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viernes, 25 de julio de 2014

Alcázar de Toledo, sitio del.

Tras el fracaso del alzamiento militar en Toledo y en vista de que el coronel José Moscardó Ituarte y los demás jefes y oficiales sublevados se retiraron al edificio del Alcázar y a otros próximos a él, el 22 de julio de 1936 las milicias afectas a la República procedieron, sin pérdida de tiempo, a poner cerco a la histórica fortaleza y sus inmediaciones. 

No están de acuerdo los historiadores en el número exacto de personas que se encerraron en el citado Alcázar, pero algunos estudios serios que merecen crédito permiten afirmar que debieron de ser entre 1750 y 1770, de las cuales unas 1000 o 1100 pertenecían, de alguna manera, al ejército o a las fuerzas de orden público y el resto era personal civil, si bien poco más de un centenar de estos últimos fueron militarizados al incorporarse al grupo rebelde. Entre los pertenecientes al primer grupo había 24 jefes, 124 oficiales, 62 suboficiales, 32 asimilados, 631 guardias civiles, 22 de asalto y algunos cadetes. Los civiles militarizados pertenecían en su mayoría a organizaciones políticas simpatizantes con el alzamiento militar o, simplemente, eran jóvenes que se hallaban preparando el ingreso en alguna academia militar. El resto era personal no apto, es decir, mujeres, niños, ancianos y un reducido número de prisioneros o rehenes -que al parecer nunca pasó de diez- conducidos contra su voluntad al Alcázar a fin de que garantizasen con sus vidas la seguridad de los familiares de los sublevados que por diversas circunstancias no habían podido o no habían querido encerrarse en el antiguo palacio. 

Dado que los alumnos de la Academia se hallaban de vacaciones, la despensa del Alcázar estaba pobremente desabastecida y la escasez de víveres se dejó sentir desde el primer momento, lo que obligó a establecer un riguroso racionamiento. El agua, en un principio abundante, con el tiempo tuvo que ser igualmente racionada. El corte de energía eléctrica impuso la utilización de improvisados candiles, alimentados con la grasa de los animales de tiro que las circunstancias obligaron a sacrificar. Los cuidados sanitarios se encomendaron a tres médicos militares, un médico civil, dos practicantes, dos enfermeras y cinco hermanas de la Caridad. En ningún momento faltaron los medicamentos más necesarios y usuales. 

El personal no combatiente fue alojado en los sótanos, donde cabía presumir que estaría más seguro. El armamento de los sitiados era, poco más o menos, éste: alrededor de 1200 fusiles y mosquetones, 13 ametralladoras, 13 fusiles-ametralladores, 200 granadas de mano, 25 granadas incendiarias, 100 petardos de trilita, 2 cañones de 70 mm (con 50 proyectiles) y un mortero ligero (con otros 50 proyectiles).

Junto al citado coronel Moscardó, que asumió la máxima responsabilidad de la defensa, prestaron servicio tres tenientes coroneles, que contribuirían con su esfuerzo al éxito de la operación: Manuel Tuero de Castro, de Infantería; Antonio Valencia Somalo, de Caballería, y Pedro Romero Basart, de la Guardia Civil. 

Las fuerzas que inicialmente cercaron el Alcázar no llegaban a dos mil hombres, más otro millar aproximadamente de milicianos pertenecientes a organizaciones políticas y sindicales de no fácil catalogación y sin más ideal común que su decidido propósito de "luchar contra el fascismo". 

El 23 de julio, primer día del sitio, un avión republicano bombardeó el Alcázar, resultando muertos dos capitanes y heridos dos guardias civiles. «El día 23 de julio declaraba, terminada ya la guerra, el citado Moscardó ante la causa general (Causa general, la dominación roja en España, Ministerio de Justicia, Madrid, s/a) -por la tarde sonó el teléfono, pidiendo hablar conmigo. Me pongo al aparato y resultó ser el jefe de las milicias de Toledo, quien, con voz tonante, me dijo: Son ustedes responsables de los crímenes y de todo lo que está pasando en Toledo, y le doy un plazo de diez minutos para que rinda el Alcázar, y, de no hacerlo, fusilaré a su hijo Luis, que lo tengo aquí a mi lado. Contesté: No lo creo. Jefe de milicias: Para que vea que es verdad, ahora se pone al aparato. Hijo: ¡Papá! Yo: ¡Qué hay, hijo mío? Hijo: ¡Nada! que dicen que si no te rindes me van a fusilar! Yo: Pues encomienda tu alma a Dios y muere como un patriota, dando un grito de ¡Viva Cristo Rey! y ¡ Viva España! Hijo: ¡Un beso muy fuerte, papá! Yo, al jefe de milicias: ¡Puede ahorrarse el plazo que me ha dado y fusilar a mi hijo, pues el Alcázar no se rendirá jamás!» Cumpliendo su amenaza, el nombrado jefe de milicias ordenó poco tiempo después el fusilamiento del hijo del repetido coronel. 

Desde el primer momento la prensa republicana «tomó» varias veces el Alcázar toledano, publicando incluso fotografías del momento de la rendición de la fortaleza, con lo que inicialmente se consiguió cubrir dos objetivos: uno, infundir a sus masas una cierta moral de victoria; y el otro, confundir al enemigo, con la posibilidad de que, creyendo la falacia, abandonase cualquier intento de liberación de los recluidos en el viejo castillo toledano. En evitación de que esto último pudiera suceder, Moscardó ordenó al capitán Luis Alba Navas que abandonase el Alcázar y que, traspasando las líneas republicanas, llegase hasta donde se hallaban las fuerzas nacionalistas e informase a los altos mandos de éstas de que los sitiados tenían el propósito de resistir a toda costa. El mencionado capitán no consiguió su próposito, pues fue descubierto por un antiguo subordinado suyo cuando estaba a punto de culminar la operación y fusilado momentos después. A fin de que la moral no decayese y los rehuidos en la fortaleza dispusieran de alguna información, comenzó a publicarse un periódico de circulación interna, hecho en una multicopista, llamado El Alcázar, que luego, terminada la guerra se convertiría en un conocido rotativo.

Durante los primeros días, y a pesar de que la aviación y la artillería habían causado graves destrozos en el Alcázar, el cerco se hizo tolerable, ya que las milicias atacantes se limitaron a hostigar sólo esporádicamente a sus enemigos. Aun así, sólo en diez días se registraron 9 muertos y 33 heridos. A partir de primeros de agosto el acoso se incrementó al máximo, quedando destruida una parte del edificio y causando gravísimas pérdidas a los sitiados. El descubrimiento de un almacén de trigo en un edificio próximo al Alcázar, del que los asediados llegaron a sacar cerca de 2000 sacos, de 90 kg cada uno, alivió la situación de éstos, que ya empezaba a ser angustiosa, permitiéndoles asegurar cada día y a cada persona allí acogida un panecillo de 150 a 180 g. 

El mando de las fuerzas atacantes lo ostentaba teóricamente el coronel Aureliano Alvarez Coque de Blas, aunque éste, la mayoría de las veces, se veía obligado a compartirlo con otras autoridades -civiles, políticas, sindicales, etc.-, lo que en muchas ocasiones supuso una gran disparidad de criterios a la hora de tomar decisiones. El 22 de agosto un avión nacionalista dejó caer un paquete con alimentos y un mensaje del general Franco en el que aseguraba a los sitiados que pronto serían liberados. La contabilización de las bajas habidas entre los defensores del Alcázar alcanzó en dicho mes de agosto la cifra de 21 muertos, 90 heridos y 23 desertores. 

A principios de septiembre el aludido coronel Alvarez Coque cedió el mando de las fuerzas republicanas al recién ascendido a general José Asensio Torrado, que en un momento dado llegó a disponer de más de veinte piezas de artillería con las que bombardear el Alcázar. «El 8 de septiembre -escribe José Manuel Martínez Bande en Los asedios (Servicio Histórico Militar, Monografías de la guerra de España, 16, Ed. San Martín, Madrid, 1963)-, precisamente aquel en que se abate el torreón Noroeste, a las diez y media de la noche, desde una casa del frente sur, se solicita una entrevista con el coronel. La persona que desea verle y hablar es un militar profesional, el comandante don Vicente Rojo, y aquél fija la hora pertinente en la de las nueve de la mañana del siguiente día, dando toda clase de garantías de seguridad. El Diario de Moscardó, correspondiente a la fecha del 9, señala: A las nueve de la mañana, y sin oírse ni un disparo en los dos campos, como se había convenido, avanzó a la Puerta de Capuchinos el comandante Rojo, con bandera blanca, indicándosele que se trasladara a la Puerta de los Carros, como así hizo. Recibido allí y vendados los ojos, fue trasladado a presencia del coronel Moscardó. Rojo le explicó que venía como emisario de la Junta de Defensa de Toledo, para obtener su rendición y la de los suyos. Las condiciones eran las de otorgar garantía completa de todos los residentes en el Alcázar, libertad inmediata para las mujeres, soldados y menores de dieciséis años, y entrega del resto a los jueces para que delimiten su culpabilidad. El coronel rechazó tales condiciones, manifestando la decisión de todos de seguir defendiendo el recinto y la dignidad de España hasta el último momento. A las diez de la mañana Rojo abandonaba el Alcázar, después de haber hablado allí con varios compañeros suyos... Se había pedido al comandante Rojo, en su visita al Alcázar, la presencia de un religioso, ya que no había ninguno allí refugiado, y la petición fue concedida. 

Así, el día 10, a las ocho de la tarde, desde una casa situada al Sur del recinto, se anunciaba que al día siguiente, a las nueve de la mañana, seria enviado el canónigo don Enrique Vázquez Camarasa, el cual podría permanecer con los sitiados tres horas. A la hora citada entró aquel en el Alcázar, siendo conducido a presencia del coronel. El padre Vázquez Camarasa pintó una situación de Madrid casi normal, estando las iglesias precintadas y respetadas. Luego dijo misa, ofreció la comunión y dio una absolución general. Finalmente, pasó de nuevo al despacho de Moscardó, donde trató del tema de la salida de las mujeres y niños, a los que calificó de rehenes. A las doce el sacerdote se marchaba por el camino que trajo. Habia pintado la situación de los sitiados como la de los sentenciados a una muerte próxima e inevitable. 

Este mismo día, de siete a siete y cuarto de la tarde, pedía de nuevo el comandante Rojo volver a hablar con Moscardó sobre la evacuación de niños y mujeres, contestándosele negativamente... Por iniciativa propia y siguiendo su línea trazada desde el mismo 18 de julio de socorrer en lo posible a las victimas españolas de la revolución, don Aurelio Núñez Morgado, embajador de Chile y decano del Cuerpo Diplomático acreditado en España, visitó el 13 de septiembre al jefe del Gobierno y ministro de la Guerra, Largo Caballero, pidiéndole autorización para visitar el Alcázar y gestionar la libertad de mujeres y niños. Autorizado debidamente, aquella misma tarde, a las tres, salía Núñez Morgado para Toledo, acompañado de otros miembros del Cuerpo Diplomático, entrevistándose con el teniente coronel Barceló, que le indicó que lo que tuviera que decir y tratar debía hacerlo delante del Comité de Defensa. Trasladado a la sede de éste, sus miembros le manifestaron que lo único que debía pedir era la rendición de los encerrados en el Alcázar, manifestándole además que allí, en Toledo, ellos eran la única autoridad, pues no se hacía ningún caso de lo que se ordenase en Madrid, aun por ministros y presidentes de Gobierno. Sin poder hablar con los sitiados, Núñez Morgado regresó a la capital, recibiendo al siguiente día un escrito del Comité, donde se decía que a su propuesta los facciosos habían contestado: Si el embajador de Chile desea algo de nosotros, que, por medio de su Gobierno, se ponga en comunicación con el nuestro de Burgos

Finalmente, en la tarde del día 18 -después de haber hecho ya explosión las primeras minas- la Junta de Defensa de Burgos enviaba al general Franco, jefe de las fuerzas encargadas de liberar el Alcázar, un telegrama procedente de Ginebra y enviado al jefe de equipo de la Cruz Roja de la zona nacional. En el telegrama se decía que el Gobierno de Madrid autorizaba la evacuación sin condiciones de 900 mujeres y niños acogidos al Alcázar, bajo control del Cuerpo Diplomático y Comité Internacional de la Cruz Roja en Madrid. Pero ya para entonces habían sido superados con creces los efectos, que en un principio te supusieron apocalípticos, de la voladura proyectada del Alcázar, y en esa fecha 18, las fuerzas de Franco habían ocupado Otero, a 48 kilómetros de Toledo. 

El coronel Moseardó había escrito el día 14: Se ve que  tienen un tiran interés en coaccionar al Mando por este procedimiento (el de invocar la suerte de mujeres y niños), y conseguir así lo que no conseguirán de ninguna manera: nuestra destrucción. No obstante la actitud de Moscardó y de sus más allegados seguidores, la moral de los defensores del Alcázar, después de mes y medio de sitio, decayó considerablemente y las deserciones aumentaron. 

A primeros de septiembre se detectan los trabajos preparativos de dos nuevas minas, es decir, de lo que pueden ser dos próximas explosiones de intensidad incalculable. El día 17 de dicho mes todo está listo para asestar al Alcázar el que parece ser último golpe. Cada mina es cargada por expertos mineros asturianos con 2500 kg de trilita. Según cálculos hechos por técnicos en la materia, una vez que las minas hiciesen explosión no debía quedar del Alcázar más que un montón de ruinas humeantes. Francisco Largo Caballero, algunos ministros de su gabinete, generales, políticos, fotógrafos, periodistas españoles y extranjeros, etc., se trasladan a Toledo para presenciar el espectáculo, anunciado poco menos que a bombo y platillo. El optimismo de los sitiadores no admite dudas, y la orden que reciben las fuerzas atacantes, menos todavía: «En la madrugada del día 18 tendrá lugar la operación para la toma del Alcázar.» Cerca de 2500 hombres -más otros 1500 de reserva, debidamente equipados-, 2 carros blindados, un tanque-oruga, un cañón de 7,5, 16 ametralladoras y 9 morteros se aprestan para el asalto. El día 18, muy de mañana, se inicia una operación de castigo contra el Alcázar, sobre el que caen 86 proyectiles del 15,5. Minutos después tiene lugar la esperada explosión, explosión que se oyó incluso en los aledaños de Madrid, es decir, a más de 70 km de distancia. A continuación, una vez que se disipa el humo producido por la aludida explosión, se inicia el asalto a la fortaleza. «Por la Puerta de Hierro avanzó un tanque -escribe el repetido Martínez Bande (op. cit.)-, que forzó la verja y separó los coches que formaban a modo de una barricada, pero pronto se vio obligado a retroceder... Fue, pues, sólo el grupo antes citado, de los dos que integraban el Sector Norte, el único que consiguió poner los pies en el Alcázar, avanzando por entre los cascotes situados ante la base del torreón Noroeste, a cubierto de los fuegos contrarios. Coronada la altura del primer piso de la galería Oeste, arrojó por ella y los huecos de las habitaciones de la misma granadas de mano, mientras que en el trozo más alto de las ruinas de la que había sido fachada Norte colocaba una bandera roja. La situación se ha vuelto así gravísima para los defensores del Alcázar, ya que bien puede decirse que se ha iniciado su ocupación. Pronto se oyen gritos de ¡A reforzar los puestos!.  Todo» corren y Moseardó ordena: ¡Hay que desalojar esa galería y arrancar la bandera a toda costa!. Primero surge un oficial, en seguida otro, y otro y otro. Son los tenientes de Infantería don Silvano Cirujano Robledo, don Benito Gómez Oliveros y don Mariano Trovo, y el de Intendencia don Enrique Castro Miranda. Buscan escalas marinas del Gimnasio, que no pueden utilizar, y luego tres escaleras de mano, que empalman. Trepan por ellas y llevados de su arrojo y bravura, pese a su depauperación, logran, tras breve y durísima lucha, desalojar al enemigo y arrancar la bandera.» 

El 20 de septiembre las tropas de Varela se hallan a menos de 30 km de la antigua ciudad imperial. El Alcázar, que ya es sólo un ingente montón de piedras, se ha convertido en una obsesión para el Gobierno republicano. Cada día es sometido a un intenso fuego de artillería, morteros, ametralladoras y fusilería. El día 22 los sitiados advierten claramente que su liberación está cada vez más próxima. «El 26, al empezar a oírse en Toledo los disparos de los cañones que anunciaban la cercanía del enemigo, fue la señal para que con gran rapidez fueran desapareciendo de la ciudad los pañuelos rojos y negros, con quienes los llevaban, por supuesto», escribe Enrique Líster en Nuestra guerra (Ebro, París, 1966). Y añade, líneas después: «El domingo 27, al amanecer, después de un corto fuego de artillería y volar una mina, intentamos un último asalto al Alcázar, con todas las fuerzas que pude reunir. El ataque no tuvo éxito.» Visto el fracaso, los sitiadores tratan de envolver en llamas lo poco que queda del histórico recinto, lanzando sobre sus muros y las ruinas que yacen a sus pies 6000 o 7000 litros de gasolina, a los cuales prenden fuego, pero la tantas veces pretendida rendición de la fortaleza tampoco se consigue en esta ocasión. Poco tiempo después, sigue diciendo el citado Líster (op. cit.), «comienza la desbandada general». Tropas nacionalistas, mandadas por los tenientes coroneles Carlos Asensio Cabanillas y Fernando Barrón Ortiz, y por el comandante Mohamed Ben Mizzian, se aproximan velozmente a Toledo, a pesar de la resistencia que oponen las fuerzas gubernamentales. El día 27, ya anochecido, se establece el primer contacto entre los sitiados y sus próximos liberadores. El 28 por la mañana el general José Enrique Varela Iglesias entra, victorioso, en las ruinas del Alcázar. Moscardó sale a su encuentro y, cuadrándose y saludándole reglamentariamente, le dice: «Sin novedad en el Alcázar, mi general.» 

Un día después, el general Franco, ya designado in pectore jefe supremo del bando nacionalista y generalísimo de ejércitos, impone al coronel Moscardó la Cruz Laureada de San Fernando individual, y la colectiva a los demás defensores del ruinoso recinto. «La patria -dice el general Franco en aquella ocasión- os debe a todos eterno reconocimiento. La Historia es pequeña para la grandeza de vuestros hechos. Habéis ensalzado la raza, encumbrado a España, dándole gloria inmarcesible. Yo os saludo y abrazo en nombre de la patria y os traigo su gratitud y reconocimiento por vuestro heroísmo...» 

La propaganda republicana, en multitud de ocasiones, trató de empequeñecer la gesta del Alcázar, alegando, entre otras razones, que Moscardó se vio obligado por algunos de sus inmediatos colaboradores a adoptar una actitud que desde un principio iba contra su voluntad -véase en este sentido, por ejemplo, la obra de Luis Quintanilla Los rehenes del Alcázar (Ruedo Ibérico, París, 1967)-, pero todas las fuentes consultadas que merecen crédito coinciden en reconocer -no obstante las inevitables deserciones, el cansancio y, en ocasiones, la baja moral de la mayoría de los defensores, y otras muchas circunstancias personales que, por ignoradas, es imposible recoger aquí- el valor real, y simbólico al mismo tiempo, del tantas veces citado Moscardó y de los hombres y mujeres que le siguieron. Un autor nada sospechoso al respecto -Julián Zugazagoitia, ministro de la República en guerra (Guerra y vicisitudes de los españoles, Ed. Crítica, Barcelona, 1977)-, describe así los últimos momentos del asedio toledano: «El día 28 de septiembre, los defensores del Alcázar fueron liberados por las tropas de Franco, que entraron en Toledo sin que necesitasen hacer demasiado uso de sus armas. Pequeños núcleos de resistencia, que se replegaban por los caminos de Madrid, les hicieron las salvas de ordenanza. No parece que hubo más. La escalada de la ciudad fue tan rápida que bastantes milicianos no llegaron a darse cuenta de ello, y se vieron envueltos por el enemigo cuando descansaban de la guardia de la noche... Los regulares no se dejaban enternecer. Despojaban a los prisioneros de sus efectos y a continuación los fusilaban. Todo varón, por serlo, era sospechoso, y para saber si había participado en la contienda, sus aprehensores le obligaban a mostrar el hombro derecho. Si estaba enrojecido, quedaba condenado a muerte y la sentencia se cumplía sobre la marcha. Estos trabajos los hacían los regulares sin la menor emoción, con absoluta indiferencia. Su insensibilidad para la muerte ajena, no para la propia, que ellos sabían suplicar, arrodillarse y llorar, no tenía parecido con nada. Se les dio, por muchas horas, el reino de la ciudad imperial. Registraban en las casas, buscaban en los sótanos, husmeaban en los patios, salpicando con mucha sangre las blancas paredes de los edificios toledanos. Donde no descubrían víctimas para su crueldad, encontraban objetos para su codicia. El botín les estaba autorizado por un corto período de tiempo... Las leyendas sobre su ferocidad habían hecho mella entre nuestros milicianos, que les huían, desafiando en la huida peligros mayores, como el paso del Tajo, en cuyas aguas fueron muchos los que encontraron la muerte. Mientras los regulares hacían la operación de limpieza, en el Alcázar se rescataba a sus defensores, que asomaron a la luz en un estado de extrema postración física. Indiferentes al homenaje de vítores de sus compañeros, sin la ayuda de brazos ajenos, se hubiesen derrumbado; tan agotados estaban. El resorte heroico que les mantuvo tiesos en tanto necesitaron resistir, se había inhibido, al faltar la necesidad, y aquellos que salían de los sótanos del edificio eran débiles criaturas humanas, sin vergüenza de sus flaquezas y de sus miserias. Los héroes habían quedado dentro, dueños de una casa que, con mayor razón que nunca, será sagrada para los infantes españoles. No les discutamos ese título, que sería mezquindad tonta. Su derecho a él no puede ser más legítimo. La proeza cumplida allí por los soldados a las órdenes de Moseardó tiene toda la fuerza de la mejor página histórica. Puede que en la estimativa profesional de los militares sea la más fácil: pero en la humana es inequívocamente la más difícil. Se exige saber mirar a la muerte horas y horas, días y días, semanas y semanas, cara a cara. Sostenerle la mirada sin una debilidad; soportando su macabro regocijo, desoyendo sus carcajadas de victoria. Vencedores de esa prueba, al encararse con la vida todos aquellos hombres recibían en el pecho el golpe seco de todos los miedos a que se habían hurtado y temblaban, escalofriados, de lo que no habían temblado. Sufrían de lo que no habían sufrido. Lloraban de lo que no habían llorado. Brazos fraternales tenían la necesidad de soportar la carga de aquellos cuerpos a quienes la conciencia de su victoria increíble ponía en trance de sufrimiento y de regocijo, de angustia y de dicha. Y es que la pesadilla conservaba su fuerza y ésta era más grande que la de verdad, presente en el calor del sol, en el aire puro, en los colores de los uniformes y en los gritos entusiastas de los soldados.» Martínez Bande (op. cit.), varias veces citado, pone fin a su detallado informe con estas palabras: «... la defensa del Alcázar brillaba con románticas luces propias y también heredadas. Aquí estaba no sólo la gesta de unos hombres concretos sino la defensa de un símbolo: la misma cuna de la Infantería española -la de Breda y la de Rocroy, es decir, de la que sabía ganar y de la que sabía perder-, y el mito del cadete defendiendo unas ruinas a pecho descubierto, frente a medios muy superiores, se izaba hermoso en un mundo harto materialista. Este cadete, en la leyenda del Alcázar, era un soldado novel, casi niño, espuma y promesa de un mañana. Pero la prosaica y bella realidad no era menos bella que la fantasía. Aquellos hombres encerrados en la fortaleza toledana apenas pasan de los 1200. Su jefe, Moscardó, con paciencia, apunta en su Diario, un día tras otro, las novedades de vida y muerte. Caen 90 soldados, de todas las graduaciones, son heridos 555 y se cuentan 18 desertores, quedando, apenas, 357 hombres en estado de total agotamiento. Porque en el Alcázar se ha sufrido hambre, sed, miseria, infinitas privaciones y una presión psicológica creciente, cáustica, a ratos insoportable. Allí ha tenido lugar una destrucción sistemática por la acción de la artillería, de la aviación, de fuego incendiario, de toda clase de bombas y petardos y sobre todo, de varias minas, ante las que parece imposible resistir. La fortaleza ha quedado convertida en un auténtico infierno, pero los hombres, llevados de su afán hispano de no ceder inspirados por una razón superior, han superado todo, sencillamente. No sin utilidad, pues el Alcázar ha absorbido del enemigo hombres y armas, que tan necesarias le son en aquellos primeros meses de la lucha civil. El Gobierno de Madrid y su ministro de la Guerra han otorgado siempre al molesto enclave la debida importancia, y si en un primer momento han pensado que se hundiría por sí solo, luego, al ver que eso no ocurre, volcarán los necesarios medios, siempre con supremacía absoluta de los destructivos, acorde todo con la doctrina tradicional de la expugnación de una fortaleza, no dejando piedra sobre piedra. El Alcázar es un doble toque de triunfo y de alerta. El general Franco dice: La liberación del Alcázar es lo que más he ambicionado en mi vida. ¡Ahora la guerra está ganada! Pero enfrente nacerá un tesón análogo, porque también se trata de españoles, tesón que se concretará en la defensa de Madrid.»

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