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sábado, 28 de septiembre de 2019

La guerra prosigue tras la victoria

En sus siempre parciales memorias, el coronel Segismundo Casado, responsable del golpe interno contra el gobierno de Negrín que precipitó el final de la República, refiere su respuesta al Jefe del Ejército del Centro cuando este le comunica, el 27 de marzo de 1939, que soldados republicanos se están pasando a las filas enemigas en las inmediaciones de la capital: “¡Quiere usted nada más elocuente y más hermoso que la paz haya empezado por abajo!”. Pero esa supuesta paz no iba a ser tal, sino más bien un estallido, a partes iguales, de exaltación de la victoria del bando “nacional” y de revancha contra el bando derrotado.

NI PERDÓN NI OLVIDO 

Ese espíritu vengativo quedó en evidencia desde el mismo momento de la capitulación, como puede verse en este otro pasaje de las memorias de Casado en el que cuenta la entrega de Madrid a los franquistas el 28 de marzo: “El bando enemigo le comunicó [al Jefe del Ejército del Centro] a las trece horas de ese día que se presentara, acompañado de su Estado Mayor, al Jefe de la 26 División nacionalista en el Hospital Clínico. Hizo la presentación con cuatro oficiales y, terminado el acto, quedaron detenidos”. Y es que Casado pensaba que podría negociar con Franco de tú a tú, pero el golpe y la eliminación de los comunistas habían descartado la baza más poderosa que le quedaba a la República de cara a la negociación: la amenaza de una resistencia numantina desesperada. Desmantelada toda resistencia, aquel mismo día 28 entraron en Madrid los primeros camiones con tropas de los vencedores, que al mando del coronel Losas fueron apoderándose de la ciudad entre aplausos, brazos en alto y vítores, unos más sinceros que otros, evidentemente; muchos sabían que no habría perdón ni olvido para los “desafectos” y se apresuraron a mostrar su adhesión incondicional para salvar la vida.  

“¡FRANCO, FRANCO, FRANCO!” 

Abundan los testimonios de este entusiasmo real o sobrevenido que se apoderó al punto de los
madrileños. Una crónica en el ABC del 29 de marzo –recuperada la cabecera ese mismo día por sus antiguos dueños, tras tres años de incautación republicana– relata: “En las primeras horas de la mañana aparecieron banderas blancas en muchos edificios, (...) una gran bandera en el Capitol y otras (...) en los edificios más elevados de la Gran Vía y la calle de Alcalá”. Balcones y ventanas se cubrieron asimismo de enseñas rojigualdas y de Falange, mientras algunos curas improvisaban misas de campaña y el gentío se echaba a la calle al grito de “¡Franco, Franco, Franco!”. No solo la afinidad ideológica o el miedo impulsaron estas reacciones; también el hambre y el puro desaliento. Priscilla Scott-Ellis, aristócrata inglesa reclutada como enfermera en el bando franquista (y, andando el tiempo, primera esposa de José Luis de Vilallonga), habla así en su diario de lo que vio al llegar a la capital por esas fechas: “La gente de Madrid estaba saliendo en tropel a las calles, gritando y saltando sobre los coches, pidiendo comida, cigarros, cualquier cosa”. Sea como fuere, algo estaba claro: la República había perdido y no cabía volver atrás. Poco después, el 1 de abril, tras rendirse los escasos enclaves en los que aún se combatía, Radio Nacional emitió el escueto y tantas veces citado parte de guerra final firmado de su puño y letra por “el Generalísimo Franco”, que enseguida recibiría felicitaciones en la esfera internacional por su triunfo: “En el día de hoy, cautivo y desarmado el Ejército Rojo, han alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado”.

LA VENGANZA SIGUE 

Madrileños celebrando la entrada de las
tropas nacionales en la ciuda
Pero con el fin de las hostilidades no vino el del rencor, como decíamos. La maquinaria de la represión se puso en marcha de inmediato, llenando desde primeros de abril el Tribunal Supremo de la madrileña plaza de la Villa de París de consejos de guerra sumarísimos y condenas a muerte exprés. Ese rencor halló muchos cauces para manifestarse; no otra cosa supuran los versos del chotis ¡Ya hemos pasao! , grabado apresuradamente para la ocasión por Celia Gámez, o esta tremenda alocución radiofónica pronunciada por el escritor fascista Ernesto Giménez Caballero en el mes de mayo: “La guerra no ha terminado. La guerra sigue. Sigue en silencio: en frente blanco invisible. Y una guerra tan implacable como la que sufrieron hasta el 1 de abril nuestros cuerpos y nuestras vísceras. Es la misma guerra, son los mismos enemigos. Es la misma canalla que no se resignará hasta su aplastamiento definitivo, histórico”. Entretanto, en Madrid, como en el resto del devastado país, se intentaba recuperar así fuera una mera apariencia de normalidad. La fuente de la Cibeles, que había permanecido toda la contienda protegida por una pirámide de ladrillos, arena y sacos terreros –y ganado así el apelativo popular de “la linda tapada”–, fue rápidamente desenterrada. Con igual celeridad, el mismo 1 de abril tomaron posesión de sus cargos y de sus improvisadas dependencias el nuevo gobernador civil –el teniente coronel Luis Alarcón de la Lastra, que ubicó su sede en el Palacio de Lázaro Galdiano (hoy Museo)– y militar –el antes mencionado coronel Eduardo Losas, que se instaló en el edificio Capitol– de la “reconquistada” capital de España.

UNA DEMOSTRACIÓN DE PODER

No obstante, a Franco no se le iba a olvidar como si tal cosa que aquella ciudad se le había resistido durante nada menos que dos años y ocho meses, plantando cara a sus repetidos asedios hasta el límite de sus fuerzas. Hacía falta una demostración de poder definitiva que doblegara el ánimo incluso de los más escépticos, un acto que sirviera de culminación a la exaltación de su triunfo sobre la “Antiespaña” –encarnada en Madrid como último bastión de la legalidad republicana– y le callara la boca a esta para siempre. Así, el 14 de abril comenzaron los preparativos para la celebración, un mes más tarde, de una gran exhibición militar en la capital que iba a recibir el nombre, como no podía ser de otra forma, de Desfile de la Victoria. Después de decidirse cuántas unidades participarían en la parada y cuáles serían, se escogió como fecha del evento el 19 de mayo. Hay que tener en cuenta que Franco y su gobierno aún se encontraban en Burgos, que la situación de las comunicaciones y las infraestructuras seguía haciendo penoso cualquier traslado y que, además, se buscaba que el desfile madrileño fuese el último de una serie de ellos, a celebrarse en diversos lugares de la geografía patria (Andalucía y Valencia, fundamentalmente).

TODO A PUNTO PARA LA ENTRADA TRIUNFAL 

En ese lapso, la ciudad fue dispuesta a conciencia, a imagen y semejanza de lo que llevaban años haciendo Hitler y Mussolini. Las fachadas de cines, teatros, grandes almacenes y edificios representativos se engalanaron con fotos de Franco y José Antonio, banderas rojigualdas y emblemas del Movimiento Nacional. La Cámara de Comercio ordenó que los escaparates de todas las tiendas exhibieran retratos del Caudillo y carteles con los lemas “Franco, Franco, Franco”, “Arriba España”, “Una, Grande y Libre” o “Por la Patria, el Pan y la Justicia”. Asimismo, se pidió a la población que acogiera en sus casas a los oficiales que iban a participar en el desfile; la respuesta, a este respecto, fue un tanto tibia, por lo que el 9 de mayo hubo de imponerse un sistema obligatorio de alojamiento. La oficina de prensa del gobierno de Burgos anunció que la llegada de Franco seguiría “el ritual observado cuando Alfonso VI, acompañado por el Cid, tomó Toledo en la Edad Media”. Para cumplir con tan modesto objetivo, se trazó un recorrido que abarcaba los paseos del Prado, Recoletos – ahora, paseo de José Calvo Sotelo– y la Castellana –avenida del Generalísimo– hasta la plaza de Cánovas del Castillo. En la acera derecha de este último tramo se instaló la tribuna, con forma de arco de triunfo y henchida de parafernalia (tapiz con el Águila de San Juan, inscripciones con las palabras “Victoria” y “Franco”), desde la que el líder de la nación presidiría los festejos. Con todo a punto, el 18 de mayo se produjo la entrada triunfal del vencedor de la Guerra Civil en la que había sido capital de la República hasta mes y medio antes. En otro alarde de grandilocuencia medieval, se encendieron hogueras en las montañas más altas de cada provincia por la que pasó su  comitiva en el trayecto de Burgos a Madrid. Una vez allí, la marquesa de Argüelles le cedió a Su Excelencia un palacio en la calle de Serrano para que se hospedara lo más cómodamente posible. 

EL DÍA DE LA APOTEOSIS 

Tropas nacionales saludando a Franco
Y así llegó la gran jornada: el 19 de mayo, Día de la Victoria, que fue declarado festivo para favorecer la asistencia al desfile. No es que hicieran falta muchos incentivos; con auténtico fervor o por la cuenta que les traía, 400.000 madrileños se agolpaban desde las seis de la mañana a lo largo del recorrido previsto. Por el centro de la ciudad iban y venían, excitadas, las pandillas de Falange y de la Sección Femenina ofreciendo a los viandantes ejemplares de Arriba y haciendo el saludo romano. 

A las nueve, Franco llegó en coche descubierto a su tribuna, ataviado con un oportuno eclecticismo que incluía guiños al Ejército (uniforme militar), los falangistas (camisa azul) y los carlistas (boina roja). Se le impuso la Gran Cruz Laureada de San Fernando, máxima condecoración militar española, y, tras unírsele en el palco de autoridades el cardenal primado Isidro Gomá, dio comienzo el desfile.

El número de efectivos que intervinieron varía según las fuentes: unos hablan de 120.000, otros de más del doble, 250.000. En cualquier caso, fue el abrumador e intimidante espectáculo que Franco deseaba. Allí estuvieron todas las unidades que habían combatido en la guerra, incluidas las extranjeras: los llamados “viriatos” (voluntarios portugueses de la Legión), los mercenarios marroquíes, el Corpo di Truppe Volontarie italiano y los alemanes de la Legión Cóndor, que sobrevolaron con sus aviones los tejados de la ciudad. Por si esta exhibición aérea fuera insuficiente, una escuadrilla de 62 biplanos compuso en el cielo la leyenda “Viva Franco” y otra aeronave pintó con humo la palabra “Generalísimo”. La parada, que duró cinco horas y costó una fortuna, apenas quedó deslucida por un rato de lluvia hacia el mediodía. 

Luego, tras un banquete en el Palacio Real, el Caudillo remató la faena con un discurso por radio en el que hubo bilis para todos: Francia y Reino Unido, el gran capital, el marxismo y, por supuesto, los vencidos, a los que achacó la responsabilidad del “martirio de Madrid” en la guerra. La apoteosis de la venganza concluyó así satisfactoriamente y Franco pudo dedicar el resto del día a actividades más gratas; por la tarde, acudió al Teatro Calderón a ver la zarzuela Doña Francisquita . 

EN OLOR DE SANTIDAD 

Aún faltaba el último acto. Al día siguiente, 20 de mayo de 1939, se celebró una fastuosa y solemne ceremonia religiosa en la iglesia de Santa Bárbara, presidida por el cardenal Gomá y con la asistencia de otros veinte obispos, que supuso la consagración definitiva de la santidad de la “Cruzada”. La ceremonia, además de la misa pontifical y el tedeum en agradecimiento a Dios por la victoria, incluyó un ritual –ungimiento del Caudillo, reconocimiento de su liderazgo providencial, entrega de la espada de la Victoria a Cristo– muy semejante a los realizados en el pasado para coronar a los reyes de Castilla. 

Ahí no acabaron las semejanzas: Franco entró al templo bajo palio, un privilegio litúrgico hasta entonces reservado a la realeza. Sirva la descripción que del episodio hace en sus memorias el escritor y teólogo Enrique Miret Magdalena, testigo del mismo en su juventud, para cerrar este artículo: “Y para terminar la misa, Franco entregó su espada al Cristo de Lepanto, que presidía la ceremonia, uniendo simbólicamente la política española tradicional y la religión hispana de la intolerancia de Felipe II. (...) Así comenzó la posguerra”. 

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