Adsense

sábado, 1 de junio de 2019

El Gobierno no reacciona al golpe de Estado


Cuando los militares llevan a cabo su alzamiento el 17 y el 18 de julio de 1936, no es la primera vez que la República se enfrenta a una intentona golpista, aunque ésta ha sido planeada mucho más cuidadosamente que ningu­na de las anteriores. Sin embargo, los generales sublevados no han previsto que el pronunciamiento pueda convertir­se en una larga Guerra Civil. Sus planes contemplan un rápido alzamiento segui­do de un directorio militar como el establecido por Miguel Primo de Rivera en 1923. No cuentan con la fuerte resistencia de las clases obreras, cuya belicosidad contrasta durante las primeras horas del pronunciamiento con el colapso del Gobierno del Frente Popular, que hasta entonces había ignorado los repetidos avisos sobre la conspiración.

El día 11 de julio, tras conocerse la toma de Radio Valencia por un grupo de falangistas y su anuncio de que «dentro de breves días se llevará a cabo la revo­lución nacional- sindicalista», un grupo de periodistas interroga al presidente del Gobierno, Santiago Casares Quiroga, sobre el presunto levantamiento. Su reac­ción es de aparente indiferencia: «¿Así que me dicen que los militares se han levantado? ¡Pues yo me voy a acostar!». Seis días después, al caer la noche, los habitantes de Melilla y, más tarde, de Tetuán y Ceuta, tienen ya constancia de que tropas del Tercio y de los Regulares indígenas han ocupado los centros de poder de la zona. La tarde del 17 el comandante de las tropas acuarteladas en la zona, Ricardo de la Puente, detiene a varios oficiales implicados en el golpe y alerta al Gobierno central. La única res­puesta es una llamada de Casares Quiroga a Arturo Álvarez Buylla, el alto responsable del Protectorado. Le prome­te que Madrid enviará aviones de refuer­zo y le insta a resistir a toda costa. El comandante De la Puente se mantiene firme ante las tropas rebeldes, pero Casares Quiroga no envía los aviones prometidos y los sublevados toman al día siguiente la base.
A las ocho de la mañana del 18 de julio, el Gobierno emite un comunicado por radio. La nota afirma que «se ha frustrado un nuevo intento criminal contra la República» y explica que una parte del Ejército español en Marruecos se ha levantado en armas, pero que «el movi­miento está exclusivamente circunscritos a determinadas ciudades de la zonal del Protectorado y nadie, absolutamente nadie, se ha sumado en la Península a este empeño absurdo». El norte de África ya es, sin embargo, zona enemiga.

En Madrid, la ejecutiva del Partido Socialista y los mandos de lealtad republicana se reúnen en el Ministerio de la Guerra, donde su titular Casares Quiroga se encuentra superado por los hechos y por su incapacidad para atajarlos a tiempo. Mientras tanto, el comunicado del Gobierno ha sembrado la alarma entre la población, especialmente en el seno de las organizaciones obreras, que inmediatamente comienzan a movili­zarse. Trabajadores y militantes acuden a las sedes de las centrales sindicales y de los gobiernos civiles, pidiendo consignas y armas y en la Puerta del Sol se concen­tran numerosos obreros.

En Cádiz, una huelga general asegura a los obreros el control provisional de la ciudad durante las primeras horas del levantamiento. En los distritos rurales, los braceros locales consiguen derrotar a las pequeñas guarniciones de la Guardia Civil. Incluso en las zonas ya tomadas por los rebeldes, la hostilidad es tan fuerte que en la capital se producen varias con­centraciones de la izquierda en petición de armas para los trabajadores. Pero el gabinete presidido por Manuel Azaña se resiste a darles respuesta. Por un lado, no está convencido de que la situación sea crítica y, además, es reacio a ceder a las organizaciones obreras un poder que, una vez aplastada la sublevación militar, teme que no estén dispuestas a devolver.

Sin embargo, a lo largo del día 18, las noticias sobre el avance rebelde son ya alarmantes. El Norte de África ha caído en manos de los sublevados y el presi­dente dicta las primeras medidas contra la rebelión, que serán publicadas al dia siguiente: anulación del estado de guerra implantado en las ciudades tomadas por los rebeldes y licénciamiento y exención de obediencia para los soldados pertene­cientes a las unidades sublevadas. Además, un decreto da de baja en el Ejército a los generales Franco, Cabanellas, Queipo de Llano y González de Lara.

A las seis de la tarde, el líder socialista Francisco Largo Caballero sugiere al pre­sidente que no hay otra solución que armar a los trabajadores. Tres horas más tarde, superado por los acontecimientos, Casares Quiroga dimite y Azaña llama al republicano moderado de centro, Diego Martínez Barrio, con el encargo de for­mar un gobierno de coalición para negociar con los rebeldes. A las once de la noche, Largo Caballero se opone a la sugerencia de Barrio, comunicada por Indalecio Prieto, de que haya una participa­ción socialista en el nuevo gabi­nete, debido a que en dicha coalición está previsto incluir a varias agrupacio­nes situadas a la derecha del Frente Popular. Creyendo que la ausencia del Partido Socialista podría facilitar las negociaciones con los militares rebeldes, a primeras horas de la mañana del día 19 de julio, Martínez Barrio intenta for­mar un Gobierno de republicanos.

Inmediatamente comienza a telefo­near a las guarniciones militares y, a pesar de las adhesiones individuales de lealtad personal que recibe, pronto se da cuenta del poco margen de maniobra del que dispone. En Burgos, que había caído casi sin resistencia, el general leal Domingo Batet es prácticamente un pri­sionero de los nacionales. En Zaragoza, el general Miguel Cabanellas le deja claro que no puede ni hará nada más para detener la insurrección. Por otro lado, Martínez Barrio si consigue que el gene­ral Patxot deponga las armas en Málaga y logra que Luis Lucia, líder de la Derecha Regional Valenciana incluida en la CEDA, reafirme su adhesión a la República.

Sin embargo, la aplastante victoria de los rebeldes en Pamplona hace difícil la perspectiva de llegar a un acuerdo. Martínez Barrio habla con el general Emilio Mola, líder del pronunciamiento en Navarra. El nuevo presidente le ase­gura que seguirá una política más dere­chista y restablecerá el orden público, pero Mola rechaza su oferta de ostentar la cartera de Guerra en el nuevo Ejecutivo. «Ni pactos de Zanjón, ni abra­zos de Vergara», declara el general suble­vado, «ni pensar en otra cosa que no sea una victoria aplastante y definitiva». El general José Miaja, ministro de Guerra, también intenta pactar la rendición de Mola, sin éxito.

Igualmente infructuosa es la negocia­ción con el general Cabanellas, jefe de la 5a División Orgánica. Éste ha desoído las órdenes de Casares Quiroga para que se presentase en Madrid e informase sobre la situación militar, y permanece en Zaragoza liderando en secreto a las fuer­zas rebeldes. El 18 de julio organiza el arresto del general republicano Núñez de Prado, amigo y compañero suyo, que había sido enviado por Martínez Barrio para hacerse cargo de la situación en la capital aragonesa. Ese día, Cabanellas habla varias veces por teléfono con el presidente, que le hace saber lo necesa­rio de llegar a una concordia, para lo cual se formará un Gobierno que incluirá a varios generales comprometidos en el alzamiento. Cabanellas contesta y le repite que «ya es demasiado tarde. Posteriormente, ordena el fusilamiento de Núñez de Prado.

Los rumores acerca de los intentos de alianza provocan manifestaciones populares de protesta en Madrid. También suscitan el rechazo rotundo de Lago Caballero, para quien la idea de un pacto es ya en sí misma una traición a la República.

El 19 de julio por la mañana Martínez Barrio comprende que no es posible formar Gobierno. Azaña había optado por su gabi­nete conservador con la esperanza de alcanzar un compromiso con los rebeldes. Ahora, la lucha comienza a perfilarse como la única salida posible y eso signi­fica armar a los trabajadores.

Se abandona la búsqueda de un acuerdo, pero no es fácil encontrar a un presidente dispuesto a enfrentarse a la nueva situación. Finalmente; Martínez Barrio es reemplazado por José Giral, un republicano de izquierdas, compañero de Azaña. Con la mirada puesta en la opi­nión internacional, tampoco incluye en su Gobierno a los miembros de los partidos obreros, aunque el socialista Indalecio Prieto se convierte en su principal conse­jero en la sombra. Tras aceptar el cargo de presidente, Giral decide autorizar la distribución de armas a los partidos y sindicatos, lo que será crucial en la derrota de la rebelión en numerosos lugares entre ellos Madrid y Barcelona.

El 19 de julio por la tarde, Giral envía un telegrama a Francia pidiendo ayuda militar al presidente Léon Blum. El mensaje dice así: «Sorprendidos por peligroso golpe militar. Stop. Solicitamos ayuda inmediata armas y aviones. Stop. Fraternalmente Giral». Dado que una vic­toria nacional representaría un tercer estado fascista en las fronteras de Francia, Blum decide prestar la ayuda solicitada. Pero su Gobierno de está dividido al respecto, ya que su ministro de Defensa, Ybon Delbos, es especialmente hostil al Frente Popular español.

El mismo día 19, el nuevo ministro de la Gobernación, general Pozas, ordena la puesta en libertad de los militantes de la CNT detenidos y la reapertura de los loca­les sindicales clausurados.

El 20 de julio, las fuerzas republicanas sufren un nuevo golpe en Asturias. Dos días antes el coronel Antonio Aranda, jefe de la Comandancia Militar de Oviedo, había expresado su lealtad a la República por teléfono a Martínez Barrio, que depo­sita su confianza en él sin sospechar que sus palabras esconden una estratagema. Fingiendo estar en contra de los sublevados, Aranda convence a los líderes mineros de que pueden enviar sin peligro a sus hombres a ayudar en la defensa de Madrid. Una vez puestos los trenes en marcha y alejadas las fuerzas obreras, el coronel se declara a favor del alzamiento y proclama el estado de guerra. Oviedo queda en manos de los sublevados.

El 20 de julio, en Cataluña, el presi­dente de la Generalitat recibe la visita de una delegación de la CNT inmediata­mente después de la derrota del alza­miento en Barcelona. Advirtiendo la fra­gilidad de su posición, Companys les ofrece su colaboración y su lealtad incondicional, por lo que los anarquistas le piden que continúe en su puesto.

Companys les convence entonces de que se unan a los partidos del Frente Popular, al que la CNT no pertenece oficialmente, y formen un Comité Central de Milicias Antifascistas, con el fin de organizar tanto la revolución social como la defensa mili­tar de la República. En los días siguientes, el poder de la Generalitat es eclipsado por el del Comité, algo que se producirá tam­bién en otras zonas del país, como conse­cuencia directa de la confusa relación entre el Estado y un poder que ha pasado a manos de las milicias.

Durante los días 19 y 20 de julio se hace patente la ineficacia del Gobierno Giral. Prueba de su escasa autoridad es la incautación obrera de fábricas y la proli­feración de patrullas ciudadanas al servi­cio de partidos, sindicatos, comités o sim­ples grupos incontrolados, que practican registros y detenciones sin autorización. El Ejecutivo intenta frenarlas con la publi­cación, el día 20, de un decreto que prohibe a estas patrullas actuar sin per­miso gubernativo, pero su efectividad es escasa. El radio de acción del nuevo Gobierno no va más allá de la capital y poco puede frente a unas milicias que son la antítesis de la legalidad republica­na, pero a las que se ha decidido armar por ser la única fuerza capaz de oponer­se a los sublevados.

No hay comentarios:

Publicar un comentario