Escritor autodidacta comprometido con la República, tras desempeñar la labor de censor de prensa extranjera comienza a escribir para conjurar las secuelas de una Guerra que forjó la memoria de un rebelde
Madrid resiste el avance de las fuerzas nacionales. Han transcurrido diez meses desde la huida del Gobierno republicano a Valencia, y la ciudad sitiada -bajo el mando del general Miaja- continúa en el punto de mira.
Los periodistas extranjeros se afanan en contar el conflicto al mundo exterior. Un organismo es el encargado de controlar las informaciones que los corresponsales envían por conferencia telefónica a sus periódicos: la Oficina de Censura de la Prensa Extranjera. Arturo Barea, a raíz del traslado del Gobierno a Valencia, queda como delegado de la oficina en Madrid. Hasta el estallido de la Guerra, Barea había sido un empleado de una oficina de patentes y "un escritor en ciernes que no había escrito nada", según palabras de George Orwell.
Corre el mes de septiembre de 1937 y las presiones e intrigas políticas obligan a Barea a abandonar el puesto que ocupa desde agosto de 1936. Este afiliado a UGT, "admirador, dentro del PSOE, de la figura de Indalecio Prieto", tal y como señala el historiador Gabriel Jackson, había ingresado en la Oficina de Censura avalado por el Partido Comunista -al que no pertenecía y del que luego se distanciaría- gracias a la recomendación de un amigo y por la decisión del entonces jefe de la Oficina de prensa extranjera, Luis Rubio Hidalgo.
Entretanto, la cruda experiencia de la contienda ha calado hondo en Barea y se convierte en un revulsivo que le empujará a escribir: "Barea necesitó de la ayuda de la Guerra Civil para sentirse escritor", señala José Esteban, editor en los años 70 de la obra del autor. Su gran trilogía autobiográfica, La forja de un rebelde, conformada por La forja (que abarca su niñez y adolescencia), La ruta (en la que narra su experiencia en la Guerra de Marruecos) y La llama (sus memorias sobre la Guerra Civil), se materializará años más tarde, pero comienza a tomar forma en su mente mucho antes, bajo las bombas del Madrid sitiado.
Arturo Barea nace en Badajoz el 20 de septiembre de 1897, aunque con sólo dos meses su familia se traslada a Madrid. Su infancia y adolescencia discurren entre dos ambientes opuestos que reproducen la brecha social de la España de la época. Los fines de semana, Barea vive en una humilde buhardilla con su madre, una lavandera viuda que trabaja duramente para sacar a sus hijos adelante. El resto de los días, está al cuidado de unos tíos acomodados, sin hijos, gracias a los cuales puede asistir a un colegio privado y soñar con un prometedor porvenir como ingeniero. Pero el joven Barea no puede evitar sentirse anclado en tierra de nadie: "...Así es que para insultarme, me ha ocurrido que los ricos me han llamado el hijo de la lavandera y los pobres me han llamado el señorito".
Sus expectativas de futuro se quiebran con la muerte de su tío: con 13 años, tiene que dejar las aulas e ingresar como aprendiz en una tienda. Tras abandonar ese trabajo, consigue un puesto en un banco del que también acabará escapando en un alarde de rebeldía.
A principios de la década de los años 20 es llamado a filas y enviado a la Guerra de Marruecos, una experiencia que le dejará un sabor amargo. En esa época contrae el tifus y sus secuelas le perseguirán toda la vida. Tras abandonar el ejército, consigue una posición laboral desahogada al frente de una importante casa de patentes y tiene cuatro hijos, fruto de un matrimonio que acabará haciendo aguas.
Durante la República, Barea demuestra su compromiso político participando activamente en el sindicato UGT, al que pertenecía desde muy joven.
Tras el levantamiento militar del 18 de julio del 36, no duda en sumarse a la resistencia popular participando en el asalto al madrileño cuartel de la Montaña. A partir de agosto, se vuelca de lleno en su nueva labor como censor y el 7 de noviembre de 1936, cuando el Gobierno republicano huye a Valencia, él decide mantenerse firme en su puesto.
El emblemático edificio de la Telefónica, en la Gran Vía madrileña, es el escenario de fatigas, angustias e interminables horas de trabajo. Barea siente sobre sus hombros todo el peso de su misión: "Había caído de lleno sobre mí la responsabilidad de la censura para todos los periódicos del mundo y el cuidado de los corresponsales de guerra en Madrid. Me encontraba en un conflicto constante con órdenes dispares del Ministerio en Valencia, de la Junta de Defensa o del Comisariado de Guerra".
En este contexto, entra en su vida -y se queda para siempre- la combativa periodista e intérprete austríaca Ilsa Kulcsar, su compañera en la tarea de reorganizar el servicio de prensa y censura de Madrid. Más tarde, por encargo del general Miaja, Barea comienza a combinar su labor de censor con las emisiones de radio al extranjero. En esas charlas nocturnas dirigidas al mundo exterior se esconde tras el seudónimo La voz incógnita de Madrid.
La mirada del escritor John Dos Passos nos devuelve el reflejo del Barea de aquella época: "En la gran oficina quieta encontráis a los censores de prensa, un español cadavérico y una mujer austríaca, regordeta, de voz agradable (...). No es sorprendente que el censor sea un hombre nervioso; parece mal nutrido y falto de sueño. Habla como si entendiera, pero sin sacar ningún placer personal de ello, la importancia de su posición como guardián de estos teléfonos que son el lazo de unión con países técnicamente en paz".
Los escollos a los que se enfrenta Barea los resume Orwell con estas palabras: "Su trabajo en la Oficina de Censura, aunque sabía que era útil y necesario, fue una lucha primero contra el burocratismo y luego contra las intrigas de trastienda. La censura nunca era total, porque casi todas las embajadas eran hostiles a la República, y los periodistas, irritados por estúpidas restricciones -las primeras instrucciones del señor Barea eran no filtrar "nada que no fuera una victoria por el Gobierno"- saboteaban todo lo que podían".
Los horrores de la Guerra enseguida le pasan factura y su salud física y mental se debilita. Entonces, Barea esquivará los fantasmas escribiendo. Su primer cuento es el resultado de una de sus crisis nerviosas: "...Se lo di a Ilsa y vi que la emocionaba. Si hubiera dicho que no era bueno, creo que nunca hubiera intentado volver a escribir, porque hubiera significado que no era capaz de tocar las fuentes escondidas de las cosas".
Sus recuerdos de aquellos días moldearán un auténtico fresco de la época: "El enemigo estaba en las puertas y podía irrumpir de un momento a otro; los proyectiles caían en las calles de la ciudad. (...) Nadie sabía quién era un amigo leal; nadie estaba libre de la denuncia o del terror, del tiro de un miliciano nervioso o del asesino disfrazado que cruzaba veloz en un coche y barría una acera con su ametralladora (...). Se caminaba con la muerte al lado". En la cabeza de Barea comienza a bullir la idea de escribir su historia para tratar de comprender, a través de ella, la de su propio pueblo: "... me daba cuenta de que no podía escribir más artículos ni más historias de propaganda, sino dar forma y expresar opinión de la vida de mi propio pueblo, y que para aclarar esta visión tenía primero que entender mí propia vida y mi propia mente".
En septiembre de 1937, Barea es destituido como censor y poco después también se ve obligado a abandonar la radio. En noviembre de ese mismo año decide dejar Madrid, junto con Ilsa, y se traslada a Alicante primero, y a Barcelona después. Allí, la tensión de los bombardeos sigue resquebrajando su salud: "Era claro que tendría que abandonar mí país si no quería volverme loco.Tal vez lo estaba ya".
En febrero de 1938, tras obtener el divorcio de su mujer, contrae matrimonio con la austríaca y obtiene el permiso para salir de España. En esos días, el manuscrito de su primera colección de cuentos, Valor y Miedo, es aceptado por Publicaciones Antifascistas de Cataluña.
A finales de mes, la pareja cruza la frontera rumbo a París. Viven cerca de un año en la capital francesa, rodeados de penurias económicas que intentan capear con artículos, traducciones y clases ocasionales.
En marzo de 1939, casi al tiempo en que se produce la caída de Madrid, el matrimonio Barea desembarca en Inglaterra y se asienta en un pequeño pueblo al norte de Londres. En esa tranquilidad campestre "se recuperó de forma gradual de su crisis", señala el historiador Nigel Townson.
Barea consigue adaptarse a la vida social y cultural de ese país y comienza a trabajar en el servicio mundial de la BBC ofreciendo charlas dirigidas a los oyentes de América Latina bajo el seudónimo de Juan de Castilla. Su esposa Ilsa, cuyo inglés era magnífico, juega un papel clave en la proyección de Barea, según señala Townson: "Tanto en términos lingüísticos como intelectuales y emocionales, la contribución de Ilsa al trabajo de Arturo no se puede subestimar, Ilsa le proporcionó estabilidad, inspiración e incluso los medios gracias a los cuales pudo escribir»"
Su gran obra, La forja de un rebelde, aparece entre 1941 y 1946 (La forja en 1941, La Ruta en 1943 y La Llama en 1946), bajo la dirección editorial del escritor T.S. Eliot. Su primera edición es en inglés y fue traducida por su mujer.
La publicación en castellano no ve la luz hasta 1951, en Buenos Aires. Este texto tiene que ser retraducido del inglés, ya que se había perdido el manuscrito original. La crítica aplaude la obra, que es editada en varios idiomas, y escritores de la época como Orwell se hacen eco de ella. Así, éste escribiría sobre La forja: "Se diría que tras las páginas del señor Barea se oye el fragor de las batallas del futuro y lo que con seguridad se valorará más de este libro es que constituye una especie de prólogo de la Guerra Civil, un retrato de la sociedad que la hizo posible". El Times de Londres, cuenta Townson, afirma: "Es dudoso que haya aparecido un retrato más convincente del yunque en el cual se forjó un rebelde". La tercera parte de la entrega, La llama, es calificada como "un libro extraordinario" por Orwell, que destaca además: "Una meditación que suscita este libro es lo poco que sabemos de la Guerra Civil por boca de españoles".
En España, el silencio envuelve la obra de Barea. Aunque, según el escritor Andrés Trapiello, "pese a que el libro circuló en nuestro país de forma restringida y clandestina, fueron muchas las voces de aquí y del exilio que lo señalaron como una obra excepcional". Para este autor, la trilogía "por momentos recuerda a Galdós, o a Baroja, o al expresionista Solana. Con todos ellos tiene que ver, porque Barea es un hombre que únicamente quiere hablar de la realidad y de la vida. Pero Barea sólo suena a sí mismo...".
Tras el éxito, Barea publica ensayos sobre Lorca y Unamuno: Lorca, el poeta y su pueblo (1944) y Unamuno (1952) o críticas como las que dedicó a Hemingway por su novela sobre la Guerra Civil española: ¿Por quién doblan las campanas?.
En 1951 publica su siguiente novela, La raíz rota, sobre las consecuencias de la Guerra Civil y el dolor del exilio.
Su vida social es activa: en 1952, Barea es profesor visitante en la Universidad Estatal de Pensilvania y en 1956, gracias a su éxito como locutor, la BBC le organiza una gira por Argentina, Chile y Uruguay. Allí ofrece conferencias y firma libros.
Todo a pesar, según cuenta Townson, de los esfuerzos de las embajadas franquistas por cambiarle el nombre por el de "Arturo Beria", en referencia al jefe de la policía bajo el régimen de Stalin.
En la Nochebuena de 1957, Barea fallece a causa de un infarto en "un rincón pacífico de la Inglaterra rural", según recoge su viuda en el prólogo de la colección de cuentos, El centro de la pista, que se publica tras su muerte, en 1960, y que recupera temas de la trilogía y otros nuevos relacionados con la vida de Barea en el exilio. Su amigo, el músico y escritor Roland Gant -quien le describía como "inconfundiblemente español, aunque estaba orgulloso de haber adoptado la nacionalidad británica"- recordaría un par de años después de su fallecimiento que Barea le había dicho en una ocasión "que quería morir bajo el sol, con una botella de vino y un trozo de pan con ajo a su lado. Quería, de hecho, morir en paz". Un deseo que, tal y como señala el escritor Gregorio Torres, parece una añoranza de sus vivencias infantiles en Brunete, Méntrida y Navalcarnero. No cumplió ese anhelo, pero sí el de morir en paz, porque lo hizo "en los brazos de su esposa".
Entonces, su trilogía aún no había sido publicada en el país que lo vio nacer. "Su largo exilio terminará el día que se publique su obra en España", afirma Gant.
Pero aún debían de pasar 20 años desde la muerte de Barea para que su obra se vendiese en España. La normalización democrática traería a las librerías españolas "una novela mítica durante la posguerra" en palabras de Francisco Umbral, y "uno de los relatos más estremecedores que existen sobre la Guerra Civil y sus antecedentes", según Townson.
Esta apertura de la obra al gran público español se consolida con la adaptación de La forja de un rebelde a la pequeña pantalla, a finales de los años 80, bajo las órdenes de Mario Camus.
En el año 2000, el lanzamiento de Palabras recobradas, un volumen que reúne cartas, ensayos y artículos inéditos en España, recupera otra parte importante de la imprescindible memoria de Arturo Barea.
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