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lunes, 20 de octubre de 2025

Azorín (1873-1967): El escritor del 98 entre el exilio y la supervivencia

Cuando estalló la Guerra Civil en julio de 1936, José Martínez Ruiz —más conocido como Azorín— era ya una figura consagrada de las letras españolas, miembro de la Generación del 98, académico de la lengua y antiguo diputado conservador. A sus 63 años, su vida transcurría entre la escritura, el periodismo y la contemplación melancólica de una España que ya no reconocía.

Pero el conflicto lo obligó a tomar partido, aunque no con armas, sino con silencio y distancia. Huyó de Madrid republicano, se exilió en París, y años después regresó a España bajo la protección del régimen franquista. Su actitud durante la guerra —ni combativa ni comprometida ideológicamente— refleja la ambigüedad de muchos intelectuales conservadores que, sin apoyar abiertamente al fascismo, tampoco resistieron al nuevo orden.

La huida de Madrid: Un refugio en la neutralidad

Azorín vivía en Madrid con su esposa, Julia Guinda, cuando el Frente Popular tomó el poder. Aunque había sido diputado por el Partido Conservador y colaborador de ABC —periódico monárquico y antirrepublicano—, no era un militante político activo en 1936. Sin embargo, su perfil ideológico lo convertía en un blanco potencial en la capital republicana, donde muchos intelectuales de derechas fueron perseguidos o asesinados.

En 1936, aprovechando contactos y su estatus, logró escapar a Francia junto a su esposa. Se instaló en París, donde vivió con discreción, alejado de las polémicas del exilio republicano. A diferencia de otros escritores como Max Aub o Rafael Alberti, Azorín no participó en campañas antifranquistas, ni firmó manifiestos, ni dio discursos. Su exilio fue más bien una retirada personal que un acto político.

Silencio creativo y memoria fragmentada

Durante la guerra, Azorín apenas publicó. Su producción se redujo a notas íntimas y observaciones sobre la vida en París. No fue hasta 1966, casi tres décadas después, que plasmó sus impresiones de aquellos años en el ensayo París, una obra introspectiva más que histórica, donde evita cualquier juicio explícito sobre el conflicto español.

Este silencio ha sido interpretado por historiadores como una estrategia de supervivencia: Azorín, profundamente individualista y escéptico ante los extremismos, rehuyó alinearse con ninguna causa. Ni con la “barbarie roja” que denunciaba la derecha, ni con la “represión nacional” que denunciaba la izquierda. Prefirió, como escribió en sus memorias, “mirar desde la ventana, sin abrir la boca”.

El regreso protegido: La mediación de Serrano Suñer

Tras la victoria franquista en 1939, Azorín no regresó inmediatamente. Permaneció en Francia hasta que, en 1940, el ministro del Interior Ramón Serrano Suñer —cuñado de Franco y arquitecto de la política cultural del régimen— le facilitó los permisos necesarios para volver.

Este regreso no fue casual. El franquismo buscaba legitimarse culturalmente y reclutaba figuras del pasado que, sin ser falangistas, pudieran dar respetabilidad al nuevo Estado. Azorín, con su prestigio literario y su pasado conservador, encajaba perfectamente en esa estrategia.

En agradecimiento, en 1955 dedicó su libro El pasado a Serrano Suñer “con viva gratitud”, un gesto que muchos en el exilio consideraron una sumisión tácita al dictador.

¿Colaborador o superviviente?

La postura de Azorín durante y después de la Guerra Civil sigue generando debate. Para algunos, fue un intelectual que priorizó su integridad personal sobre el compromiso político. Para otros, su silencio y su regreso bajo el amparo del régimen lo convierten en un cómplice pasivo del franquismo.

Lo cierto es que, a diferencia de sus compañeros de generación —como Unamuno, que murió enfrentado al régimen, o Baroja, que permaneció en España en un silencio crítico—, Azorín eligió la discreción como forma de resistencia… o de acomodación.

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