Archiduque de Austria. Duque de Borgoña, de Bravante y de Milán. Conde de Habsburgo, de Flandes, del Tirol y de Barcelona. Señor de Vizcaya y de Molina. Jefe y soberano de la Insigne Orden del Toisón de Oro. Gran maestre vitalicio de las cuatro Órdenes Militares. Soberano gran maestre de la Orden de Carlos III. Soberano, jefe y hermano mayor de las Reales Maestranzas de Caballería de Sevilla, Ronda, Granada y Valencia. Doctor honoris causa por la Universidad de Oxford. Canónigo honorario de la catedral de Toledo. Coronel del Real Cuerpo de Guardias Alabarderos. Coronel honorario del 65 Regimiento de Infantería de Magdeburgo. Coronel en jefe del 5.° Regimiento de Artillería (Landau) de Baviera. Coronel jefe del Regimiento inglés de Lanceros XVI. General honorario del ejército inglés. Encomienda de la Orden de San Humberto de Baviera. Caballero de la Liga y caballero de la Gran Cruz de la Real Orden de la Reina Victoria de Inglaterra. Caballero de la Muy Noble Orden de la Jarretera, del Águila Negra de Prusia, de la Legión de Honor de Francia, de la Annunziata de Italia, de Leopoldo de Bélgica, de San Andrés de Rusia, de San Esteban de Hungría, de los Serafines de Suecia y Noruega, del Elefante Blanco de Dinamarca, del Crisantemo del Japón, de San Juan de Jerusalén y de la Orden del Santo Sepulcro.
Rey de España desde su nacimiento hasta el 14 de abril de 1931, fecha en que fue proclamada la II República. Hijo póstumo de Alfonso XII y de su segunda esposa, María Cristina de Austria, la cual desempeñó la función de reina regente hasta que su hijo, cumplidos los dieciséis años de edad, fue declarado mayor de edad y, tras jurar la Constitución, asumió, de hecho, la jefatura del Estado.
El 31 de mayo de 1906 contrajo matrimonio con la princesa Ana de Battenberg, nieta de la reina Victoria de Inglaterra, que de esta forma se convirtió en la reina Victoria Eugenia de España. Al principio de su reinado Alfonso XIII optó por continuar el sistema del turno de partidos más o menos impuesto por la Constitución canovista, si bien, cada vez más, la Monarquía fue perdiendo fuerza y prestigio -reciente pérdida de Cuba, Puerto Rico y Filipinas; interminable guerra de Marruecos; carestía de la vida, etc.-, hasta desembocar en la huelga general de 1917 que produjo una grave convulsión en todo el país. Restablecido el orden, tras no pocas perturbaciones, la situación política y social se volvió a deteriorar en poco tiempo: nuevas huelgas; robos a mano armada; asesinatos de patronos y de trabajadores, especialmente en Barcelona; caída de la peseta; gobiernos de mínima duración; brotes de separatismo; fracaso total de la política marroquí -de la cual el rey era en parte responsable-, etc.
El 13 de septiembre de 1923 el general Miguel Primo de Rivera, capitán general de Cataluña, se subleva en Barcelona y, contra toda lógica -se ha dicho que Alfonso XIII estaba de acuerdo con el pronunciamiento y con el pronunciado-, el rey le encarga la formación de un Gobierno que, salvo ligeros cambios más de forma que de fondo, se prolonga, en forma de dictadura, hasta 1930. Sucede a Primo de Rivera el general Dámaso Berenguer, y a éste, el capitán general de la Armada Juan Bautista Aznar, el cual, con el propósito de volver a la normalidad constitucional, convoca unas elecciones «rabiosamente sinceras» -según dijo un político de la época- que dieron al traste con el monarca y con la Monarquía. Como consecuencia de ello -y aunque el triunfo de los enemigos del antiguo régimen se circunscribió tan sólo a los grandes núcleos urbanos-, el 14 de abril de 1931 quedó proclamada la II República. Sin renuncia a ninguno de sus derechos, el rey huyó del país, por Cartagena, mientras el conde de Romanones y Niceto Alcalá-Zamora, en casa del médico Gregorio Marañón, gestionaban el traspaso de poderes de un régimen a otro.
Instalado primero en Francia y después en Italia, el rey destronado insta a sus partidarios, al menos en los primeros tiempos de su exilio, a que, en bien de España, cooperen con la República. Pero pasado algún tiempo abandona esta actitud para dedicarse, cada vez más y a cara descubierta, a luchar contra la República, hasta el punto de que cuando estalla la Guerra Civil se pone abiertamente de parte de los militares rebeldes. El historiador Hugh Thomas (La guerra civil española, Ed. Urbión, Madrid, 1979) dice a este respecto que en una conversación sostenida en Londres en 1975 con Juan de Borbón, hijo de Alfonso XIII «el entonces pretendiente al trono afirmó que su padre había estado implicado hasta el cuello en la sublevación». En parecidos términos se expresa Theo Aronson en su libro Venganza real (Ed. Grijalbo, Barcelona-México, 1968) cuando afirma que «la infanta Eulalia dijo a un corresponsal del Daily Express que el rey había entregado a Franco dos millones de libras esterlinas para la campaña». Este apoyo de Alfonso XIII a la causa nacionalista no sólo tuvo carácter material. En Mis amigos muertos (Ed. Planeta, Barcelona, 1971), cuenta Juan Ignacio Luca de Tena que los primeros aviones que la Italia fascista envió a los rebeldes españoles fueron conseguidos gracias a la intervención personal del ex soberano, que habló por teléfono con Mussolini sobre el caso. En septiembre de 1936, cuando los generales sublevados se plantearon el dilema de dirigir la guerra por medio de un mando único o de un mando colegiado, Alfonso XIII, al parecer, recomendó a dos de tales generales, muy adictos a la Monarquía, que votasen por la primera de tales soluciones y que eligiesen al general Franco para desempeñar el mando único. Muy expresivo, en lo que se refiere al apoyo moral, fue el telegrama que con motivo de la entrada de las tropas nacionalistas en Barcelona dirigió al citado general: «Mi felicitación entusiasta y cordial, extensiva a todo ese glorioso ejército mandado por V. E.; y mi gratitud, como español, con reiteración de mi adhesión y de mi confianza en el despertar de nuestra patria...» Como también lo fueron las declaraciones que poco tiempo después, a mediados de marzo de 1939, hizo al corresponsal del diario Le Jour en Roma: «... Ahora importa más que nunca que todos los españoles se agrupen alrededor del Caudillo. Yo obedeceré las órdenes del general Franco, que ha reconquistado la patria, y, por tanto, me considero como un soldado más a su servicio. Cuando haya acabado la guerra y la palabra soldado deje de ser adecuada, me convertiré en un español más, a las órdenes del Caudillo, para la reconquista de España...»
Franco, agradecido sin duda por estas pruebas de adhesión del ex soberano tanto durante la Guerra Civil como en la posguerra, dictó una serie de medidas para resarcir, al menos en parte, a Alfonso XIII de los agravios sufridos durante la República: se declaró nula y se dejó sin efecto la ley de las Cortes Constituyentes de 26 de noviembre de 1931 que declaraba al rey «culpable de alta traición y privado de la paz jurídica», así como las demás disposiciones, anteriores y posteriores a la citada, por las que se produjo limitación o expoliación en su patrimonio privado o en el de sus parientes por consanguinidad y afinidad dentro del cuarto grado, restituyéndole todos los derechos que en su calidad de ciudadano español le correspondían, y reintegrándole todos los bienes, derechos y acciones, así como a sus parientes, de los que habían sido despojados (ley de 15 de diciembre de 1938, mandada fijar en todos los ayuntamientos de España). Otras disposiciones legales dictadas con posterioridad declaraban nulas y sin efecto cuantas inscripciones y anotaciones se hubiesen practicado en los Registros de la Propiedad, después del 14 de abril de 1931, sobre los bienes y derechos de Alfonso XIII y de sus parientes, proveyéndose, además, mediante otra serie de normas a la administración de sus bienes.
En enero de 1939 el rey destronado instituye heredero de la Corona al citado Juan de Borbón y Battenberg, tercero de sus hijos varones, a favor del cual abdica el 16 de enero de 1941. Gravemente enfermo, fallece en Roma el 28 de febrero del mismo año, a consecuencia de una angina de pecho. En señal de duelo, el Gobierno del general Franco declaró día de luto nacional el 1 de marzo de 1941, celebrándose honras fúnebres en honor del difunto en Madrid y en todas las capitales de provincia, las cuales, a partir de 1943, se hicieron extensivas a todos los reyes de las dinastías españolas. En 1980 los restos mortales de Alfonso XIII fueron trasladados a España y enterrados en el monasterio de El Escoriad, si bien, ya en 1941, el Gobierno español había dispuesto que en su momento se acordarían las medidas necesarias para llevar a efecto tal traslado.
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