Después de unas horas de intensa emoción, horas plenas de historia, con nuestra Gasa convertida en vivac de luchadores, con el ánimo preparado para los actos extremos a que obliga una batalla desesperada, volvemos a coger la pluma.
Y bien, decíamos ayer, dijimos que la República no había sabido crear su ejército. Una determinación, la ley de Azaña, revela un criterio ingenuo de la caballerosidad jurada. Se les invitó a los oficiales a servir al régimen o a abandonar el ejército con su paga limpia. Y cada cual administró su convicciones como le plugo. Los unos, se marcharon a sus casas; los otros, prefirieron seguir en los cuarteles. ¿ Para poner su hidalguía y su valor en el ira del régimen que con gentileza sin ejemplo los tratara? Así debió ser, naturalmente. Pero no fue. Los caballeros optaron por consagrar sus armas a la traición. Los caballeros decidieron que el aparato de guerra que se les había confiado para defender a la patria, en caso de ser agredida, tuviese un destino monstruoso: herir, por la espalda, a la misma patria. El pan que el pueblo les amasaba con su sudor, a cambio de que hicieran guardia honrosa, ha sido escupido; la fe que le prometieron a la República, manchada. Fea, miserable claudicación la de la caballerosidad de oficio.
No cabe ni la excusa del error. No hay error posible. Los milites sublevados conocían exactamente el alcance de su deslealtad. Y era éste: extinguir la democracia y poner las dignidades ciudadanas, de tan duro y acrisolado logro, bajo la bota cuartelera y el mugriento bonete jesuítico, con arreglo a una fórmula fascista, que liquidara definitivamente el rango de España como nación libre y progresiva. Los confabulados eran todos los miembros de la vieja y podrida sociedad; los agarrados al país para succionarlo sin correspondencías vitales. Desde el ignaciano trapisondista al banquero usurario; desde el aristócrata caduco de sangre al mequetrefe epiceno; desde el rentista, sordo al ansia de los necesitados, al especulador sin conciencia; desde el político marrullero y ladrón, de la laya de un Lerroux o un Salazar Alonso, al cabestro negro del Vaticano: Gil Robles; todos los monárquicos, todos los hipócritas, todos los farsantes, todos los que odian a la divina libertad; todos los que venden por dinero pólvora al enemigo y pan falto de peso al hermano; en fin, toda la ralea oscura, babeante, untuosa, bancaria y palatina, sacristanesca y rapaz, que se había convertido al fascismo, porque éste aherroja al pueblo.
Los caballeros del uniforme no rehusaron la terrible indignidad de contratarse de cómitres para esta faena. Hiciéronse asalariados de la gran pandilla reaccionaria, y empezaron la ofensiva embarcando a los mercenarios de Africa para que pasaran a cuchillo a la ciudadanía. Estos eran los patriotas, los heroicos e invictos pretorianos de Alfonso de Borbón. ¡Bravo patriotismo! Mala noche le esperaba a España, si un patriotismo de buena ley, el de una noble y depurada minoría de ese Ejército, el de las fuerzas de Aviación, de Asalto, de Seguridad, de la Guardia civil y de Carabineros, y el de la clase trabajadora, fuente de todos los patriotismos esenciales, no se alzara para aplastar a los miserables. Los dos patriotismos, el puro y el de similor, el entrañable y el de opereta, han chocado entre si y ha vencido el que tenía que vencer: el que con salud y con violencia sagradas fundirán el tiempo nuevo.
El Socialismo (21/7/36)
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