Corrían los decadentes años en que la República traída por inconscientes y despechados; cerdos ambiciosos del reposo que suponían los butaconcs de los ministerios y palacios y de la satisfacción glotona de los banquetes y orgías en los suntuosos hoteles que no pudieron llegar a menos que a pesebre de estúpidos. Corrían los años en que España perdía ya lo último que le quedaba una pérdida que no admitía gestos heroicos como los de nuestros últimos pasos en los mares y tierras de nuestras insurrectas colonias. El país que había escrito las mejores páginas en la historia del mundo con el trabajo y con el sacrificio de sucesivas generaciones veía mancilladas su caballerosidad y señorío por quienes no vacilaban en recibir a los representantes extranjeros con las sucias pezuñas apoyadas sobre las caobianas mesas que ni en sus más ambiciosos sueños pudo soñar la infesta piara.
España necesitaba algo aunque solo fuese el gesto de uno de sus hijos. Y este algo no se lo sabían dar las organizaciones de la vieja política: se habló de cobardía en los contraríos, de dar el pecho, de salir a la calle pero nuestras masas más selectas de entonces prefirieron la poltrónica comodidad de una política de renunciamiento al gesto viril que dado entonces nos hubiera evitado la sangría de una guerra civil.
España necesitaba una trasfusíón de sangre joven y cuatro estudiantes «locos que no sabían lo que se hacían» la supieron verter generosamente en las sucias eceras enlodadas por los odios (que pena) traídos a Españá por ideas asiáticas. Y cayeron Matías Montero y este, y el otro, y el hijo del burgués don Mengano y el obrero Zutano y el estudiante Perenganito; tantos, tantos, que con cuanta facilidad podía ser creado en todas las capitales de España un monumento «Al falangista desconocido». Y cayeron sonrientes sin pensar en agradecimientos que nadie los iba a tener para «locos que iban al matadero» murieron sonriendo sin crispaciones, sin odios en los ojos con esa tranquilidad que necesita para invadir a alguien que este alguien sea mártir de Dios o héroe de España y cayeron diciendo al empedrado de las urbes lo que dirían sus camaradas voluntarios cuando la Falange pidió juventud para morir en las trincheras. Vive España que aquí tienes mí sangre generosa y ten más si la necesitas para llenar tus frías arterias con nuestra vida caliente llena de ilusión imperial deseas Una. Grande y Libre.
El Secreterio Provinvial del S.E.U.
Labor: Año V Número 328 - 1938 febrero 3
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