Artífice de la revista republicana 'Hora de España', proyecto cultural para la supervivencia de las letras españolas en medio del horror de la Guerra, el poeta no obtendrá el reconocimiento literario hasta los años 70
Guerra, compromiso, campo de concentración, ostracismo, coherencia, heterodoxia vital, fidelidad a sí mismo. Juan Gil-Albert, poeta alicantino, representa mejor que nadie a los españoles que no triunfaron en vida, pero cuyo reconocimiento ha llegado con la muerte. Al igual que Miguel de Cervantes, conoció el olor a pólvora y la ingratitud de los políticos que nunca valoraron sus versos. Y al igual que Miguel de Cervantes, estuvo preso y padeció un largo exilio interior, que en el caso del levantino fue fruto de la dictadura franquista y una ideología que no encajaba con el credo de los vencedores.
Autor puente entre varias generaciones, la poesía de Juan Gil-Albert es un canto celebrativo a la vida, a la belleza y al paso del tiempo. Su obra personalísima está ligada al Mediterráneo, a los mitos, a la pureza griega del amor. Aunque comenzó publicando un libro en prosa, La fascinación de lo irreal, 1927, su obsesión fue desde siempre construir un edificio poético personal y propio. Su primer poemario se publica meses antes de comenzar la Guerra Civil. Se trata de un volumen de sonetos titulado Misteriosa presencia, al que sigue un libro, escrito durante la contienda, con mucho más compromiso político, Candente horror, de clara influencia surrealista.
En aquella época, entabla amistad en Madrid con Ramón Gaya, Manuel Altolaguirre, Luis Cernuda y Sánchez Barbudo, que después aparecerán en la casa valenciana del escritor, una especié de embajada para los artistas republicanos durante la contienda. El alcoyano participa de un proyecto para la supervivencia cultural de las letras españolas en medio del horror de la Guerra Civil. Se llamará Hora de España, una revista publicada mensualmente en Valencia en la que Gil-Albert formará parte de su consejo de redacción.
Además, Gil-Albert deja clara su ideología con su participación en el II Congreso Internacional de Escritores Antifascistas, tanto en su organización (fue secretario del mismo) como en la famosa ponencia colectiva. En su libro Memorabilia evoca el poeta sus encuentros con personalidades como Louis Aragón, Octavio Paz, Antonio Machado o Rafael Alberti, todo un baluarte cultural que se verá dilapidado por la ocupación franquista de la ciudad de Valencia.
Toda su obra anterior al conflicto se contempla hoy como una curiosidad, aunque el mejor Gil-Albert es, según los expertos, el que nace durante la Guerra Civil. Pese a sus poses y querencias aristocráticas, nunca dejó de ser republicano y de izquierdas. La derrota significa para él un tiempo de encierro en el campo de concentración de Saint-Ciprien, un exilio real en México y, tras este viaje, otro exilio interior, ya que en 1947 tiene que volver a España por un problema familiar.
Tras su regreso, vuelve a publicar un libro en 1949, El elixir medita su corriente, al que sigue Concertar es amor (1951), dos obras que pasan en silencio por el decrépito panorama literario español de la época. Alejado de lectores y editores, escribe intensamente en soledad páginas que se mueven entre la narración y la evocación, entre la reflexión y la crítica. Será en 1972 cuando tenga la oportunidad de alzar la voz con Fuentes de la constancia, una recopilación de la editorial Ocnos que le rescata de la marginación.
A este inclasificable manierista y prodigioso prosador le llega el éxito, por fin, en 1974, un año que se conoce como "el año Gil-Albert". Con Los días están contados, sus obras maestras Crónica general y Valentín (las tres nacidas en el año 1974) y la reedición de obras anteriores, afila aún más su prosa densa, a veces barroca, cargada de símbolos y referencias, y avanza hacia una escritura que se asemeja a un diario íntimo sin igual en la literatura hispana. Fue 1974 un curso en el que cobró nueva dimensión un escritor que llevaba sacando libros durante casi 50 años, desde 1927.
Con 60 años se convierte en el vanguardista de una joven generación poética -los Gil de Biedma, Guillermo Carnero o Jaime Siles, entre otros- que apuesta decididamente por aquella voz que la dictadura y el miedo habían callado con sordina. Su estética, basada en la sensibilidad, la memoria y la cultura, es un eslabón fundamental para comprender la historia de la poesía española del siglo XX.
Se puso muy de moda Gil-Albert entre los años 74 y 80, pero después volvió a caer en el olvido al significarse como un autor de tono excesivamente local, muy alejado del resto de su obra. Tan sólo el político socialista Alfonso Guerra se acordó de él para dedicarle un acto en el Círculo de Bellas Artes de Madrid.
Su rica y compleja personalidad, muy meditativa y a la vez transgresora, llevó a Jaime Gil de Biedma a definirlo como "un español que razona". Porque Gil-Albert se sabe protagonista de lo escrito, de una historia que tiene como actor principal al Yo con mayúscula. De eso hablan sus obras, de su fidelidad a sí mismo y a su reflexión vital. Se trata de un escritor que plantea problemas de plena vigencia en la sociedad actual, con unas raíces muy hondas que parten del análisis que nace con la tradición grecorromana.
El poeta Luis Antonio de Villena, por ejemplo, cree que "Gil-Albert no gozó nunca de los privilegios de los escritores de izquierdas que se encontraban fuera de España, ni de los que volvieron cuando murió Franco". Joan Fuster afirmó que "es el mejor poeta valenciano del siglo, y de más siglos, en castellano". Francisco Brines, por su parte, comentó que el problema de la ausencia de reconocimiento de Gil-Albert fue siempre "que iba solo. Porque si un escritor tiene la compañía de una generación, se apoya en las obras de cada uno de los otros miembros". Pero el alcoyano no forma parte del grupo poético del 27, ni el del 36. Para el escritor Guillermo Carnero, "se debe sacar a Juan Gil-Albert del purgatorio literario".
En una de las últimas entrevistas que concedió antes de fallecer, una periodista le preguntó: "¿Vale la pena dedicar la vida a escribir, aunque la gloria llegue a los 70 años?". La respuesta fue monosílaba y rápida: "Sí". La serena meditación sobre la muerte que aparece en su magistral Breviarium vitae (1979) convierte el final de la existencia propia en la mejor explicación del sentido de la misma. "De no existir la muerte, la vida no sería vida, sería otra cosa; lo que hace que la vida sea lo que es, tal como la vivimos, la gozamos y la sufrimos es, precisamente, la muerte, su presencia efectiva".
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