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domingo, 8 de septiembre de 2019

Batalla del Ebro

El 2 de septiembre de 1953, la España franquista se rindió a sí misma un pomposo homenaje que celebraba el decimoquinto aniversario de la Batalla del Ebro. El formidable acto propagandístico, que pretendía airear las glorias militares del Caudillo a través de la mayor de sus “hazañas”, se cerró con la erección de un monolito conmemorativo en el Coll del Moro. El encendido discurso de Raimundo Fernández-Cuesta, ministro-secretario general del Movimiento, pronunciado en el mismo lugar desde el que Franco dirigió las operaciones, no dudó en señalar que, durante esos meses del verano y el otoño del 38, “el genio militar de Franco dio su máxima medida”. En efecto, la del Ebro fue esa victoria decisiva que todo general necesita para escribir con letras de oro en su hoja de servicios. Pero, aunque el resultado final del combate selló de manera irreversible la suerte del bando republicano, la gran batalla campal de la Guerra Civil fue también un formidable lodazal para los dos bandos: cuatro interminables meses de carnicería sin cuartel, de brutal guerra de desgaste, que se saldarían con un abultado rosario de bajas en ambos lados; una victoria pírrica (si bien determinante) y sin un ápice de gloria. El propio Franco se confesó en unas declaraciones al Diario Vasco , en enero de 1939, en las que sentenciaba: “La Batalla del Ebro es, de todas las que ha librado el ejército nacional en esta guerra, la más áspera y, por decirlo así, la más fea”. Una batalla, añadía, “sin lucimiento”. Un triunfo rentable, pero no memorable. En realidad, la Batalla del Ebro fue la cristalización de una inercia imparable que ya era muy palpable  a finales de 1937. Para entonces, el equilibrio de fuerzas había empezado a oscilar de manera definitiva hacia la causa nacional. El control del norte, y de sus industrias, es un factor clave para entender esta tendencia en la balanza. También lo es el aumento sustancial de reclutas potenciales en los nuevos territorios conquistados. Por primera vez desde el inicio de la guerra, el bando republicano no gozaba de ventaja en este terreno, y tampoco en el de suministro de armamento. La disminución sensible de los envíos procedentes de la URSS coincidió con el firme apoyo material de los aliados franquistas, Alemania e Italia, lo que situaba al bando nacional en una situación de ventaja estratégica de la que no había gozado hasta entonces. 

DESVENTAJA REPUBLICANA 

Así las cosas, Franco, henchido de confianza, diseñó una gran ofensiva en la zona centro que habría de ejecutar a finales de año y cuyo objetivo no era otro que la toma de Madrid. Conscientes de la gravedad de la amenaza, los republicanos maniobraron para mantener la iniciativa y forzar a los rebeldes a ir a rebufo de su estrategia. Para ello, planificaron una ofensiva en los alrededores de Teruel cuyo principal propósito era obligar a los franquistas a dispersar sus fuerzas y desistir de sus planes de tomar la capital. El movimiento fue, inicialmente, exitoso. A principios de enero de 1938, lograron arrebatar Teruel a las huestes nacionales, pero iba a ser una victoria de efecto efímero. Tras sopesar varias opciones, Franco optó por abortar la prevista ofensiva sobre Guadalajara –no sin críticas de sus aliados extranjeros– y concentrar todas sus fuerzas en una contraofensiva en Teruel. El líder del bando nacional estaba así renunciando a una oportunidad de oro de caer sobre Madrid y haciendo exactamente lo que los republicanos esperaban que hiciera: poner toda la carne en el asador en la defensa de un frente secundario y de importancia estratégica menor. En apenas un mes, sin embargo, Franco completó el cerco de Teruel, recuperó la ciudad e infligió una dura derrota al ejército republicano en Aragón, que quedó en una situación extremadamente delicada. Consciente de que las fuerzas enemigas estaban exhaustas y al borde del colapso, y con su ejército ubicado a apenas cien kilómetros del Mediterráneo, decidió en el mes de marzo lanzar a cinco de los mejores cuerpos de su ejército, al mando de Fidel Dávila, en pos de la ansiada salida al mar. Nada parecía poder frenarle. El desánimo había cundido en las filas republicanas hasta tal punto que Negrín, alarmado por la postura derrotista de Indalecio Prieto, por entonces ministro de Defensa, decidió asumir el mando mientras los nacionales se aproximaban cada día más y más a Barcelona. Y fue entonces –cuando las primeras unidades del bando sublevado se habían adentrado en la Cataluña noroccidental– cuando Franco tomó una de sus decisiones más controvertidas. El general Yagüe, cuyas tropas avanzaban casi sin oposición hacia Barcelona, recibió orden de detenerse en la segunda semana de abril para centrar todos los esfuerzos en Valencia. Nadie, ni siquiera los propios republicanos, entendieron este golpe de timón; infructuoso, ya que en Valencia estos, movilizando unidades procedentes del centro peninsular, pudieron resistir y cortar en seco el avance franquista, que se quedó a unos treinta kilómetros de la capital del Turia. 

EL ÚLTIMO REARME 

Como no podía ser de otro modo, la República aprovechó la coyuntura para rearmarse en Cataluña con una movilización masiva, mientras Negrín, agarrado al lema “resistir es vencer”, se mostraba enormemente activo en el frente diplomático, intentando convencer a las potencias internacionales, a través de sus célebres Trece Puntos, del apoyo a una solución pacífica favorable al gobierno legítimo y fundada en los principios de la democracia liberal. Los republicanos llamaron a filas a unos 200.000 nuevos reclutas en el verano de 1938, reorganizando y reforzando así extraordinariamente sus fuerzas en el frente aragonés-catalán. Los recién alistados quedaron encuadrados en los ejércitos del Este y del Ebro, este último al mando de Juan Guilloto “Modesto”. El mando republicano no iba a desaprovechar el respiro que, contra todo pronóstico, le había dado Franco, y se optó por movilizar todos los recursos disponibles. Tras dos meses de instrucción a marchas forzadas de los recién llegados (esa bisoñez de la tropa sería uno de los hándicaps más notables de las armas republicanas), se dio luz verde a una ofensiva a gran escala sobre el Ebro con el propósito de aliviar la presión sobre el frente valenciano, así como de retomar la iniciativa demostrando a los nacionales que el bando republicano estaba lejos de ser un muerto viviente. La campaña se planificó a la vez en dos frentes: en el Ebro, muy especialmente en los alrededores de Gandesa (Tarragona), y en el sur de Madrid, en dirección a Extremadura, siempre y cuando llegaran buenas noticias del frente catalán. La realidad es que estas esperadas nuevas nunca llegaron. 

LA MADRE DE TODAS LAS BATALLAS 

La ofensiva arrancó en la noche del 24 al 25 de julio. Los planes del Jefe del Estado Mayor, Vicente Rojo, consistían en cruzar el Ebro por sorpresa y lanzar el ataque principal entre las localidades de Fayón y Gandesa. Las primeras horas de la operación fueron un éxito. Modesto contaba con una fuerza nada desdeñable de 80.000 hombres y trescientas piezas de artillería, pero, enfrente –eso sí, desprevenido e ignorante de los planes republicanos–, el general Yagüe disponía de tres divisiones en vanguardia ocupando un frente muy amplio, lo que inevitablemente implicaba zonas demasiado expuestas y mal defendidas. El Ejército Popular cruzó el río al abrigo de la noche y buena parte del contingente logró alcanzar la otra orilla con poca o ninguna resistencia. El primer objetivo estaba conseguido: sorpresa y desconcierto. En las primeras horas, los hombres de Modesto lograron penetrar tierra adentro hasta diez kilómetros ante la impotencia de las fuerzas de Yagüe, afanándose, entretanto, en erigir puentes que facilitaran el transporte entre las dos orillas del material pesado, incluidos los tanques soviéticos. Eso sí, con una dura e incontestada oposición de la aviación  franquista; el completo dominio de los nacionales del espacio aéreo sería, a la postre, uno de los factores decisivos en la suerte de la batalla. Los republicanos cruzaron el río por hasta doce puntos distintos e hicieron hasta 4.000 prisioneros en estos primeros compases de la operación. Pero el éxito iba a ser efímero. La ausencia de medios para mover tal cantidad de hombres y material a través del río detuvo, junto a las acometidas de la aviación enemiga, el ímpetu inicial. La ineficacia de la aviación republicana, sumada a la rapidez con la que Franco supo movilizar refuerzos y concentrarlos en los sectores más vulnerables, revirtió así la ventaja del factor sorpresa. El grueso de los combates se concentró a partir de entonces en torno a la localidad de Gandesa, la piedra angular de la estrategia de ambos bandos. Allí, los republicanos, auxiliados por las Brigadas Internacionales, chocaron contra un muro formado por dieciséis batallones de tropa veterana, auxiliados por los incesantes bombardeos de la aviación franquista, alemana e italiana, que lograron invertir la tendencia. Modesto no tuvo más remedio que dar por concluida la ofensiva y disponer a sus tropas para pasar a la defensiva y atrincherarse, con el objeto de asegurar al menos las posiciones conquistadas. 

EL FRENTE DEL EBRO 

Los atacantes, tras cuatro días de combates, habían perdido definitivamente la iniciativa. Con el río a las espaldas –un enorme obstáculo para el repliegue y el suministro–, los republicanos no pudieron obviar el hecho de que el “éxito” inicial de la campaña se había saldado con nada menos que 12.000 bajas a cambio de un terreno conquistado de escaso valor estratégico. La Batalla del Ebro se convirtió a partir de entonces en una encarnizada lucha de posiciones. Pero la contraofensiva no fue ni mucho menos tan rápida como Franco esperaba. Las órdenes de Modesto eran claras: defender cada posición hasta la última sangre. La retirada o la deserción se pagaban con el fusilamiento. El líder republicano pretendía rentabilizar así a su favor el terreno montañoso, fácil de defender y mucho más difícil de atacar. En consecuencia, los progresos del enemigo eran lentos y se pagaban con muchos muertos. Eso, sumado al calor asfixiante del verano, hizo mella poco a poco en la moral del ejército franquista, que apenas conseguía avanzar, entre críticas internas (y hasta del propio Mussolini) a las decisiones estratégicas de Franco. Dispuesto a doblegar la resistencia republicana de una vez por todas, el Generalísimo trasladó entonces el Cuerpo del Ejército del Maestrazgo, al mando de García Valiño, desde Levante hasta el Ebro, movilizando también a la Legión Cóndor y al grueso de la artillería italiana para inclinar la balanza de una vez por todas a favor de los sublevados.

UNA GRAVOSA DERROTA 

Se inició así una nueva fase en la contraofensiva a comienzos de septiembre, con el mencionado García Valiño al frente de las operaciones. Estas se concentraron en el este, con una acumulación de artillería inédita hasta la fecha. La resistencia de Modesto fue numantina, y a mediados de mes se realizó una nueva llamada a filas a la desesperada para compensar las numerosas bajas en el bando republicano. Todo iba a ser en balde. El 23 de octubre, tras semanas de estéril resistencia, el ejército nacional concentró quinientas piezas de artillería en la sierra de Cavalls, al este de Gandesa. Tras el atronador bombardeo, García Valiño envió sus fuerzas al ataque de las debilitadas posiciones republicanas, logrando al fin abrir una brecha decisiva en su sistema defensivo. Modesto, desbordado, trató sin éxito de reagrupar a sus tropas, pero en las dos semanas siguientes sus hombres perdieron el control de todas y cada una de las posiciones que aún defendían. El 16 de noviembre de 1938, rendido a la evidencia, ordenó el repliegue de las unidades que quedaban en la otra orilla del Ebro. El último clavo ardiendo de la estrategia republicana le había quemado los dedos. La Batalla del Ebro, por su intensidad, decisiva importancia y número de muertos, fue la más trascendente de todas las libradas en el transcurso de la Guerra Civil. El Ejército Popular vendió cara su piel: cuatro meses de combate sin cuartel en condiciones extremas y un número de bajas extraordinariamente abultado (aunque esto sucedió en ambos bandos: unas 75.000 en el republicano, entre muertos, heridos y prisioneros, y de 40.000 a 60.000 en el franquista). La República quedó tan debilitada que la derrota total estaba ya a la vuelta de la esquina. En las orillas del Ebro, Franco desarmó definitivamente la resistencia a su alzamiento. 

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