Las milicias, base del nuevo ejército
La primer consecuencia que se deduce de la sublevación del ejército contra el Estado es el fracaso rotundo de la política militar de la República. O, más exactamente, sé puede afirmar que esa política no ha existido, por la sencilla razón de que no fueron disueltos en su punto y hora los organismos armados por la monarquía y saturados de prejuicios monárquicos. Una excusa poderosa asiste a los políticos que rigieron los primeros pasos de la República: la de que el ejército no sólo no opuso resistencia el 14 de abril, sino que fraternizó con el pueblo. El fenómeno fue engañador. No obedecía a la convicción, sino a la inercia. Y la ley de Azaña sirvió de sonda. En otra oficialidad menos refinada en el desdén al pueblo, es decir, menos pretoriana y frecuentadora de los ascensos realengos, hubiese bastado la opción que la República le ofrecía para aquilatar el sentimiento del deber. Por desgracia, la generosidad del Parlamento tuvo efectos contrarios. Puesto que los retirados continuaron pesando sobre la Hacienda pública, sin corresponder con su neutralidad, y los que prefirieron seguir en activo se dedicaron a la conspiración. Extraña ausencia de escrúpulos la de esta oficialidad, que, salvo excepciones, cuyo mérito destaca extraordinariamente por ser rarísimas, no sintió pruritos de rebelarse contra los políticos rapaces, que sólo gobernaron en nombre del apetito, y en cambio no ahorraron rencor contra los hombres honestos.
No supo la República tener una política militar que la dotara de defensa y le permitiera depositar toda su atención en la empresa creadora que España exigía, pero tampoco tuvo, una política burocrática. El tesón y la buena voluntad de los gobernantes tropezó siempre con la resistencia sigilosa y obstinada de los altos empleados. Dentro de la República trabajaba una anti-República, embebida en los recovecos y laberintos de la Administración. ¿Qué normas impedían especular con las realidades del régimen? La juridicidad. El espíritu y la tradición de España intentaron que el tránsito de un sistema a otro poseyera el prestigio de un experimento jurídico. Era demasiada ilusión confiar en la aquiescencia de los enemigos. Ni una tilde de revolución efectiva, ni un paso adelante en la política social y agraria aceptaban con convencimiento. Frenaron su rabia y no perdonaron medios de invalidar la acción del Gobierno. Militares y orondos burócratas constituyeron la terrible masonería contra el pueblo, contra los justos afanes de las masas trabajadoras.
Nos cabe el descargo de que hemos ido dando, a lo largo de la ruta, llena de vicisitudes, de la República, cuantos toques de alarma nos han dejado dar. Amarga satisfacción la de no haberse equivocado al predecir la guerra civil y el proceso polarizador del fascismo. Porque, en efecto, sobró la presencia en la vida pública de los señoritos armados de pistolas, que recurrían al asesinato como procedimiento político, para que, enardecidos, los oficiales y los funcionarios monárquicos le prestaran ayuda con alma y vida. La tragedia actual de la República será, sin duda, reparadora, como todos los sacrificios. Pero no se olvide que hay que hacer un ejército y una burocracia para el servicio del pueblo, ya que tanta sangre nos cuesta haber pensado en la lealtad de unos miserables. La base del nuevo ejército son las milicias, es decir, el pueblo. La base de la nueva burocracia, que sea también el pueblo. Así surgirá una España vigorosa, de trabajadores auténticos.
El Socialista (22/7/36)
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