A las afueras de Teruel, un periodista norteamericano deambulaba entre las columnas de soldados y el trajín de camiones y vehículos motorizados. Armado con una libreta que acostumbraba a enfundar en el bolsillo de su chaqueta, y con un español más bien pobre, trataba de mimetizarse con su entorno. Algo difícil, pues con su cara de anglosajón rollizo y su corpachón resultaba un personaje más bien exótico. Ateridos de frío, los soldados le mirarían entre curiosos y extrañados. ¿A qué venían tantas preguntas?
Como hacía siempre en sus viajes, Ernest Hemingway buscaba entre aquellos desgraciados algún personaje para su siguiente novela. Llevaban días peleando en Aragón, donde causaba el mismo terror el silbido de las balas que el de las rachas heladas. Lampiña de árboles y apenas habitada, la estepa turolense no ofrecía ninguna concesión a los soldados.
Era diciembre de 1937, y, en plena Guerra Civil, el bando republicano había reunido a una tercera parte de su ejército para conquistar Teruel. ¿Por qué esa obsesión con una pequeña capital de provincia de poco interés estratégico? El jefe del Estado Mayor, Vicente Rojo, esperaba de este modo distraer la atención de Franco, que en ese momento se disponía a tomar Madrid.
De tener éxito, podría alargar la guerra y acallar las voces que desde dentro del gobierno empezaban a pedir una solución pactada. Al mismo tiempo, esperaba demostrar a la comunidad internacional que el Ejército Popular todavía era capaz de dar zarpazos. De ahí la presencia de Hemingway, o de su colega del New York Times Herbert Matthews.
Guerra total
Y salió bien, al menos, en un principio. El 22 de diciembre los tanques soviéticos ya se asomaban a la plaza del Torico, lo que significaba que la ciudad estaba abierta. Como explica Enrique Bocanegra en Un espía en la trinchera (2017), Hemingway pudo describir la entrada triunfal, con besos y abrazos de los civiles a los primeros milicianos que entraban. Una euforia que no era generalizada, pues otros, tanto religiosos como laicos, corrieron a apretujarse en el convento, el seminario y la comandancia, últimos reductos de la resistencia sublevada.
Un problema más para Domingo Rey d’Harcourt, jefe militar de los que todavía resistían en esos edificios. Sus órdenes eran muy claras: Teruel no se rendía. Con apenas cuatro mil hombres –muchos de ellos civiles–, se parapetó en varios puntos de la ciudad a la espera del rescate.
Franco ya no podía seguir ignorando lo que estaba sucediendo, y finalmente decidió cancelar su esperada ofensiva sobre Madrid y enviar divisiones a Teruel. Lo hizo en contra de la opinión de sus asesores alemanes, que le insistían en atacar la capital. Sin embargo, el ya Generalísimo no estaba dispuesto a hacer ninguna concesión al enemigo. De este modo, Vicente Rojo consiguió lo que quería y, además, fue él quien escogió el campo de batalla. Dicen algunos historiadores que no calculó bien sus fuerzas, pues lanzó un órdago a Franco y la respuesta fue la guerra total.
Del bando republicano se reunieron unos cien mil hombres, agrupados en tres cuerpos de ejército, cuatrocientas piezas de artillería, un centenar de tanques y más de ciento veinte aviones. Por su parte, los nacionales reunieron un número similar de soldados, aunque contaban con más piezas de artillería y más aviones.
Al principio, de poco les sirvieron, pues un frío extremo, nubes bajas y la intensa ventisca no les permitían despegar desde los aeródromos de Castilla. Una ventaja que los republicanos supieron aprovechar, bombardeando la ciudad y al ejército que venía del norte. No sin costes. Algunos de los pilotos tenían que ser asistidos para bajar de sus cazas Polikarpov, agarrotadas las extremidades por el frío.
El factor de la nieve
Durante varias semanas, en las llanuras de Siberia se había estado concentrando una gran masa de aire denso y gélido que, empujada por las corrientes atmosféricas, y como si fuera un lento pero mortífero ejército, cruzó Europa hasta llegar a la península ibérica.
Como explica en un estudio el divulgador científico Vicente Aupí, el invierno de 1937-1938 estuvo marcado por las constantes entradas de aire polar, muy por encima de la media. El resultado: temperaturas de entre 20 y 25 bajo cero, nevadas de medio metro de espesor y una ventisca que en cinco minutos podía congelar cualquier parte del cuerpo que estuviera expuesta.
El periodista norteamericano Matthews lo describió mejor que nadie: “Las manos se nos hinchaban” y “nos costaba respirar”, dijo. Además, aseguró que no podía detenerse en ningún sitio, pues “el viento nos zarandeaba”. El “General Invierno” había hecho acto de presencia.
Solo en los primeros días, centenares murieron congelados o causaron baja. Los pies de Teruel, así se conoció el fenómeno médico que causaba una gangrena seca que tornaba los pies y manos de un color negruzco. Incapaces de evacuarlos con rapidez por unas carreteras nevadas, muchos acabaron amputados. Mientras tanto, otros intentaban protegerse forrando sus abrigos con paja o periódicos y cubriéndose los pies con mantas.
En estas condiciones tuvo que avanzar la división de Enrique Líster por el norte de Teruel. Según explica el historiador David Alegre en La batalla de Teruel. Guerra total en España (2018), sus hombres se vieron obligados a cavar parapetos en la nieve. En un terreno despojado de árboles o construcciones, era lo único que podía protegerles del viento. A la mañana siguiente, el oficial comunista despertó horrorizado al ver que 87 de ellos habían muerto congelados. Sin detenerse a enterrarlos, siguieron avanzando hasta que el día 17 se reunieron con la columna del sur, cerrando definitivamente el cerco sobre la capital.
Tal impasibilidad ante la muerte es testimonio de que aquello fue una guerra total. Es una de las ideas fundamentales del libro de Alegre. No importaba que los hombres murieran congelados, que el frío inutilizara los tanques o que las caravanas se atascaran en la nieve. Por difícil que resultara, había que seguir avanzando. Igual de secundario era el bienestar de los civiles, meros accesorios perfectamente sacrificables en el altar de la victoria.
Los últimos del seminario
Mientras tanto, dentro de la ciudad, los hombres de Rey d’Harcourt perfeccionaban sus defensas en el seminario y la comandancia. “Que confiaran en España igual que España confiaba en ellos”, ese era el único mensaje que recibían de Franco, mientras soportaban una angustiante cuenta atrás hasta que se les acabaran los víveres.
La primera buena noticia vino la mañana del 31 de enero. Asomados tímidamente a las ventanas, los defensores vieron movimiento en lo alto de la cima de La Muela. Aunque lejos, se reconocían los soldados nacionales avanzando contra posiciones republicanas. El grueso del ejército había llegado. Cansados tras quince días luchando en la nieve, a buena parte de los soldados gubernamentales les entró el pánico.
Como bien explica Alegre, fue entonces cuando empezaron a sentirse las consecuencias psicológicas de combatir tantos días bajo el yugo del frío. Así lo expresa la correspondencia de muchos soldados. El manto blanco, dice el historiador, se convirtió para los hombres en un paisaje aterrador que acabó por alterar su percepción de la realidad.
Si a esto añadimos las leyendas urbanas que circulaban sobre las tropas árabes de Franco, “los moros”, y su crueldad, no es de extrañar que muchos abandonaran su puesto esa noche. Sorprendentemente, y sin saberlo, hubo unas horas en que los cercados pudieron haber escapado a los brazos de sus rescatadores.
Para su desgracia, no lo hicieron. En los primeros días de enero, el temporal arreció, y el frente quedó otra vez estabilizado. Puesto que la mayoría de las industrias textiles habían quedado en la zona republicana, los soldados nacionales sobrevivían como podían en los altos de La Muela. De hecho, dice Alegre, los nacionales tuvieron dieciocho mil bajas (un 33%) por congelación. Mientras tanto, y bajo pena de fusilamiento, Vicente Rojo restableció el orden entre los milicianos, que volvieron a sus posiciones.
Bienvenidos al infierno
A partir de los testimonios de los supervivientes, Alegre da una rica descripción del infierno que se vivió en los edificios sitiados. Para el 6 de enero, en el seminario malvivían unos mil civiles y heridos. Sin apenas víveres ni agua, esperaban la muerte hacinados en un sótano que compartían con los hombres del coronel Barba, el comandante de la posición.
Según explicó él mismo, esos hombretones rompían en sollozos cuando tenían que arrancar a los bebés muertos de los brazos de sus madres. A su vez, estas se negaban a soltarlos, quizá porque serían arrojados a una amplia habitación llena de cadáveres que habían convertido en morgue provisional.
A esto se sumaban los angustiosos temblores cada vez que explotaba una mina. Cada día estaban más cerca, en una cuenta atrás que amenazaba con quebrar los nervios de la tropa. Diez días antes, el propio Hemingway había visto llegar a la ciudad a los dinamiteros. Lo explica Bocanegra en su libro. Bajaron de dos camiones y, cargados con dos mochilas y diecisiete saquitos de explosivos cada uno, se dirigieron a la ciudad.
Hemingway los siguió todo lo que pudo, hasta que esos hombres se perdieron por las callejuelas. Traían un regalo mortal para Rey d’Harcourt. Tras varios días de explosiones, la mañana del 8 de enero los republicanos lograron infiltrarse bajo la iglesia de la Asunción, haciendo explotar una mina que sepultó a todos los defensores. Al coronel Barba ya solo le quedaba el seminario, donde le llegó la noticia de que su superior había rendido, finalmente, la comandancia. Solos, maltrechos y con la mente borrosa por efecto del hambre, perdieron el seminario. ¿Había caído Teruel?
La carga del general Monasterio
Aunque así rezaron algunos titulares, lo cierto es que aquella fue una victoria tan pírrica como breve. En pocos días las tropas nacionales volvían a disparar artillería desde La Muela, y la aviación republicana sufría un goteo constante de bajas a manos de los Fiat italianos y los Messerschmitt alemanes. Tras tres jornadas de duros combates cuerpo a cuerpo a lo largo de la carretera de Zaragoza, a inicios de febrero el mando nacional ya tenía un plan para el asalto final.
El 5 de ese mes, sus tropas rompieron el frente republicano por tres puntos. La idea del alto mando era rodear por detrás la poderosa bolsa republicana que se había formado en el río Alfambra, al norte de Teruel. De aquella batalla quedó para la historia la épica carga de caballería del general José Monasterio, que, según el historiador Agustín Guimerá, fue una de las últimas de la historia.
El segundo día del ataque, y después de un intenso bombardeo artillero y de aviación, tres mil jinetes avanzaron hacia las trincheras republicanas en la localidad de Visiedo. Cuando se hallaban a cincuenta metros, y tras el cese del bombardeo, Monasterio dio la orden y sus hombres se lanzaron al galope sobre el enemigo.
Para Alegre, esta operación fue un precedente de la Blitzkrieg, la guerra relámpago que los alemanes perfeccionarían en Francia. En lugar de un típico ataque frontal, Monasterio concentró todos sus caballos en un solo punto, desde donde penetró varios kilómetros en la retaguardia enemiga. Desde allí atacó las líneas de suministro y almacenes de un enemigo que, desorientado, quedó a merced del resto del ejército.
Doblan por ti
Sea como fuere, los nacionales pudieron cruzar el río Alfambra y encontrarse con el cuerpo de ejército que avanzaba desde el sur. Teruel volvía a estar cercada, y acabó cayendo el 22 de febrero. Pero no hubo celebraciones, pues tuvieron la sensación de estar entrando más a un cementerio que a una ciudad.
Aunque los números no son exactos, existe un consenso que cifra la cantidad total de muertos en cincuenta mil. Una victoria pírrica que, sin embargo, abrió para los nacionales un camino hacia el Mediterráneo. No sin sufrimiento, pues aún quedaba la mayor carnicería de todas, la batalla del Ebro.
El “General Invierno” se retiró del frente en marzo, como haría luego en Stalingrado, dejando tras de sí un páramo de muerte. Pero fue precisamente allí, en los quebrantos de la guerra total, donde Hemingway encontró a los personajes que buscaba. Entre ellos, a María, aquella hermosa enfermera de Arbeca (Lérida) de la que se enamora su protagonista en la novela Por quién doblan las campanas (1940). En una guerra fratricida, el título escogido no podía ser más pertinente, pues “la muerte de cualquier hombre me disminuye, porque estoy ligado a la humanidad [...], nunca mandes preguntar por quién doblan las campanas: doblan por ti”.
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