Rey desde los 16 años, fue acusado de ser incapaz de aglutinar a las "dos Españas". El hijo de Alfonso XII se exilia al considerar que pierde el favor del pueblo tras los resultados de las elecciones de abril de 1931
En los inicios de su reinado, Alfonso XIII parece irradiar una cierta aureola de monarca anticipado a su época. Toma posesión efectiva de su cargo en 1902, al cumplir los 16 años -el fallecimiento de su padre meses antes de su nacimiento le hace venir al mundo con la corona puesta-, y su juventud despierta curiosidad y asombro en los circulos cortesanos de Europa. Él se encarga de corroborar su novedosa imagen cultivando un estilo amable y cercano. Con esta nueva actitud hace una gira de visitas por las distintas regiones de España, habla con las autoridades locales, se deja ver por el pueblo, bromea, se columpia en el lenguaje castizo, hace deporte y aparece en la prensa, que le describe como "simpático y expansivo con todo el mundo".
Al parecer esta voluntad de aproximación a sus súbditos había sido idea de su madre, la reina María Cristina, pero Alfonso XIII en seguida se hace consciente del poder propagandístico de la Iniciativa. Javier Tusell, autor de su biografía más actual y ambiciosa, cita una carta de 1908 en la que el monarca aconseja a Manuel II de Portugal: "Veo que te mueves y que vas de un lado a otro; bien hecho (...). Verás cómo te metes en el bolsillo a todos los portugueses (...), En nuestros reinos no se reina por la tradición, sino por la simpatía y actos personales del soberano".
Ideológicamente Alfonso XIII también muestra una modernidad muy lejana de la mentalidad autoritaria e imperialista que exhiben sus homólogos centroeuropeos. La atmósfera regeneracionista que domina la España del cambio de siglo alimenta su formación, por lo que experimenta una mayor simpatía hacia los políticos liberales, en especial el conde de Romanones. "Yo he deseado desde el primer momento muy sinceramente que se desenvuelva la política liberal", le confiesa en 1911 al entonces presidente del Gobierno, José Canalejas. Tres años después, un catalanista como Cambó define a Alfonso XIII como "el primer ciudadano del Estado" y un republicano como Unamuno dice que el Estado es lo más internacional que tiene España y que el rey lo encarna y representa.
Durante la Primera Guerra Mundial, Alfonso XIII demuestra su atípica personalidad y alcanza el prestigio que le niega la irrelevancia internacional de España abriendo un eficaz departamento de gestión humanitaria. Pero después de 1918 su liberalismo se ve desbordado por los acontecimientos. Tanto la izquierda como la derecha consideran simétricamente insuficiente la posición del rey. Se le critica tanto su intervencionismo como su lenidad, su militarismo patriótico como su deslealtad, su impermeabilidad como su permisibilidad hacia los movimientos sociales, su aquiescencia con la Dictadura de Primo de Rivera como su inmovilidad ante la proclamación de la Segunda República. En definitiva, y como apunta Javier Tusell, el monarca "era odiado por la derecha, que le consideraba blando", y por la izquierda, que le acusa de ser autoritario y clerical.
En noviembre de 1931, la Comisión de Responsabilidades de las Cortes Constituyentes emite un dictamen que condena al rey por "apartarse de las normas constitucionales [de 1876]", padecer "una irrefrenable inclinación hacia el poder absoluto" y ser "el esencial y el primer responsable del triunfo de la sublevación [de Primo]". Cinco años después, cuando los sublevados todavía se plantean como una alternativa factible la vuelta de la monarquía, Alfonso XIII es una "persona que repele a todos", de la que "todo el mundo desconfía" y que "encarna la idea de reacción", según palabras del tradicionalista conde de Rodezno, quien no tendría reparos en dar la bienvenida a su hijo Juan. El sistema de la Restauración es denostado por ambos bandos y el rey, la personificación de aquel régimen.
Las tres misiones esenciales que desempeña el rey constitucional español en ese sistema son: el encargo de formar gobierno a alguno de los dirigentes de los dos partidos -el líder designado será luego oportunamente elegido en las urnas-, el mando del Ejército y la mediación entre el poder civil y el militar. Por desgracia para Alfonso XIII, los grandes fracasos de la época son el caos del turno parlamentario y la guerra de Marruecos, que le salpican oblicuamente. Además ambos estamentos responsables se los reprochan el uno al otro en una espiral de antagonismo con la que al rey cada vez le es más difícil lidiar.
A pesar de que la fugacidad de los gabinetes es una constante de todo su reinado, la inestabilidad no afecta a la figura del monarca hasta 1918. La disgregación de los partidos del turno obliga a Alfonso XIII a intervenir para tratar de formar gobiernos de concentración nacional. Su hastío y su desgaste quedan patentes en un polémico discurso improvisado en Córdoba en 1921 en el que, sobrepasando sus atribuciones constitucionales, protesta por el obstruccionismo parlamentarlo que bloquea el país y menciona "las responsabilidades que le fueron quitadas a la corona para entregarlas al Parlamento".
No obstante, el rey no pretende concentrar el poder. Desde su entronización, se implica sólo en los asuntos militares, en los que su entusiasmo le lleva a veces a saltarse la cadena de mando. El horizonte militar es la guerra de Marruecos, que Alfonso XIII concibe como el terreno en que España debe demostrar que aún es capaz de desempeñar la labor civilizadora que Europa tiene encomendada. El rey no diseña las estrategias, pero se interesa por la parte logística y deposita su confianza en el general Silvestre, que acaba siendo uno de los culpables del desastre de Annual. El rey calificará esta derrota como "el gran dolor de mi vida", pero hace recaer toda responsabilidad sobre los diputados que no concedieron al Ejército más presupuesto. "Si hubiera dejado de ser rey constitucional para ser rey a secas, es posible que hubiera evitado el desastre de Annual", añadirá, mimetizando el pleito que se agudiza entre la clase política y el Ejército.
A partir de Annual se inician las críticas de la izquierda contra el monarca -Unamuno, Indalecio Prieto- y, desde el otro extremo, la Junta Militar de Barcelona empieza a concretar su animadversión contra el anarcosindicalismo, el catalanismo y el parlamentarismo. El talante liberal del rey empieza a resultar extemporáneo ante la crisis. Todavía en 1922, Alfonso XIII visita la capital catalana, recuerda que "el oficial no puede ni debe meterse en politica" y pide a la Junta que se mantenga "dentro de los límites que marcan vuestros juramentos y la promesa hecha a vuestro rey". Pero en agosto de 1923, un mes antes del golpe de Primo de Rivera y ante el fracaso del último intento de Concentración Liberal, le cuenta a Gabriel Maura, hijo del dirigente conservador, que se plantea gobernar con la Junta Militar del Reino.
Se ha especulado si Alfonso XIII tuvo conocimiento previo de la insurrección, que en cualquier caso era un rumor creciente. Según el historiador Carlos Seco Serrano, el rey "ni estimuló ni organizó" el golpe. Los sublevados tenían previsto culminar su acción dando "cuenta a Su Majestad", lo que sugiere que el monarca no estaba al tanto, y Primo de Rivera hasta le ruega que no demore su posicionamiento para saber a qué atenerse. Alfonso XIII, ante la ausencia de oposición al pronunciamiento, nombra a Primo de Rivera ministro único dentro de la legalidad constitucional, aunque a Alba le dice en su despedida que la mayor tortura para él será despachar todas las mañanas con un pavo real como el capitán general de Barcelona,
Alfonso XIII confía en que la Dictadura sea un breve paréntesis para regresar al sistema parlamentarlo. No interviene en las decisiones gubernamentales, pero se muestra satisfecho con el giro de los acontecimientos. También es Primo de Rivera quien combate en la prensa las críticas de Unamuno, Machado, Marañón y Azaña, lo cual, unido a los homenajes que le prodiga el régimen, inicia el proceso de asimilación del rey que resultará funesto para la institución monárquica.
El éxito del desembarco de Alhucemas y la desunión de sus enemigos prolongan la licencia del dictador, y Alfonso XIII tampoco da un paso hacia su destitución. Parece que tiene miedo al comunismo. Hay testimonios que revelan que el rey despreciaba la Unión Patriótica, pero, incluso cuando Primo presenta su dimisión ante los prolegómenos de la Sanjuanada, le dice: "Si como parece atribuyes a este Gobierno alguna gravedad, no me parece éste el momento más oportuno para que dimitas. Espera cuanto menos a ver si la cosa tiene importancia". Los opositores monárquicos -Romanones, Alba o Maura- se sienten decepcionados ante la pasividad del rey, quien acaba aprobando la Asamblea Nacional corporativa con la que Primo intenta prolongar su régimen y en 1927 Romanones ya barrunta un "porvenir republicano".
A partir de 1929 es Primo quien le dice que quiere dejar el poder, pero el rey le reprocha que quiera "volver demasiado bruscamente al orden de cosas normal" y le pide otros dos años de transición. El cuerpo de artilleros, que había tenido litigios con Primo intenta un golpe de Estado, y en sus cuarteles sustituye la imagen de Alfonso XIII por la de uno de sus mártires en el pulso. Los estudiantes protestan contra la Monarquía, publican panfletos, decapitan estatuas del rey y ponen carteles de "se alquila" en las ventanas de Palacio.
Cuando Primo dimite, el monarca le dice que al abandonar está "salvando por segunda vez España", y a continuación comete el llamado error Berenguer al creerse que después de la dictadura se puede regresar fácilmente a la monarquía constitucional. Ésta ha quedado atrás porque ya no parece ni suficientemente progresista ni suficientemente autoritaria. Los republicanos llevan la iniciativa en las ciudades y, al otro lado, la Unión Monárquica Nacional primorriverista echa en cara a Alfonso XIII su escaso compromiso con el régimen y se desliza hacia la derecha radical.
Aun después de conocerse los resultados de las elecciones de abril de 1931, Alfonso XIII piensa que hay que esperar a los resultados de las legislativas. Pero, tras escuchar a sus ministros, decide marcharse de España sin abdicar. Romanones prepara una "ordenada transmisión de poderes" y Gabriel Maura redacta el famoso manifiesto de despedida, en el que el rey admite que ha cometido errores pero asegura que siempre fue intentando servir a España. Reconoce a ésta como "única señora de sus destinos" y se exilia en Marsella para dejar que la nación se pronuncie. Podría tratar ventajosamente de mantener sus "regias prerrogativas", pero, aunque no renuncia a sus derechos, tampoco quiere provocar una Guerra Civil. Con este gesto heroico para sus partidarios e inevitable para sus detractores, Alfonso XIII, según contará más tarde, se estremece al despedirse de la foto de su madre en palacio y al perder de vista la costa española. Viaja en un buque llamado Príncipe Alfonso en el que ve bordar una bandera republicana.
Repudiado durante el nuevo régimen, que le expedienta y se incauta de sus bienes, su vida familiar tampoco puede reconfortarle, ya que se separa de Victoria Eugenia con quien, una vez abandonado el trono, no tiene sentido guardar las apariencias. Pese a ésto, se ocupa desde el exilio del estado de salud de sus hijos, pues dos de ellos son hemofílicos (los infantes Alfonso y Gonzalo) y de Don Jaime, sordomudo de nacimiento.
Alfonso XIII decía que renunciar era "incompatible con la justicia que se me debe (...). Lo haría, en todo caso, cuando de nuevo en el Palacio de Oriente comprendiera que la nueva Historia debía comenzarla mi sucesor". No tuvo oportunidad. Franco desmiente sus expectativas.
Por el contrario Alfonso XIII sí tiene tiempo de renegar del liberalismo y llega a decir que los primeros falangistas fueron Miguel Primo de Rivera y él. Comparte la misma retórica falangista de que la República había sido una conspiración de masones, marxistas y separatistas. Si algo quiso reivindicar Alfonso XIII mientras España se partía en dos es que él había sido "el rey de los españoles, no de un grupo de españoles".
Aunque sus derechos sucesorios pasan a Don Juan, el monarca no abdica hasta enero del año 1941. Un mes después muere en Roma a los 54 años y deberán transcurrir otros 40 hasta que sus restos mortales se trasladen al Panteón de los Reyes en el monasterio de El Escorial, en la provincia de Madrid.
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