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viernes, 20 de diciembre de 2024

La masacre de moros del puente de Pindoque

Israel Viana y Manuel P. Villatoro publican 'Historia de la guerra civil sin mitos ni tópicos'

Asfixiar Madrid

En 1936 el epicentro de la Guerra Civil era Madrid, una perla ubicada en el centro de la península que los nacionales ansiaban tomar, pero que las Brigadas Internacionales estaban dispuestas a defender hasta el último hombre. Los soviéticos, aliados del presidente Manuel Azaña, también lo sabían, y es por ello que a finales de ese mismo año enviaron una buena remesa de armas y vituallas que sirvieron para reforzar este frente.

La aparente inexpugnabilidad de la urbe no le impidió a Franco organizar varias ofensivas contra ella; ataques que, a la postre, resultaron inútiles. Uno de los primeros fue un asalto en que, el 22 de noviembre, los franquistas se estrellaron contra las férreas defensas de las Brigadas Internacionales. El mismo Azaña se deshizo en elogios cuando recibió noticias del valor que derrochaban ante el enemigo. "A todo suplió el entusiasmo de los combatientes, tropas voluntarias, poseídas de un espíritu exaltado hasta el paroxismo, seguras de la victoria. A fuerza de arrojo, de buena voluntad, muchas veces de heroísmo, hicieron cosas utilísimas para la defensa, y como no había otras mejor pensadas y ejecutadas, eran insustituibles".

Tras una serie de ofensivas infructuosas, los militares nacionales cambiaron de estrategia y se propusieron rodear Madrid por el noroeste. Así pues, en lugar de tratar de conquistar la urbe a través de la Casa de Campo, de la Ciudad Universitaria y de la carretera de La Coruña, como habían intentado hasta ese mo mento, apostaron por cortar el sur de la carretera de Valencia, la única vía a través de la cual llegaban refuerzos, vituallas y munición. Para llevar a cabo su plan, no obstante, los generales de Franco se veían obligados a superar las defensas republicanas ubicadas a orillas del Jarama y cruzar el río utilizando los escasos puentes existentes. Si lograban cerrar la carretera de Valencia, los franquistas podrían cortar también los accesos a Barcelona y cercar Madrid. Con todo, uno de los objetivos primarios que se impusieron los nacionales consistió en llegar hasta Alcalá de Henares, lo que, en la práctica, suponía bordear la ciudad desde el sur en dirección norte tras recorrer unos sesenta kilómetros. El plan era más que complejo y, para llevarlo a cabo, el mando llamó a filas a miles de soldados. «De los 50.000 hombres que componen la división reforzada, serán 20.000 quienes tomen parte en la batalla del Jarama», explica Jorge M. Reverte en 'De Madrid al Ebro'. Por su parte, Paul Preston dedica unas líneas a estos momentos previos de la batalla del Jarama en su obra 'La guerra civil española. Reacción, revolución y venganza'. En ellas desvela que la ofensiva fue lanzada en el momento más álgido del ejército de Franco. «Animados por sus éxitos en el sur, los rebeldes reanudaron sus esfuerzos por tomar Madrid. Mientras los republicanos se preparaban para contraatacar, las fuerzas nacionales dirigidas por el general Orgaz desencadenaron una gran ofensiva a través del valle del Jarama, sobre la carretera de Madrid-Valencia, al este de la capital». El historiador explica también que los franquistas disponían de dos ventajas sobre los republicanos, «la peculiar habilidad de los mercenarios moros para avanzar a campo a traviesa sin ser vistos» y una gran superioridad en artillería. A principios de febrero de 1937 llegaron a la zona veinte mil soldados nacionales, una cifra considerable que dio cierta seguridad a los mandos. De hecho, poco antes del comienzo de la ofensiva el coronel Barroso, jefe de operaciones de Franco, se mostró optimista: «En cinco días estaremos en Alcalá de Henares». No podía estar más equivocado, pues aquella se iba a convertir en una larga y sangrienta contienda. El 6 de febrero comenzó la ofensiva, y en poco tiempo los franquistas se desplegaron por una gran franja del territorio. Los atacantes solo vieron detenido su avance el 9 de febrero en tres puntos clave: los puentes del Pindoque, de San Martín de la Vega y de Arganda. Sus posiciones quedaron establecidas, así pues, en la margen oeste del Jarama, y ello solo después de que los mandos republicanos ordenasen un contraataque lo suficientemente potente como para rebajar el furor nacional y de que las lluvias detuviesen el asalto.

A la defensa

Después de que el frente se estabilizara, la XII Brigada Internacional fue la encargada de crear una línea defensiva a lo largo de la orilla este del río. Bajo sus fusiles quedó la responsabilidad de asegurar el Pindoque, misión para la que sus oficiales destinaron una sección de la Segunda Compañía del batallón denominado André Marty. La mayoría de aquellos combatientes eran franceses y belgas, y su armamento no iba mucho más allá de fusiles de cerrojo, que había que amartillar tras cada disparo. El número de ametralladoras de las que disponía la sección a la que se le encargó la vigilancia del puente varía según las fuentes. El general soviético Pável Batov afirmó en sus informes que eran cuatro. Sin embargo, el popular historiador francés Jacques Delperrié de Bayac es partidario de que tan solo había tres; su versión es la más extendida. En lo que sí coinciden ambos es en que eran las famosas Maxim. «Fue la primera ametralladora automática portátil. Podía disparar seiscientas balas por minuto, lo que era equivalente al poder de fuego de treinta fusiles de cerrojo», afirma Luis Otero Soler en su obra 'Muy breve historia de África. Cuna de la humanidad'.

Los republicanos del André Marty ubicaron una de las Maxim a la izquierda y otra a la derecha del Pindoque, para atrapar en un fuego cruzado letal a todo aquel que quisiera atravesarlo. Además, situaron una más en el centro para asegurar todavía más la posición. Y, por si algún nacional destrozaba las defensas, colocaron también cargas de demolición bajo el puente. Así, en el caso de que fuese tomado, podrían volarlo para evitar que el grueso del contingente enemigo lo usase para cruzar el Jarama. La defensa podría haber sido perfecta, pero los hombres del André Marty cometieron un error que, a la larga, les salió caro: no dispusieron centinelas en la orilla oeste del puente. Al no tener ojos en aquella zona, se arriesgaban a ser atacados por sorpresa. Por si fuera poco, el día del asalto al Pindoque la mayoría de los defensores se encontraban adormilados en las trincheras ubicadas varios metros detrás del puente. «Los republicanos del lado este debían hallarse guarecidos del frío de la noche en la casucha del guardavía que se alzaba al pie del mismo [puente] y hacía las veces del cuerpo de guardia. El resto de la compañía descansaba al amparo de tan precaria cobertura en las trincheras excavadas tras el terraplén del ferrocarril que discurría paralelo al río», explican Rafael Permuy y Artemio Mortera en su monográfico «La batalla del Jarama/The Battle of Jarama». Un ejemplo de la descuidada defensa que plantearon los republicanos lo ofrece Bayac en un testimonio anónimo recogido en el completísimo artículo «La XII BI en la batalla del Jarama»: "El Jarama chapotea y arrastra arbustos arrancados en las últimas lluvias. Se han previsto turnos de guardia en cada sección, pero no hay centinelas en el puente ni en la orilla de enfrente. Tampoco se ha hecho un reconocimiento del terreno. El voluntario Marc Perrin, de Lyon, es el tirador de la Maxim instalada en el centro. Se ha enrollado en su manta y duerme cerca de su pieza". ¿Cómo era el paso del puente del Pindoque que tenían que defender los hombres del André Marty? Según Permuy y Mortera, contaba con unos doscientos metros de largo y dos y medio de ancho. «Configuraban el puente tres tramos de viguería metálica apoyados sobre pilastras de piedra», añaden. Sobre este armazón descansaba una estrecha vía de ferrocarril apoyada «en unas planchas de hierro que se prolongaban lateralmente hasta unirse a las dos barandillas». El paso era, en definitiva, poco apto para la infantería, sumamente molesto para la caballería y casi impracticable para los carros de combate.

La conquista

Con la necesidad imperiosa de cruzar el Jarama en mente, el mando sublevado dio la orden a una pequeña unidad de dar un «golpe de mano», un ataque rápido con el que superar a un enemigo desprevenido, y conquistar el Pindoque. La misión recayó en el I Tabor de Tiradores de Ifni, una unidad formada en su mayoría por soldados marroquíes, aunque con mandos españoles, al frente de la cual se hallaba el comandante Molero. Estos hombres, calificados como «la extrema vanguardia» de las tropas de Fernando Barrón, tendrían dos ventajas: su mayor entrenamiento en el arte de la guerra y el uso de la noche como aliada para cruzar el puente sin ser vistos. En la noche del 10 al 11 de febrero, a eso de las tres de la mañana, los marroquíes partieron de La Marañosa en dirección a su objetivo, ubicado a pocos kilómetros de distancia. Junto con ellos dejó también el campamento una compañía de zapadores de Larache. Serían los encargados de dar buena cuenta de las cargas de demolición antes de que fueran detonadas por los republicanos.

Los defensores del André Marty no podían imaginarse que la muerte estaba a punto de cernirse sobre ellos. Entre las tres y las cuatro de la madrugada ocurrió el desastre para los republicanos. Al amparo de la oscuridad, un pequeño grupo de combatientes se separó del contingente principal y logró cruzar el Pindoque. Nadie les vio. No se dio la voz de alarma. Una vez en la orilla contraria, comenzó la lucha. Los marroquíes fueron los primeros en atacar. Al poco ya habían degollado a varios miembros del André Marty. Mientras, los zapadores cortaron los cables de encendido de las cargas explosivas. Poco después, y ya sin las molestas y peligrosas Maxim al acecho, el resto del tabor cruzó a la carrera el Pindoque y atacó con granadas de mano a las tropas atrincheradas en las cercanías. Bayac explica así el golpe: "Estallan granadas, los hombres gritan, otros corren en la noche. Marc Perrin, de pie, no tiene tiempo de enterarse de lo que pasa. Su jefe de pieza, Pecqueur, le grita: «¡Pronto! ¡Dejamos el campo!». La Maxim es demasiado pesada para un solo hombre. Perrin quita la culata móvil y se la lleva. Camina sin dirección fija con Pecqueur y otros cinco o seis se refugian en los edificios de una antigua azucarera a unos trescientos metros del Pindoque". Otros se unen a la 3.ª compañía mandada por Boursier, excontramaestre de marina. En poco tiempo la misión había terminado. Solo hubo una contrariedad: a los zapadores debió de pasárseles por alto un cable, pues algunos minutos después los republicanos activaron las cargas y una gran explosión resonó en todo el valle del Jarama. Una vez más la diosa Fortuna se alió con los hombres de Franco, ya que, aunque uno de los extremos de la construcción se elevó en el aire por la fuerza de la detonación, cayó de nuevo casi intacto sobre su apoyo original. Los republicanos que no fueron pasados a cuchillo fueron hechos prisioneros. Otros, como ya se ha especificado, lograron huir. El éxito del I Tabor de Tiradores de Ifni fue clave, pero efímero. Tras casi un mes de batalla, el frente se estabilizó. Los nacionales solo lograron avanzar unos pocos kilómetros hacia Madrid y no cumplieron su objetivo; todo ello a pesar de los miles de bajas —entre diez mil y veinte mil— que sufrieron ambos bandos. Ni se tomó la carretera de Valencia ni se cerró un cerco total en torno a la ciudad. En 1938 los republicanos construyeron una línea defensiva compuesta de multitud de búnkeres para defenderse de un posible ataque franquista. Y esos son, precisamente, los que se pueden visitar en la actualidad.

sábado, 14 de diciembre de 2024

Bombardeo republicano de Aguilar de la Frontera (ABC 10-2-2021)

En otoño de 1938 reinaba una tensa calma en los frentes andaluces. Ambos bandos estaban a oscuras sobre la verdadera fuerza y las intenciones del contrario. El mando republicano puso a disposición del Ejército de Andalucía, cuyo jefe era el coronel Domingo Moriones Larraga, la tercera escuadrilla del Grupo 24 (Katiuskas), que después de combatir en la batalla del Ebro pasó a la Zona Centro-Sur, concretamente a la base de Fuente Álamo (Murcia). Al mando de la escuadrilla quedó el teniente Francisco Cabré Rofes por traslado del anterior titular, Armando Gracia Mena. En las semanas siguientes esta escuadrilla estuvo muy activa realizando reconocimientos aéreos y bombardeando poblaciones en las que creían, luego se demostró que no cuando se produjeron dichas acciones, había concentraciones de tropas enemigas. Tal fue el conocido caso de Cabra en noviembre de 1938. Pero hubo otros ataques. Un ejemplo fue al sufrido por Aguilar de la Frontera el 25 de octubre de 1938. 

A las 15.08 horas de ese día (hora republicana) emprendió vuelo desde Fuente Álamo una patrulla de tres BK (bombarderos Katiuska) al mando del jefe de la escuadrilla, el ya citado teniente Cabré. Las tripulaciones eran (nombradas según sus funciones como piloto, observador y ametrallador) las siguientes: teniente Francisco Cabré Rofes, teniente Salvador Terol Alonso y sargento Carlos Hernández García en el aparato líder; en otro sargento Francisco Malagón Ibáñez, teniente Miguel Simón Pelegrín y teniente Amancio Baltanás Franco, y en el tercero los sargentos José Luis Urquía Goenaga, José Cobarro López y Lorenzo Adell Balaguer. La misión consistía en efectuar un reconocimiento por el sector de Alcalá la Real, Almedinilla, Priego de Córdoba, Luque y Baena con bombardeo de las concentraciones que se observasen en alguno de los últimos tres pueblos citados. Llegaron a la vertical de Martos a las 16.05 horas y desde allí pusieron rumbo a Baena. Encontraron toda la zona cubierta de nubes, pero al sobrevolar Castro del Río divisaron un claro al suroeste. Arrumbaron hacia allí y encontraron el pueblo de Aguilar de la Frontera «el cual fue bombardeado a las 16.25 horas, cayendo todas las bombas dentro del citado pueblo». A la vuelta había aclarado y sí pudieron hacer el reconocimiento fotográfico de la zona comprendida entre Alcalá la Real y Priego. Tomaron tierra sin novedad a las 17.37 horas (siempre hora republicana). Esto en cuanto al parte republicano. Respecto al parte nacional dice que el bombardeo fue a las 15.20 horas (obsérvese el desfase horario entre ambas zonas) y que las bajas fueron un muerto, un herido grave y cuarenta leves, todos civiles. Cuatro casas quedaron destrozadas. El Registro Civil de Aguilar de la Frontera identifica en su tomo 57 número de registro 380 al fallecido como Antonio Moreno Castro, de 34 años, de profesión albañil, casado y con dos hijas, Josefina y Asunción, vivía en la calle San Antón número 7. No tenemos noticia de que alguno de los heridos en el ataque falleciera con posterioridad a consecuencia de las lesiones. Sí es cierto que otro parte nacional menciona «42 víctimas» pero sin especificar dentro de ese calificativo la gravedad de las lesiones lo que puede llevar a error y confundir respecto a que se trate de fallecidos. 

Según las investigaciones la única víctima mortal directa a consecuencia del ataque es el albañil antes nombrado, Antonio Moreno Castro, siendo los cuarenta y un restantes, ciudadanos heridos consecuencia del bombardeo. El ataque sobre Aguilar no estaba previsto, por lo que ciertamente que el número de víctimas mortales no fuera mayor es fruto de la casualidad, descargaron las bombas en Aguilar porque los objetivos iniciales estaban cubiertos por las nubes. El parte republicano dice que bombardearon el pueblo y que todas las bombas cayeron dentro. Es decir, no tenían localizados objetivos militares en el mismo. ¿Pero existían esos objetivos? En Aguilar había un campo de concentración de prisioneros republicanos con su correspondiente guardia. Es cierto que las unidades en descanso se distribuían por muchos pueblos de la provincia, pero no es menos cierto que desde meses antes al 25 de octubre el ejército Nacional tenía ordenado vivaquear a cierta distancia de los pueblos precisamente para no convertir a éstos en objetivo de la aviación enemiga. Precaución adoptada también por el Ejército Popular en vísperas de la ofensiva de Peñarroya-Valsequillo, cuando las tropas se camuflaban en los encinares y sólo entraban a los pueblos a dormir. Por tanto, no es que creamos que no había justificación al ataque de la aviación republicana a Aguilar de la Frontera, es que definitivamente esta población no era objetivo militar por las órdenes recibidas, no había tropas enemigas que justificaran la acción y solo la casualidad hizo que unas bombas dejadas caer al azar sobre la población civil no provocara una masacre.

viernes, 13 de diciembre de 2024

El General Invierne en la Batalla de Teruel (La Vanguardia)

 A las afueras de Teruel, un periodista norteamericano deambulaba entre las columnas de soldados y el trajín de camiones y vehículos motorizados. Armado con una libreta que acostumbraba a enfundar en el bolsillo de su chaqueta, y con un español más bien pobre, trataba de mimetizarse con su entorno. Algo difícil, pues con su cara de anglosajón rollizo y su corpachón resultaba un personaje más bien exótico. Ateridos de frío, los soldados le mirarían entre curiosos y extrañados. ¿A qué venían tantas preguntas?


Como hacía siempre en sus viajes, Ernest Hemingway buscaba entre aquellos desgraciados algún personaje para su siguiente novela. Llevaban días peleando en Aragón, donde causaba el mismo terror el silbido de las balas que el de las rachas heladas. Lampiña de árboles y apenas habitada, la estepa turolense no ofrecía ninguna concesión a los soldados.


Era diciembre de 1937, y, en plena Guerra Civil, el bando republicano había reunido a una tercera parte de su ejército para conquistar Teruel. ¿Por qué esa obsesión con una pequeña capital de provincia de poco interés estratégico? El jefe del Estado Mayor, Vicente Rojo, esperaba de este modo distraer la atención de Franco, que en ese momento se disponía a tomar Madrid.


De tener éxito, podría alargar la guerra y acallar las voces que desde dentro del gobierno empezaban a pedir una solución pactada. Al mismo tiempo, esperaba demostrar a la comunidad internacional que el Ejército Popular todavía era capaz de dar zarpazos. De ahí la presencia de Hemingway, o de su colega del New York Times Herbert Matthews.


Guerra total

Y salió bien, al menos, en un principio. El 22 de diciembre los tanques soviéticos ya se asomaban a la plaza del Torico, lo que significaba que la ciudad estaba abierta. Como explica Enrique Bocanegra en Un espía en la trinchera (2017), Hemingway pudo describir la entrada triunfal, con besos y abrazos de los civiles a los primeros milicianos que entraban. Una euforia que no era generalizada, pues otros, tanto religiosos como laicos, corrieron a apretujarse en el convento, el seminario y la comandancia, últimos reductos de la resistencia sublevada.


Un problema más para Domingo Rey d’Harcourt, jefe militar de los que todavía resistían en esos edificios. Sus órdenes eran muy claras: Teruel no se rendía. Con apenas cuatro mil hombres –muchos de ellos civiles–, se parapetó en varios puntos de la ciudad a la espera del rescate.


Franco ya no podía seguir ignorando lo que estaba sucediendo, y finalmente decidió cancelar su esperada ofensiva sobre Madrid y enviar divisiones a Teruel. Lo hizo en contra de la opinión de sus asesores alemanes, que le insistían en atacar la capital. Sin embargo, el ya Generalísimo no estaba dispuesto a hacer ninguna concesión al enemigo. De este modo, Vicente Rojo consiguió lo que quería y, además, fue él quien escogió el campo de batalla. Dicen algunos historiadores que no calculó bien sus fuerzas, pues lanzó un órdago a Franco y la respuesta fue la guerra total.


Del bando republicano se reunieron unos cien mil hombres, agrupados en tres cuerpos de ejército, cuatrocientas piezas de artillería, un centenar de tanques y más de ciento veinte aviones. Por su parte, los nacionales reunieron un número similar de soldados, aunque contaban con más piezas de artillería y más aviones.


Al principio, de poco les sirvieron, pues un frío extremo, nubes bajas y la intensa ventisca no les permitían despegar desde los aeródromos de Castilla. Una ventaja que los republicanos supieron aprovechar, bombardeando la ciudad y al ejército que venía del norte. No sin costes. Algunos de los pilotos tenían que ser asistidos para bajar de sus cazas Polikarpov, agarrotadas las extremidades por el frío.


El factor de la nieve

Durante varias semanas, en las llanuras de Siberia se había estado concentrando una gran masa de aire denso y gélido que, empujada por las corrientes atmosféricas, y como si fuera un lento pero mortífero ejército, cruzó Europa hasta llegar a la península ibérica.


Como explica en un estudio el divulgador científico Vicente Aupí, el invierno de 1937-1938 estuvo marcado por las constantes entradas de aire polar, muy por encima de la media. El resultado: temperaturas de entre 20 y 25 bajo cero, nevadas de medio metro de espesor y una ventisca que en cinco minutos podía congelar cualquier parte del cuerpo que estuviera expuesta.


El periodista norteamericano Matthews lo describió mejor que nadie: “Las manos se nos hinchaban” y “nos costaba respirar”, dijo. Además, aseguró que no podía detenerse en ningún sitio, pues “el viento nos zarandeaba”. El “General Invierno” había hecho acto de presencia.


Solo en los primeros días, centenares murieron congelados o causaron baja. Los pies de Teruel, así se conoció el fenómeno médico que causaba una gangrena seca que tornaba los pies y manos de un color negruzco. Incapaces de evacuarlos con rapidez por unas carreteras nevadas, muchos acabaron amputados. Mientras tanto, otros intentaban protegerse forrando sus abrigos con paja o periódicos y cubriéndose los pies con mantas.


En estas condiciones tuvo que avanzar la división de Enrique Líster por el norte de Teruel. Según explica el historiador David Alegre en La batalla de Teruel. Guerra total en España (2018), sus hombres se vieron obligados a cavar parapetos en la nieve. En un terreno despojado de árboles o construcciones, era lo único que podía protegerles del viento. A la mañana siguiente, el oficial comunista despertó horrorizado al ver que 87 de ellos habían muerto congelados. Sin detenerse a enterrarlos, siguieron avanzando hasta que el día 17 se reunieron con la columna del sur, cerrando definitivamente el cerco sobre la capital.


Tal impasibilidad ante la muerte es testimonio de que aquello fue una guerra total. Es una de las ideas fundamentales del libro de Alegre. No importaba que los hombres murieran congelados, que el frío inutilizara los tanques o que las caravanas se atascaran en la nieve. Por difícil que resultara, había que seguir avanzando. Igual de secundario era el bienestar de los civiles, meros accesorios perfectamente sacrificables en el altar de la victoria.


Los últimos del seminario

Mientras tanto, dentro de la ciudad, los hombres de Rey d’Harcourt perfeccionaban sus defensas en el seminario y la comandancia. “Que confiaran en España igual que España confiaba en ellos”, ese era el único mensaje que recibían de Franco, mientras soportaban una angustiante cuenta atrás hasta que se les acabaran los víveres.


La primera buena noticia vino la mañana del 31 de enero. Asomados tímidamente a las ventanas, los defensores vieron movimiento en lo alto de la cima de La Muela. Aunque lejos, se reconocían los soldados nacionales avanzando contra posiciones republicanas. El grueso del ejército había llegado. Cansados tras quince días luchando en la nieve, a buena parte de los soldados gubernamentales les entró el pánico.


Como bien explica Alegre, fue entonces cuando empezaron a sentirse las consecuencias psicológicas de combatir tantos días bajo el yugo del frío. Así lo expresa la correspondencia de muchos soldados. El manto blanco, dice el historiador, se convirtió para los hombres en un paisaje aterrador que acabó por alterar su percepción de la realidad.


Si a esto añadimos las leyendas urbanas que circulaban sobre las tropas árabes de Franco, “los moros”, y su crueldad, no es de extrañar que muchos abandonaran su puesto esa noche. Sorprendentemente, y sin saberlo, hubo unas horas en que los cercados pudieron haber escapado a los brazos de sus rescatadores.


Para su desgracia, no lo hicieron. En los primeros días de enero, el temporal arreció, y el frente quedó otra vez estabilizado. Puesto que la mayoría de las industrias textiles habían quedado en la zona republicana, los soldados nacionales sobrevivían como podían en los altos de La Muela. De hecho, dice Alegre, los nacionales tuvieron dieciocho mil bajas (un 33%) por congelación. Mientras tanto, y bajo pena de fusilamiento, Vicente Rojo restableció el orden entre los milicianos, que volvieron a sus posiciones.


Bienvenidos al infierno

A partir de los testimonios de los supervivientes, Alegre da una rica descripción del infierno que se vivió en los edificios sitiados. Para el 6 de enero, en el seminario malvivían unos mil civiles y heridos. Sin apenas víveres ni agua, esperaban la muerte hacinados en un sótano que compartían con los hombres del coronel Barba, el comandante de la posición.


Según explicó él mismo, esos hombretones rompían en sollozos cuando tenían que arrancar a los bebés muertos de los brazos de sus madres. A su vez, estas se negaban a soltarlos, quizá porque serían arrojados a una amplia habitación llena de cadáveres que habían convertido en morgue provisional.


A esto se sumaban los angustiosos temblores cada vez que explotaba una mina. Cada día estaban más cerca, en una cuenta atrás que amenazaba con quebrar los nervios de la tropa. Diez días antes, el propio Hemingway había visto llegar a la ciudad a los dinamiteros. Lo explica Bocanegra en su libro. Bajaron de dos camiones y, cargados con dos mochilas y diecisiete saquitos de explosivos cada uno, se dirigieron a la ciudad.


Hemingway los siguió todo lo que pudo, hasta que esos hombres se perdieron por las callejuelas. Traían un regalo mortal para Rey d’Harcourt. Tras varios días de explosiones, la mañana del 8 de enero los republicanos lograron infiltrarse bajo la iglesia de la Asunción, haciendo explotar una mina que sepultó a todos los defensores. Al coronel Barba ya solo le quedaba el seminario, donde le llegó la noticia de que su superior había rendido, finalmente, la comandancia. Solos, maltrechos y con la mente borrosa por efecto del hambre, perdieron el seminario. ¿Había caído Teruel?


La carga del general Monasterio

Aunque así rezaron algunos titulares, lo cierto es que aquella fue una victoria tan pírrica como breve. En pocos días las tropas nacionales volvían a disparar artillería desde La Muela, y la aviación republicana sufría un goteo constante de bajas a manos de los Fiat italianos y los Messerschmitt alemanes. Tras tres jornadas de duros combates cuerpo a cuerpo a lo largo de la carretera de Zaragoza, a inicios de febrero el mando nacional ya tenía un plan para el asalto final.


El 5 de ese mes, sus tropas rompieron el frente republicano por tres puntos. La idea del alto mando era rodear por detrás la poderosa bolsa republicana que se había formado en el río Alfambra, al norte de Teruel. De aquella batalla quedó para la historia la épica carga de caballería del general José Monasterio, que, según el historiador Agustín Guimerá, fue una de las últimas de la historia.


El segundo día del ataque, y después de un intenso bombardeo artillero y de aviación, tres mil jinetes avanzaron hacia las trincheras republicanas en la localidad de Visiedo. Cuando se hallaban a cincuenta metros, y tras el cese del bombardeo, Monasterio dio la orden y sus hombres se lanzaron al galope sobre el enemigo.


Para Alegre, esta operación fue un precedente de la Blitzkrieg, la guerra relámpago que los alemanes perfeccionarían en Francia. En lugar de un típico ataque frontal, Monasterio concentró todos sus caballos en un solo punto, desde donde penetró varios kilómetros en la retaguardia enemiga. Desde allí atacó las líneas de suministro y almacenes de un enemigo que, desorientado, quedó a merced del resto del ejército.


Doblan por ti

Sea como fuere, los nacionales pudieron cruzar el río Alfambra y encontrarse con el cuerpo de ejército que avanzaba desde el sur. Teruel volvía a estar cercada, y acabó cayendo el 22 de febrero. Pero no hubo celebraciones, pues tuvieron la sensación de estar entrando más a un cementerio que a una ciudad.


Aunque los números no son exactos, existe un consenso que cifra la cantidad total de muertos en cincuenta mil. Una victoria pírrica que, sin embargo, abrió para los nacionales un camino hacia el Mediterráneo. No sin sufrimiento, pues aún quedaba la mayor carnicería de todas, la batalla del Ebro.


El “General Invierno” se retiró del frente en marzo, como haría luego en Stalingrado, dejando tras de sí un páramo de muerte. Pero fue precisamente allí, en los quebrantos de la guerra total, donde Hemingway encontró a los personajes que buscaba. Entre ellos, a María, aquella hermosa enfermera de Arbeca (Lérida) de la que se enamora su protagonista en la novela Por quién doblan las campanas (1940). En una guerra fratricida, el título escogido no podía ser más pertinente, pues “la muerte de cualquier hombre me disminuye, porque estoy ligado a la humanidad [...], nunca mandes preguntar por quién doblan las campanas: doblan por ti”.