Han sido hasta ahora Estado y Nación dos conceptos insolidarios, es decir, entrañados entre sí. El Estado liberal que hemos conocido, producto de la llamada «soberanía nacional», fue incapaz de conocer y, por consiguiente, de servir al complejo histórico de aspiraciones superiores al individuo y a la clase, le empujan a la sociedad a un destino histórico, que es la Nación, la Patria. Porque para el Estado liberal la Nación es una expresión numeral, todo lo más mayoritaria, sin designio para el futuro ni trabazón con el pasado, que puede en un momento cualquiera -legre o triste- cambiar, modificar o revisar el rumbo, el cariz o la forma. Tal modo de concepción, siempre interina, sujeta a la veleidad eternamente estúpida de una voluntad mayoritaria, no es más que la alegre independencia racionalista que se enamora de sus creaciones políticas o de sus ocurrencias legislativas. No nos sirve; no puede servirnos. Para nosotros la Nación es una inquietud perenne en la Historia con designio, forma , con rumbo ya determinado que está por encima de nuestra capricho y de nuestra inteligencia.
La concebimos como «unidad de destino histórico universal». Y aquí está nuestra contraposición rotunda al concepto liberal de la Nación. Contra la suma, contra la expresión numérica, fofa y amorfa está nuestra «unidad». En esto hemos acertado ya otro principio básico. Partamos para ello de la Unidad. «La Unidad, fe y disciplina» sólo se concibe como una trayectoria. Aquí el golpe de muerte a ese estado liberal libre registro de libertades, estúpido contemplador de mil diversas anarquías, impasible ante la disolución de sí mismo y suicida por la dispersión de sus energías.
Pero la Unidad hemos dicho que es más que la «suma»; podríamos aclararla mejor con una totalización en la disciplina y la fe de un ideal supremo. El Estado tiene que ir, pues, a su compás; no puede permitirse esfuerzos ni funciones extrañas, fuera de sí, sino que debe obrar como coordinador.
Tenemos, pues, contra el tipo de Estado liberal, desprovisto de sentido nacional, pasivo espectador de toda nuestra suerte de iniciativas, aun de las antinacionales, siempre que se produzcan en el cauce «legal», un nuevo aunque antiguo tipo de Estado impulsor y totalitario que no siendo utensilio del interés individual o particular aislados, sea lo que la exacta claridad de nuestro credo define: «Instrumentos totalitarios al servicio de la integridad patria».
El Estado no ha de sernos, por tanto, ajeno y postizo como nos era el Estado liberal, al que solo veíamos como puntual recaudador de tributos y atrasado prestador de servicios públicos trastornados o como una agencía de orden público. El individuo tiene que ser en el Estado, que sentirse en el Estado como pieza de su engrane bien en función familiar, municipal o sindical. Sin el artificio de los partidos políticos o de agrupaciones que no representan los intereses vivos y actuantes de la Nación. Porque se reconoce la familia como «célula» primaria, viva y funcional de la sociedad, de la Nación, como se reconoce la realidad comarcal, que es una economía peculiarísima, perfectamente dibujada, con adecuada expresión en el municipio, y al lado de estas funciones, que ya adhieren el individuo al
Estado, la sindical, que recoge, defiende y expresa el interés profesional o de clase y le coordina el unísono del interés nacional. Formidable contraposición a la representación de los partidos políticos.
Este es nuestro Estado. Actuante al servicio de la Unidad. Estado racional con Fe y Disciplina que logra la identificación con la Nación y con la Patria.
Para ello nuestro pensamiento, análogo al de modernas corrientes que han salido para salvar a la Nación en Estados vacilantes, es rotundamente inconfundible.
Mejor aun reclamaremos primicia en su concepción, porque nuestro antecedente grandioso y ejemplar está suministrado; por la arquitectura imperial del Estado español de don Felipe II, impulsor de un gran pensamiento que hoy torna a reproducirse para salvar la civilización.
(Servicio de la Jefalura Nocional de Prensa y Propaganda.)
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