al final de sus días se reconcilió con Dios y olvidó su anticlericalismo. Mientras su mujer niega que se le administraran los últimos sacramentos, el obispo de Montauban asegura que "murió en paz con Dios".
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