El 17 de julio
Este año, como todo Madrid estaba esperando algo «gordo» —además del alcalde y del señor Inda—, no se determinaban las gentes a salir de veraneo. Y allí iniciamos nuestra preparación heroica los que luego habíamos de ser héroes por fuerza.
Ya sabéis todos que en Madrid la gente es muy cafetera, muy discutidora y vociferante; pues bien, llevábamos una temporada de hablar bajo, mirando recelosamente al señor que tenemos al lado. Este silencio era como un grito de protesta, que culminó el día del entierro del llorado Calvo Sotelo — grandiosa manifestación de duelo nacional — cuando los guardias de Asalto dispararon a mansalva sobre las juventudes de Falange, en la calle de Alcalá, esquina a la de Montera. Desde ese día Madrid guardó silencio, esperando el «suceso» histórico, que no podía tardar, aún cuando nadie, sabíamos la «forma» en que había de presentarse.
Y así, nos situamos frente a la mañana limpia del 17 de julio.
¿Qué tenía la gente aquella mañana? La población parecía revivir a su euforia acostumbrada. Se discutía, se hablaba alto, se manoteaba. ¿Qué había pasado? Vino a aclarárnoslo un compañero en la prensa que nos encontramos frente al ministerio de la Guerra.
— ¿Qué pasa?
— Nada. Unos locos que se han sublevado en África. Cuestión de veinticuatro horas. El general Núñez de Prado acaba de salir en avión para nuestro Protectorado en Marruecos.
Y nos despedimos. Yo sentí la vergüenza de que me llamaran compañero de aquel sujeto que tenía una idea tan lamentable de la locura, del tiempo y del valor de la frase «protectorado».
Días después sentí la vergüenza del periodismo, cuando vi que una parte del periodismo español era capaz de la complicidad en el crimen y de vender sus plumas — plumas del salvajismo — al oro de Moscú.
Tiene que llegar un día en que, por dignidad profesional, se juzgue con tribunales de honor a cuantos se complicaron con la barbarie zafia y criminal de los rojos.
Aquella misma tarde regresó en el avión el general Núñez de Prado, por no haber encontrado en Africa un metro de tierra donde poder aterrizar.
Frente a los primeros nubarrones de la gran histórica tormenta que está salvando a España, el pueblo de Madrid, el verdadero pueblo, la conciencia misma de la raza chispera y manóla, empezaba a confiar en nuestro Dios, en el Dios Todopoderoso de los cristianos, cuyos templos iluminaron en llamas las noches azules y turbulentas de las horas rojas, que, ensangrentando a España, han avergonzado la civilización del mundo.
La chispa» estaba encendida. Sólo faltaba prender la llama redentora de la fe.
Y se encendió...
FECHA PARADOJICA
Diez y ocho de Julio: Esta fecha no la olvidará ningún madrileño. Es como la inicial roja en la pechera de la anarquía.
Aquella mañana, en las oficinas, en los cafés y en todas partes, la sonrisa de la confianza se dibujaba más acusada en los rostros que el día anterior.
Todos «decían» que «decían». Todos creímos encontrarnos ante el pórtico entreabierto. Todos sentimos la alegría de renacer. Presentíamos la presencia de España.
Sí; en las oficinas, en los cafés, en la calle, «conocían» los comentarios:
— Dicen que el movimiento es arrollador.
— Toda España está en pie.
— Madrid se levanta esta noche.
— El Gobierno no tiene solución.
— Le han fallado todos los resortes del mando.
— El general Mola viene sobre Madrid con 70.000 hombres.
— Cuestión de tres días, si la guarnición de Madrid y la Guardia Civil responden.
Estos eran los comentarios, los pronósticos, a los que ponía espuma de confianza el deseo de todos.
Sin embargo, todos sentíamos el soplo de lo imprevisto. Sabíamos que la Aviación fallaba, sabíamos que los guardias de Asalto estaban muy divididos desde el asesinato de Calvo Sotelo, pues mientras unos decían que era preciso depurar responsabilidades, por creer mientras tanto deshonroso vestir aquel uniforme, otros se habían quitado la careta y se declaraban francamente comunistas.
Los guardias de Asalto, desde el crimen que cometieron a las órdenes del capitán Condés y del teniente Moreno, estaban considerados como peligrosisimos. En vísperas del movimiento, un capitán de asalto, se sentó, de uniforme, con su señora, en la terraza de un café, y a los diez minutos se había quedado solo el matrimonio.
Madrid fue siempre una población de personas decentes, con unos «turistas indeseables», y ahora, los «turistas» han asaltado la casa y se han hecho los amos; pero no falta mucho para que Madrid se manifieste, si es que «los bárbaros» dejan vivas a las personas decentes.
Aquella mañana del 18 de julio de 1936 fue, sin embargo, una mañana optimista, donde la esperanza abría los brazos a la fe en nuestros destinos futuros.
Los periodistas ambiciosos amorales, rojos por la venta de su pensamiento, negros por su concepto bárbaro de la civilización, de la democracia y de la libertad, parecían soportar el peso de una duda, la angustia de un temor. Y no opinaban. No sabían nada. Se encogían de hombros. Sí, «decían cosas», pero ¿quién hacía caso? No, «había confirmación oficial», y la «oficialidad» y la «confirmación», «el Estado», en una palabra, se llamaba, nada más ni nada menos, que «Santiago Casares Quiroga». Por eso los «periodistas» «del sobre», de la vergüenza a la deriva y de la flamenquería con puro no opinaban. ¡Qué cobardes!
Yo sí opiné. Cometí esa imprudencia ante alguien que creí un caballero, cuando yo, todavía ingenuo, creía posible que los caballeros pudieran equivocarse y permanecer con los «zurdos». Opiné, y me permití hablar de España, de mi España y de mi fe en la resurrección.
Me hablaron de la República, y yo dije que; «aquello» no era la República; aquello no era más que los hombres representativos de un Estado, capaces de fraguar el crimen en la propia Dirección general de Seguridad y de servirse de la «fuerza pública» para ejecutarlo.
Me escucharon, sonrieron y se marcharon a lomos de la murmuración y de la blasfemia.
Y de repente, una versión nueva, rotunda; la imprecisa del genio militar, del ilustre general Franco, se confirmaba.
En Tenerife, el ilustre soldado se había hecho dueño de la situación. |
La esperanza se tornaba en seguridad.
«Franco secundaba el movimiento», «Franco lo dirigía», «Franco era la garantía máxima», «el único», «el preciso», «el indispensable»... Y ya estaba...
Todo Madrid comió tranquilo, Franco estaba con nosotros.
Aquella mañana fue un amanecer en la historia, que cegaba de resplandores santos...
J. ROMERO-MARCHENT
El Adelanto : Diario político de Salamanca: Año 53 Número 16329 - 1937 julio 18
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