La
resolución de los problemas de movilización y transporte de
tropas desde África a la Península se logrará buscando el apoyo de
la Armada en los puntos en los que sea conveniente, e incluso se
pedirá de su colaboración. La Armada debe oponerse a que sean
desembarcadas en España fuerzas que vengan dispuestas a combatir el
movimiento».
Con
estas palabras, el general Mola sienta las bases y plantea
claramente el rol que desea que juegue la Marina española
en los primeros momentos del alzamiento, los días 17, 18 y 19
de julio. Un plano secundario. Su labor es la de apoyo a los
rebeldes y de bloqueo. No hay previsión de operaciones de
intervención, ni maniobras de ataque o combate. Solamente
esperar órdenes en caso de que se requiera su actuación. Si acaso,
y tal y como marcará el desarrollo de los acontecimientos, la
Marina que queda del lado nacional es relegada a los puestos de
vigilancia de costas y de mantenimiento
del orden civil en las ciudades portuarias. Su función principal y
casi exclusiva es la del traslado de tropas. La lógica militar del
bando nacional explica esta situación: para poder ejecutar de modo
efectivo el alzamiento y apoderarse de las capitanías y de las
ciudades más importantes de España, únicamente se requiere una
intervención efectiva de los cuerpos de tierra y el apoyo de la
aviación. La Armada no resulta esencial. Es más importante
asegurarse la lealtad y participación de las guarniciones militares
y de la Guardia Civil que la de los navios y buques en alta mar. Con
unos pocos transbordadores que actúen de enlace con el norte de
África es suficiente.
Y
es que la cuestión de confianza sobre cómo responderá la Marina al
alzamiento también es relevante. Pese a una cierta descoordinación
motivada por este rol de apoyo, desde la jefatura de los golpistas se
da por hecho que la Marina va a mantenerse neutral, si no alineada
directamente con ellos. La confianza en esta neutralidad viene
dada por el apoyo manifiesto que ofrecen los altos cargos y oficiales
desde los diferentes puestos de mando de la Armada. La gran
mayoría de altos oficiales están
dispuestos a sumarse a la sublevación antigubernamental. Sin
embargo, esta apreciación no es igual entre los restantes estamentos
del Cuerpo. Frente al conservadurismo y corporativísimo militar de
los altos oficiales, mayoritariamente favorables a la Monarquía, se
percibe un cierto poso de discriminación entre los restantes
cuerpos auxiliares y demás subalternos, que sí que apoyan las
reformas que pretende introducir el Gobierno del Frente Popular, y
sobre todo, una radicalización y politización de la marinería. De
hecho, a finales de 1935 las tres cuartas partes de las
tripulaciones marinas están adheridas a alguna central política
o sindical, pese a que esta práctica les estaba prohibida: los
cargos menores estaban ganados para el bando republicano.
Posiblemente,
la situación de división queda perfectamente reflejada con la
reflexión que expone el jefe de fragata José Roji en sus memorias:
«Desde hace tiempo existe una notoria discrepancia, cada vez mayor,
entre los elementos que se consideran de izquierdas y los que se
definen de derechas, un reflejo del ambiente general del país».
El
asesinato de Calvo Sotelo el día 13 de julio pone en alerta a los
responsables del Ministerio de la Marina. Algo se está preparando.
Según cuenta el historiador Ricardo Cerezo, ante «la gravedad de
los momentos actuales», el ministro de la Marina, José Giral,
anuncia que «se servirá de adoptar toda clase de precauciones».
Poniendo en práctica sus propias palabras, y ante los crecientes
rumores de un inminente golpe, Giral efectúa el 14 de julio una
serie de ceses y cambios de destino entre posibles
conspiradores, desperdigándolos o apartándolos del cargo. La
maniobra de dispersión surte
efecto y sirve para desmontar e inutilizar parte del mecanismo de la
sublevación militar en buques y dependencias de la Armada.
A
las pocas horas de conocerse el alzamiento, comienzan a emitirse las
primeras órdenes del Gobierno y del equipo de emergencia
desplegado en el Ministerio de Marina. Giral y su grupo se centran en
un triple objetivo: controlar los movimientos de las unidades
navales, intervenir las comunicaciones radiotelegráficas y
asegurar la seguridad de las dependencias departamentales. Se trata
de evitar que la rebelión se propague por la Armada y a la vez
conseguir cerrar el paso de las tropas africanas a la Península.
En
Madrid, junto a Giral, se encuentran su subsecretario Francisco
Matz; Fernando Navarro Capdevilla, capitán de fragata y jefe de la
secretaría técnica del subsecretario, así como su ayudante,
Federico Monreal, capitán de corbeta. También están allí el
teniente de navio Pedro Prado, el comandante de la Infantería de
Marina, Ambrosio Ristori y el coronel de la Artillería de la Armada,
Luis Monreal. Los presuntos colaboradores con el alzamiento y
que pudieran encontrarse operativos dentro del Ministerio ya han sido
apartados de sus cargos y detenidos.
Entre
ellos se encuentra el vicealmirante Francisco Javier de Salas,
la primera autoridad militar en la estructura de la Armada y con
capacidad de dar ordenes a la fuerza naval. Conocida la implicación
de Salas en el golpe, es relegado y en su lugar asume las funciones
de jefe del Estado Mayor Pedro Prado. El control de la estación de
radiotelecomunicación también queda en poder del Gobierno con la
intervención de Benjamín Balboa, quien, a punta de pistola, releva
de su puesto en la estación de radio de Ciudad Lineal a Ibáñez
Aldecoa, jefe de los servicios de comunicaciones y también
implicado en el movimiento. Siguiendo órdenes directas del ministro
Giral, Balboa transmite un mensaje para todas las embarcaciones
españolas: todas las comunicaciones se radiarán, desde este
momento, «en claro», esto es, sin que se cifren los movimientos y
las maniobras que se efectúen en cada una de ellas.
El
hecho de dejar al
descubierto
todas y cada una de las operaciones responde a una nueva idea de
Giral: con la información sin codificar, la tripulación de
cada barco sabrá en cada momento las actuaciones que tiene que
seguir la capitanía. Si los oficiales al mando no ejecutan
estas órdenes, la tripulación tendrá un conocimiento inmediato y
podrá intervenir para asegurar el cumplimiento de los
imperativos del Gobierno republicano.
A
raíz de estas actuaciones, (la exclusión de colaboradores y el
control republicano sobre el Estado Mayor y las retransmisiones)
las fuerzas nacionales ven como se esfuma la posibilidad de instar a
la adhesión al movimiento desde la cadena de mando militar. Las
órdenes que se están transmitiendo a todos los buques y
dependencias militares de este Cuerpo
llegan desde Madrid, y
son justamente
las opuestas: permanecer leales al Gobierno
La
confusión entre las unidades al mando de cada uno de los buques se
hace patente, ya que por un lado reciben órdenes de sus superiores
de permanecer fieles a la República y por otro conocen la intentona
golpista, aunque carecen de una información certera y concreta sobre
cómo actuar. La decisión final de alineamiento queda pues en
manos de los altos cargos de cada navio que se decantan por un lado o
por otro, y a su vez por la tripulación de los mismos, quien debe
decidir si acata las órdenes de sus superiores o sigue las
consignas que llegan a través de la radio.
Tras
el estallido de la sublevación, las fuerzas navales españolas, que
cuentan con alrededor de 60 buques de guerra en los que sirven
aproximadamente 20.000
hombres,
de ellos más de 5.000 entre jefes y oficiales, quedan muy divididas.
Son muchas las embarcaciones en las que los altos cargos deciden
sumarse al alzamiento iniciado en el norte de África, pero
cuyas intenciones se ven frustradas por la intervención de la
tripulación, que responde a las advertencias del Ministerio de
la Marina que llegan por radio.
Así
sucede en multitud de casos, como por ejemplo en el destructor
Chrurruca,
utilizado inicialmente por las fuerzas nacionales para el paso de
tropas a través del Estrecho. El 19 de julio, la dotación
del navio se subleva contra sus superiores, quienes ya se habían
sumado (24 horas antes) al alzamiento nacional y toman el control del
barco. El Churruca
queda
bajo control del Gobierno de la República,
como la mayoría de los destructores de la Marina, a excepción del
Velasco.
Otros barcos donde se produce una sublevación de la tripulación
frente a las órdenes del alto mando son el cañonero Laya,
amotinado la noche del 19 de julio, o el guardacostas Uad
Lucus,
cuyo patrón, en este caso el alférez de navio Juan Lazaga Azcárate
no consigue aunar a su tripulación para el alzamiento nacional
y, temiendo futuras represalias, se da a la fuga en Tánger. Lo mismo
sucede con el acorazado Jaime
I,
cuyos oficiales, que se ponen del lado de la sublevación tienen
que enfrentarse a una tripulación leal a la República. Entre unos y
otros se producen violentos en enfrentamientos que terminan con
varios muertos hasta que finalmente los marineros se hacen con el
control del buque.
Según
afirma Cerezo, «los altos mandos de las embarcaciones que
pretenden sumarse al alzamiento pero que son reducidos y fracasan son
hechos presos o directamente ajusticiados».
Sin
embargo, en otros casos, el apoyo de los altos oficiales a la causa
nacional si triunfa y supone la puesta a disposición de los navios
para los promotores de la sublevación. Tal es el caso de, por
ejemplo, el cañonero Dato,
el guardacostas Uad
Quert
y el torpedero T-19,
tres embarcaciones que quedan en el bando nacional y que son
empleadas para el traslado de fuerzas a la Península desde Africa.
Otras embarcaciones que quedan del lado nacional son, por ejemplo, el
cañonero Canalejas
y el guardacostas Arcila
ambas pertenecientes a la Comandancia Militar de Las Palmas,
capitaneada desde el día 17 de julio por el general Franco.
Un
par de días después del alzamiento, transcurridas las
sublevaciones, contra-sublevaciones y motines iniciales, llega
la hora del recuento. El Ministerio de la Marina puede darse por
satisfecho, ya que este primer conato de rebelión ha sido, en el
terreno naval, ampliamente controlado, y la mayoría de buques
permanecen leales al Gobierno republicano en estos primeros
compases de la contienda. Sin embargo, hay una dificultad
añadida. Gran parte de los altos oficiales del Cuerpo General de la
Armada y otros cuerpos técnicos, o se han pasado al bando nacional,
o han fallecido durante los motines en los navios. La flota
gubernamental se encuentra con barcos pero sin nadie que pueda
controlarlos.
Miguel
Buiza y Luis González Ubieta son quienes se ponen al mando e
intentan restablecer el orden y la disciplina en la Marina, asi
como la puesta en marcha de nuevas estrategias de acción y
ejecución militar de los efectivos disponibles para la
contienda. La carencia de bases de las que puedan servirse los barcos
que permanecen bajo bandera republicana también es un factor que
juega en contra del Gobierno. Bajo territorio nacional ha caído el
principal astillero español (El Ferrol), y con él dos cruceros de
inminente botadura, Canarias
y Baleares.
Tan sólo el astillero de Cartagena resiste al levantamiento.
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