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miércoles, 15 de octubre de 2025

Azcárate y Gómez, Gumersindo de (1878-1937)

Gumersindo Azcárate Gómez (Ezcaray, La Rioja, 28 de febrero de 1878 – Derio, Vizcaya, 18 de noviembre de 1937) fue un militar profesional, republicano leal y víctima del franquismo. Coronel del Ejército de la República, fue fusilado tras la caída de Bilbao por mantener su juramento de lealtad al Gobierno legítimo. Su historia, marcada por el valor, la dignidad y la fe en la democracia, lo convierte en un símbolo de la resistencia ética frente a la traición y la represión.

 
Orígenes y familia: Un linaje de liberales

Nacido en Ezcaray (La Rioja), Gumersindo pertenecía a una familia con profunda tradición liberal y republicana. Era pariente cercano del político krausista Gumersindo de Azcárate y Menéndez (1840–1915), uno de los fundadores de la Institución Libre de Enseñanza, y primo de los destacados republicanos Justino y Pablo de Azcárate.

Esta herencia intelectual y ética marcó su formación como militar de principios, comprometido con el Estado de Derecho y la legalidad constitucional.
 

Carrera militar y lealtad a la República

Durante la Segunda República, Gumersindo Azcárate formó parte del gabinete militar de Manuel Azaña cuando este fue Ministro de la Guerra. Al estallar la Guerra Civil en julio de 1936, ostentaba el rango de teniente coronel y estaba al mando del Batallón Ciclista de Alcalá de Henares.

Cuando sus propios oficiales se sublevaron, se negó a unirse al golpe y resultó gravemente herido al intentar contener la rebelión. Tras recuperarse, fue ascendido a coronel y enviado a Bilbao como Inspector de Operaciones del Ejército Vasco, con la misión de organizar e instruir a las milicias vascas.

Curiosamente, conocía personalmente a Francisco Franco, a quien había tenido como alumno en la Academia Militar. Según testimonios, solía decir:   

Conozco a Franco. Fue discípulo mío en la Academia. No me perdonará que le haya traicionado… y me fusilará.”

Una premonición que, trágicamente, se cumpliría.

     
Captura, encarcelamiento y fusilamiento

Tras la caída de Bilbao en junio de 1937, Gumersindo Azcárate fue capturado por las tropas franquistas. Encarcelado en la prisión de Larrinaga, compartió celda con otros leales a la República, el Coronel Irezábal, al Comandante de Estado Mayor Lafuente, al capitán Bolaños, todos ellos militares profesionales, al médico bilbaino José Luis Arenillas, Director General de Sanidad de Euzkadi, y hasta otros 14 más.

El 18 de noviembre de 1937, fue fusilado en Derio (Vizcaya) junto con todo el Estado Mayor del Ejército de Euzkadi. Antes de morir, escribió emotivas cartas a su esposa Presen y a sus hijas.  


   

lunes, 13 de octubre de 2025

Azcárate y Flórez, Pablo de (1890-1971)

Pablo de Azcárate y Flórez (Madrid, 4 de marzo de 1890 – Madrid, 24 de febrero de 1971) fue un destacado diplomático, jurista y político español de ideología liberal y republicana. Figura clave de la Segunda República, es recordado principalmente por ser el último embajador de España en el Reino Unido antes del estallido de la Guerra Civil, y por su incansable labor en defensa de la legalidad democrática y los derechos humanos durante el exilio.
 
Orígenes familiares y formación intelectual

Nacido en Madrid en 1890, Pablo pertenecía a una de las familias más influyentes del liberalismo español: era hijo de Cayo de Azcárate y Delfina Flórez, sobrino de Gumersindo de Azcárate (uno de los fundadores de la Institución Libre de Enseñanza) y hermano de Justino de Azcárate, también político republicano.

Siguiendo la tradición familiar, estudió en la Institución Libre de Enseñanza (ILE), centro emblemático del pensamiento progresista español. Se licenció en Derecho por la Universidad de Madrid y completó su formación en el Reino Unido, donde desarrolló un profundo conocimiento del sistema parlamentario británico —una influencia decisiva en su visión política.
 
Carrera diplomática en la Segunda República

Tras una exitosa trayectoria como abogado y catedrático, Pablo de Azcárate ingresó en la carrera diplomática. Durante la Segunda República Española, su perfil moderado, su dominio del inglés y su prestigio intelectual lo convirtieron en una figura clave en la política exterior del nuevo régimen.

En 1932, fue nombrado embajador de España en Londres, cargo que desempeñó con gran eficacia hasta 1936. Desde la embajada, trabajó para fortalecer las relaciones con el Reino Unido y proyectar una imagen de estabilidad y modernidad de la República en el escenario internacional.
 
El estallido de la Guerra Civil y la lealtad al Gobierno legítimo

Cuando estalló el levantamiento militar del 18 de julio de 1936, Azcárate se encontraba en Londres. A diferencia de otros diplomáticos que se sumaron al bando sublevado, mantuvo su lealtad al Gobierno republicano legítimo y continuó representando a España ante el gobierno británico.

Sin embargo, el Reino Unido adoptó una política de no intervención y, con el tiempo, reconoció de facto al régimen franquista. A pesar de ello, Azcárate se negó a entregar las instalaciones diplomáticas y permaneció en su puesto hasta que fue relevado por el gobierno republicano en el exilio en 1939.
 
Exilio y defensa de los derechos humanos

Tras la victoria franquista, Pablo de Azcárate se exilió en Londres, donde se convirtió en una voz moral contra la dictadura. En 1946, fue nombrado Secretario Ejecutivo de la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, bajo la dirección de John Peters Humphrey.

En este rol, participó activamente en la redacción de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948), aportando su experiencia jurídica y su compromiso con la justicia social. Su labor en la ONU lo consagró como un defensor universal de la dignidad humana, más allá de las fronteras nacionales.
 
Regreso a España y últimos años

Aunque mantuvo contactos con la oposición democrática durante el franquismo, no regresó a España hasta 1969, dos años antes de su muerte. Falleció en Madrid el 24 de febrero de 1971, sin haber visto el restablecimiento de la democracia, pero dejando un legado ético e intelectual indeleble.

Fue enterrado en el cementerio de La Almudena, en una ceremonia discreta que contrastaba con la magnitud de su contribución a la diplomacia y los derechos humanos.

Azcárate y Flórez, Justino de (1903-1989)

Justino de Azcárate y Flórez (Madrid, 28 de junio de 1903 – Caracas, 17 de mayo de 1989) fue un destacado abogado, político y defensor del liberalismo republicano español. Miembro de una de las familias intelectuales más influyentes del siglo XX, su vida estuvo marcada por el compromiso con la democracia, el exilio tras la Guerra Civil y su regreso simbólico durante la Transición española.
 
Orígenes y formación: Una familia de “notables” leoneses

Nacido en Madrid en 1903, Justino pertenecía a una ilustre saga de intelectuales y políticos liberales de León. Hijo de Cayo de Azcárate y Delfina Flórez, era sobrino de Gumersindo de Azcárate, uno de los fundadores de la Institución Libre de Enseñanza (ILE), y hermano de Pablo de Azcárate, diplomático y último embajador de la República en Londres.

Siguiendo la tradición familiar, estudió en la Institución Libre de Enseñanza y en el Colegio Alemán de Madrid. Se licenció y doctoró en Derecho en la Universidad de Madrid, donde fue profesor auxiliar de Derecho Político desde 1925. Pronto destacó como abogado de éxito, pero su vocación política lo llevó a los primeros planos de la vida pública republicana.
 
Compromiso republicano: De la Agrupación al Servicio de la República al Parlamento

En los años 20, se afilió al Partido Reformista de Melquíades Álvarez, una formación liberal y laica. Pero su verdadero salto a la escena nacional llegó en 1931, cuando se integró en la Agrupación al Servicio de la República, una plataforma impulsada por figuras como José Ortega y Gasset, Gregorio Marañón y Ramón Pérez de Ayala con el objetivo de asegurar el éxito de la Segunda República.

El grupo obtuvo 16 escaños en las elecciones constituyentes, y Justino de Azcárate fue elegido diputado por León, además de secretario del grupo parlamentario. Ese mismo año, fue nombrado subsecretario de Gracia y Justicia en el gobierno de Manuel Azaña.

Posteriormente, ocupó la Subsecretaría de Gobernación (1933) y fue consejero nacional de Economía, además de desempeñar cargos en organismos como el Patronato de las Hurdes y el Consejo Nacional de Combustibles. Su perfil técnico y moderado lo convirtió en una figura clave del centro republicano.
 
El estallido de la Guerra Civil y el exilio

El 18 de julio de 1936, en un último intento por evitar la guerra, el presidente Diego Martínez Barrio lo nombró ministro de Estado (Exteriores). Sin embargo, nunca tomó posesión del cargo: se encontraba en León, que cayó rápidamente en manos de los sublevados.

Pocos días después, fue detenido por falangistas en Burgos y trasladado a una prisión en Valladolid, donde permaneció casi año y medio. Gracias a las gestiones de su hermano Pablo de Azcárate, fue canjeado en 1937 por el falangista Raimundo Fernández-Cuesta.

A diferencia de muchos republicanos, no regresó a la zona leal. Prefirió exiliarse en Francia, donde colaboró con el movimiento Paz Civil en España, buscando un acercamiento entre los bandos. Tras la victoria franquista, partió definitivamente al exilio en Venezuela en 1939, junto a su esposa Emilia González Uña y sus hijos.
 
Vida en el exilio: influencia en Venezuela

En Caracas, Justino de Azcárate construyó una segunda carrera de enorme prestigio. Fundó uno de los bufetes de abogados más influyentes del país y participó activamente en la vida económica y cultural venezolana:
 

  • Asesor del Ministerio de Relaciones Exteriores en temas de postguerra  
  • Profesor de Economía y Hacienda en instituciones públicas 
  • Gerente de empresas inmobiliarias y vicepresidente de entidades de vivienda popular  
  • Asesor de la Cámara de Comercio de Caracas (1946–1977)  
  • Presidente de la Compañía Fomentadora Inmobiliaria Nacional (FINCA)

     

Su labor en Venezuela lo convirtió en un puente entre la intelectualidad republicana española y el desarrollo institucional latinoamericano.
 
Regreso a España: Senador en la Transición y defensor del patrimonio

Tras la muerte de Franco, regresó a España en 1977. El rey Juan Carlos I lo designó senador por designación real en las primeras Cortes democráticas, integrándose en la Agrupación Independiente, de la que fue portavoz.

En 1979, fue elegido senador por León en las listas de la Unión de Centro Democrático (UCD), partido que representaba el centro reformista heredero del espíritu republicano moderado.

Además de su labor parlamentaria, destacó en la defensa del patrimonio cultural español:

  •  Presidente del Patronato del Museo del Prado (1982–1986)  
  • Presidente de Hispania Nostra (1980–1987), organización dedicada a la conservación del patrimonio histórico  
  • Patrono de la Fundación Giner de los Ríos y miembro de la Fundación Ortega y Gasset

Legado y familia

Justino de Azcárate fue el último representante público de la célebre saga de “notables” leoneses de los Azcárate. Estuvo casado con Emilia González Uña y tuvo cuatro hijos: Juan Cayo y Carmen (nacidos en Madrid), e Isabel y José (nacidos en Caracas).

Su vida simboliza el tránsito del liberalismo republicano al compromiso democrático de la Transición, sin renunciar nunca a sus principios ni a su vocación de servicio público.

viernes, 10 de octubre de 2025

Azarola y Gresillón, Antonio (1874-1936)

Antonio Azarola y Gresillón (Tafalla, 18 de noviembre de 1874 – Ferrol, 4 de agosto de 1936) fue un destacado militar y marino español, contraalmirante de la Armada y ministro de Marina durante la Segunda República Española. Su nombre quedó grabado en la historia por su lealtad inquebrantable al Gobierno legítimo y su trágico final al comienzo de la Guerra Civil española.
 

Formación, carrera y compromiso republicano

Nacido en Tafalla (Navarra) en 1874, Azarola provenía de una familia con profunda tradición militar. Sus antepasados, originarios de España, habían emigrado a Uruguay, aunque mantuvieron fuertes vínculos con las Fuerzas Armadas españolas. Casado con Carmen Fernández García-Zúñiga, hija del vicealmirante Ricardo Fernández Gutiérrez de Celis, Azarola sirvió como ayudante personal de su suegro en dos ocasiones, lo que refleja su prestigio dentro de la institución naval.

Su carrera en la Armada Española fue meteórica. En noviembre de 1934 fue nombrado segundo jefe de la Base Naval de Ferrol y jefe del Arsenal de Ferrol, uno de los centros navales más estratégicos del país.
 
Ministro de Marina en la Segunda República

En un momento crítico de la política española, Azarola asumió el cargo de ministro de Marina en el gobierno de Manuel Portela Valladares, entre el 30 de diciembre de 1935 y el 19 de febrero de 1936. Este fue el último gabinete antes de las elecciones de febrero de 1936, que dieron la victoria al Frente Popular.

Durante su breve mandato, promovió el último Plan Naval de la Segunda República (11 de enero de 1936), que contemplaba la construcción de dos destructores, dos cañoneros y otras embarcaciones menores, en un intento por modernizar la flota española ante la creciente tensión política.
 
Lealtad a la República y arresto en Ferrol

Cuando estalló el levantamiento militar del 18 de julio de 1936, Azarola se encontraba al mando del arsenal de Ferrol. A diferencia de muchos de sus compañeros, se negó a unirse al golpe de Estado y mantuvo su fidelidad al Gobierno republicano.

El 20 de julio, los oficiales sublevados tomaron el control de la base. Azarola fue traicionado por sus propios subordinados, entre ellos los hermanos Salvador y Francisco Moreno Fernández, quienes años después serían ensalzados como héroes navales por el régimen franquista. Al descubrir la traición, Azarola miró a uno de ellos y le dijo con amargura:   

    “Usted también, don Francisco.”
     
Juicio sumarísimo y fusilamiento

Detenido y sometido a un consejo de guerra sumarísimo el 3 de agosto de 1936, Azarola fue acusado de “abandono de destino”. Según la sentencia de los sublevados, se le imputaba:

    “Inhibirse en sus funciones, retirarse a sus habitaciones particulares y oponerse a que se declarase el estado de guerra en la plaza.”
     

Durante el juicio, el contraalmirante defendió su postura con firmeza:   

    “Consideraciones de carácter militar me impedían en absoluto sumarme a un acto que consideraba sedicioso.”
     

Al amanecer del 4 de agosto de 1936, fue fusilado en el cuartel de Dolores, en Ferrol. Sus restos descansan hoy en el cementerio de Villagarcía de Arosa.
 
Legado familiar y memoria histórica

Antonio Azarola tuvo un hijo, Antonio Azarola Fernández de Celis, que siguió sus pasos en la Marina de Guerra. Curiosamente, su sobrina Amelia Azarola Echevarría —hija de su hermano Emilio Azarola Gresillón, alcalde de Santesteban y político radical-socialista— estaba casada con el aviador Julio Ruiz de Alda, cofundador de la Falange Española, quien fue asesinado en la Cárcel Modelo de Madrid el 23 de agosto de 1936. Esta paradoja familiar refleja la profunda fractura social que provocó la Guerra Civil.

martes, 2 de septiembre de 2025

Ayeta-Mendi

El Ayeta-Mendi, construido por los astilleros Euskalduna en Bilbao en 1926, fue un remolcador de alta mar con características técnicas destacadas para su época. Con un desplazamiento de aproximadamente 125 toneladas, una eslora de 26,5 metros y motor a vapor de 310 CV que le permitía alcanzar velocidades de hasta 9,5 nudos, este buque era inicialmente un remolcador civil dedicado a operaciones de salvamento y asistencia marítima.


Su rol durante la Guerra
 
Cuando estalló la Guerra Civil, el Ayeta-Mendi se encontraba en su puerto base de Bilbao. Fue requisado por el gobierno de la República y pasó a servir principalmente como patrullero de vigilancia y remolcador en la costa Cantábrica, con base en puertos como Santander y Bilbao.
 
Una de sus misiones destacadas fue el apoyo en convoyes de remolque que transportaban materiales y refugiados, como ocurrió el 16 de junio de 1937, cuando el patrullero Galerna lo avistó escoltando un convoy de buques con carga estratégica — incluyendo un petrolero con 3.500 toneladas de combustible — que posteriormente fueron capturados.
 
Asimismo, el Ayeta-Mendi estuvo implicado en servicios humanitarios y de salvamento. Por ejemplo, se enfrentó a fuertes galernas y situaciones peligrosas durante remolques de buques en dificultades, incluso habiendo sufrido averías contra las duras condiciones marítimas. Su valentía y capacidad en estos momentos fueron cruciales para rescatar a tripulaciones y evitar mayores tragedias.
 
Durante el conflicto, y debido a la política del gobierno franquista hacia las lenguas regionales, el nombre del buque sufrió adaptaciones, simplificándose a "Ayeta" en lugar de Ayeta-Mendi. La compañía propietaria, Compañía de Remolcadores Ibaizábal, tuvo que reorganizarse durante la guerra, pero sus remolcadores, incluido el Ayeta-Mendi, mantuvieron operaciones fundamentales para la flota republicana.
 
Finalmente, con el avance de las tropas sublevadas por la costa Cantábrica, el Ayeta-Mendi regresó a su base en Bilbao alternando con Santander,. Su papel durante la guerra, aunque no central en combates bélicos, fue vital en la logística naval, vigilancia y rescate en una de las etapas más convulsas de la historia marítima española. El 16 de junio de 1937 el patrullero Galerna, lo avisto a la salida de Bilbao, dando remolque al Itxas Ondo, al petrolero Gobeo, y al final del convoy al pesquero Itxaropena, quines recibieron dos proyectiles de aviso, parando máquinas, se acercó a ellos el minador Júpiter, a quién Galerna le entrego los buques apresados, arrumbando al puerto de Pasajes.
 

viernes, 20 de diciembre de 2024

La masacre de moros del puente de Pindoque

Israel Viana y Manuel P. Villatoro publican 'Historia de la guerra civil sin mitos ni tópicos'

Asfixiar Madrid

En 1936 el epicentro de la Guerra Civil era Madrid, una perla ubicada en el centro de la península que los nacionales ansiaban tomar, pero que las Brigadas Internacionales estaban dispuestas a defender hasta el último hombre. Los soviéticos, aliados del presidente Manuel Azaña, también lo sabían, y es por ello que a finales de ese mismo año enviaron una buena remesa de armas y vituallas que sirvieron para reforzar este frente.

La aparente inexpugnabilidad de la urbe no le impidió a Franco organizar varias ofensivas contra ella; ataques que, a la postre, resultaron inútiles. Uno de los primeros fue un asalto en que, el 22 de noviembre, los franquistas se estrellaron contra las férreas defensas de las Brigadas Internacionales. El mismo Azaña se deshizo en elogios cuando recibió noticias del valor que derrochaban ante el enemigo. "A todo suplió el entusiasmo de los combatientes, tropas voluntarias, poseídas de un espíritu exaltado hasta el paroxismo, seguras de la victoria. A fuerza de arrojo, de buena voluntad, muchas veces de heroísmo, hicieron cosas utilísimas para la defensa, y como no había otras mejor pensadas y ejecutadas, eran insustituibles".

Tras una serie de ofensivas infructuosas, los militares nacionales cambiaron de estrategia y se propusieron rodear Madrid por el noroeste. Así pues, en lugar de tratar de conquistar la urbe a través de la Casa de Campo, de la Ciudad Universitaria y de la carretera de La Coruña, como habían intentado hasta ese mo mento, apostaron por cortar el sur de la carretera de Valencia, la única vía a través de la cual llegaban refuerzos, vituallas y munición. Para llevar a cabo su plan, no obstante, los generales de Franco se veían obligados a superar las defensas republicanas ubicadas a orillas del Jarama y cruzar el río utilizando los escasos puentes existentes. Si lograban cerrar la carretera de Valencia, los franquistas podrían cortar también los accesos a Barcelona y cercar Madrid. Con todo, uno de los objetivos primarios que se impusieron los nacionales consistió en llegar hasta Alcalá de Henares, lo que, en la práctica, suponía bordear la ciudad desde el sur en dirección norte tras recorrer unos sesenta kilómetros. El plan era más que complejo y, para llevarlo a cabo, el mando llamó a filas a miles de soldados. «De los 50.000 hombres que componen la división reforzada, serán 20.000 quienes tomen parte en la batalla del Jarama», explica Jorge M. Reverte en 'De Madrid al Ebro'. Por su parte, Paul Preston dedica unas líneas a estos momentos previos de la batalla del Jarama en su obra 'La guerra civil española. Reacción, revolución y venganza'. En ellas desvela que la ofensiva fue lanzada en el momento más álgido del ejército de Franco. «Animados por sus éxitos en el sur, los rebeldes reanudaron sus esfuerzos por tomar Madrid. Mientras los republicanos se preparaban para contraatacar, las fuerzas nacionales dirigidas por el general Orgaz desencadenaron una gran ofensiva a través del valle del Jarama, sobre la carretera de Madrid-Valencia, al este de la capital». El historiador explica también que los franquistas disponían de dos ventajas sobre los republicanos, «la peculiar habilidad de los mercenarios moros para avanzar a campo a traviesa sin ser vistos» y una gran superioridad en artillería. A principios de febrero de 1937 llegaron a la zona veinte mil soldados nacionales, una cifra considerable que dio cierta seguridad a los mandos. De hecho, poco antes del comienzo de la ofensiva el coronel Barroso, jefe de operaciones de Franco, se mostró optimista: «En cinco días estaremos en Alcalá de Henares». No podía estar más equivocado, pues aquella se iba a convertir en una larga y sangrienta contienda. El 6 de febrero comenzó la ofensiva, y en poco tiempo los franquistas se desplegaron por una gran franja del territorio. Los atacantes solo vieron detenido su avance el 9 de febrero en tres puntos clave: los puentes del Pindoque, de San Martín de la Vega y de Arganda. Sus posiciones quedaron establecidas, así pues, en la margen oeste del Jarama, y ello solo después de que los mandos republicanos ordenasen un contraataque lo suficientemente potente como para rebajar el furor nacional y de que las lluvias detuviesen el asalto.

A la defensa

Después de que el frente se estabilizara, la XII Brigada Internacional fue la encargada de crear una línea defensiva a lo largo de la orilla este del río. Bajo sus fusiles quedó la responsabilidad de asegurar el Pindoque, misión para la que sus oficiales destinaron una sección de la Segunda Compañía del batallón denominado André Marty. La mayoría de aquellos combatientes eran franceses y belgas, y su armamento no iba mucho más allá de fusiles de cerrojo, que había que amartillar tras cada disparo. El número de ametralladoras de las que disponía la sección a la que se le encargó la vigilancia del puente varía según las fuentes. El general soviético Pável Batov afirmó en sus informes que eran cuatro. Sin embargo, el popular historiador francés Jacques Delperrié de Bayac es partidario de que tan solo había tres; su versión es la más extendida. En lo que sí coinciden ambos es en que eran las famosas Maxim. «Fue la primera ametralladora automática portátil. Podía disparar seiscientas balas por minuto, lo que era equivalente al poder de fuego de treinta fusiles de cerrojo», afirma Luis Otero Soler en su obra 'Muy breve historia de África. Cuna de la humanidad'.

Los republicanos del André Marty ubicaron una de las Maxim a la izquierda y otra a la derecha del Pindoque, para atrapar en un fuego cruzado letal a todo aquel que quisiera atravesarlo. Además, situaron una más en el centro para asegurar todavía más la posición. Y, por si algún nacional destrozaba las defensas, colocaron también cargas de demolición bajo el puente. Así, en el caso de que fuese tomado, podrían volarlo para evitar que el grueso del contingente enemigo lo usase para cruzar el Jarama. La defensa podría haber sido perfecta, pero los hombres del André Marty cometieron un error que, a la larga, les salió caro: no dispusieron centinelas en la orilla oeste del puente. Al no tener ojos en aquella zona, se arriesgaban a ser atacados por sorpresa. Por si fuera poco, el día del asalto al Pindoque la mayoría de los defensores se encontraban adormilados en las trincheras ubicadas varios metros detrás del puente. «Los republicanos del lado este debían hallarse guarecidos del frío de la noche en la casucha del guardavía que se alzaba al pie del mismo [puente] y hacía las veces del cuerpo de guardia. El resto de la compañía descansaba al amparo de tan precaria cobertura en las trincheras excavadas tras el terraplén del ferrocarril que discurría paralelo al río», explican Rafael Permuy y Artemio Mortera en su monográfico «La batalla del Jarama/The Battle of Jarama». Un ejemplo de la descuidada defensa que plantearon los republicanos lo ofrece Bayac en un testimonio anónimo recogido en el completísimo artículo «La XII BI en la batalla del Jarama»: "El Jarama chapotea y arrastra arbustos arrancados en las últimas lluvias. Se han previsto turnos de guardia en cada sección, pero no hay centinelas en el puente ni en la orilla de enfrente. Tampoco se ha hecho un reconocimiento del terreno. El voluntario Marc Perrin, de Lyon, es el tirador de la Maxim instalada en el centro. Se ha enrollado en su manta y duerme cerca de su pieza". ¿Cómo era el paso del puente del Pindoque que tenían que defender los hombres del André Marty? Según Permuy y Mortera, contaba con unos doscientos metros de largo y dos y medio de ancho. «Configuraban el puente tres tramos de viguería metálica apoyados sobre pilastras de piedra», añaden. Sobre este armazón descansaba una estrecha vía de ferrocarril apoyada «en unas planchas de hierro que se prolongaban lateralmente hasta unirse a las dos barandillas». El paso era, en definitiva, poco apto para la infantería, sumamente molesto para la caballería y casi impracticable para los carros de combate.

La conquista

Con la necesidad imperiosa de cruzar el Jarama en mente, el mando sublevado dio la orden a una pequeña unidad de dar un «golpe de mano», un ataque rápido con el que superar a un enemigo desprevenido, y conquistar el Pindoque. La misión recayó en el I Tabor de Tiradores de Ifni, una unidad formada en su mayoría por soldados marroquíes, aunque con mandos españoles, al frente de la cual se hallaba el comandante Molero. Estos hombres, calificados como «la extrema vanguardia» de las tropas de Fernando Barrón, tendrían dos ventajas: su mayor entrenamiento en el arte de la guerra y el uso de la noche como aliada para cruzar el puente sin ser vistos. En la noche del 10 al 11 de febrero, a eso de las tres de la mañana, los marroquíes partieron de La Marañosa en dirección a su objetivo, ubicado a pocos kilómetros de distancia. Junto con ellos dejó también el campamento una compañía de zapadores de Larache. Serían los encargados de dar buena cuenta de las cargas de demolición antes de que fueran detonadas por los republicanos.

Los defensores del André Marty no podían imaginarse que la muerte estaba a punto de cernirse sobre ellos. Entre las tres y las cuatro de la madrugada ocurrió el desastre para los republicanos. Al amparo de la oscuridad, un pequeño grupo de combatientes se separó del contingente principal y logró cruzar el Pindoque. Nadie les vio. No se dio la voz de alarma. Una vez en la orilla contraria, comenzó la lucha. Los marroquíes fueron los primeros en atacar. Al poco ya habían degollado a varios miembros del André Marty. Mientras, los zapadores cortaron los cables de encendido de las cargas explosivas. Poco después, y ya sin las molestas y peligrosas Maxim al acecho, el resto del tabor cruzó a la carrera el Pindoque y atacó con granadas de mano a las tropas atrincheradas en las cercanías. Bayac explica así el golpe: "Estallan granadas, los hombres gritan, otros corren en la noche. Marc Perrin, de pie, no tiene tiempo de enterarse de lo que pasa. Su jefe de pieza, Pecqueur, le grita: «¡Pronto! ¡Dejamos el campo!». La Maxim es demasiado pesada para un solo hombre. Perrin quita la culata móvil y se la lleva. Camina sin dirección fija con Pecqueur y otros cinco o seis se refugian en los edificios de una antigua azucarera a unos trescientos metros del Pindoque". Otros se unen a la 3.ª compañía mandada por Boursier, excontramaestre de marina. En poco tiempo la misión había terminado. Solo hubo una contrariedad: a los zapadores debió de pasárseles por alto un cable, pues algunos minutos después los republicanos activaron las cargas y una gran explosión resonó en todo el valle del Jarama. Una vez más la diosa Fortuna se alió con los hombres de Franco, ya que, aunque uno de los extremos de la construcción se elevó en el aire por la fuerza de la detonación, cayó de nuevo casi intacto sobre su apoyo original. Los republicanos que no fueron pasados a cuchillo fueron hechos prisioneros. Otros, como ya se ha especificado, lograron huir. El éxito del I Tabor de Tiradores de Ifni fue clave, pero efímero. Tras casi un mes de batalla, el frente se estabilizó. Los nacionales solo lograron avanzar unos pocos kilómetros hacia Madrid y no cumplieron su objetivo; todo ello a pesar de los miles de bajas —entre diez mil y veinte mil— que sufrieron ambos bandos. Ni se tomó la carretera de Valencia ni se cerró un cerco total en torno a la ciudad. En 1938 los republicanos construyeron una línea defensiva compuesta de multitud de búnkeres para defenderse de un posible ataque franquista. Y esos son, precisamente, los que se pueden visitar en la actualidad.

sábado, 14 de diciembre de 2024

Bombardeo republicano de Aguilar de la Frontera (ABC 10-2-2021)

En otoño de 1938 reinaba una tensa calma en los frentes andaluces. Ambos bandos estaban a oscuras sobre la verdadera fuerza y las intenciones del contrario. El mando republicano puso a disposición del Ejército de Andalucía, cuyo jefe era el coronel Domingo Moriones Larraga, la tercera escuadrilla del Grupo 24 (Katiuskas), que después de combatir en la batalla del Ebro pasó a la Zona Centro-Sur, concretamente a la base de Fuente Álamo (Murcia). Al mando de la escuadrilla quedó el teniente Francisco Cabré Rofes por traslado del anterior titular, Armando Gracia Mena. En las semanas siguientes esta escuadrilla estuvo muy activa realizando reconocimientos aéreos y bombardeando poblaciones en las que creían, luego se demostró que no cuando se produjeron dichas acciones, había concentraciones de tropas enemigas. Tal fue el conocido caso de Cabra en noviembre de 1938. Pero hubo otros ataques. Un ejemplo fue al sufrido por Aguilar de la Frontera el 25 de octubre de 1938. 

A las 15.08 horas de ese día (hora republicana) emprendió vuelo desde Fuente Álamo una patrulla de tres BK (bombarderos Katiuska) al mando del jefe de la escuadrilla, el ya citado teniente Cabré. Las tripulaciones eran (nombradas según sus funciones como piloto, observador y ametrallador) las siguientes: teniente Francisco Cabré Rofes, teniente Salvador Terol Alonso y sargento Carlos Hernández García en el aparato líder; en otro sargento Francisco Malagón Ibáñez, teniente Miguel Simón Pelegrín y teniente Amancio Baltanás Franco, y en el tercero los sargentos José Luis Urquía Goenaga, José Cobarro López y Lorenzo Adell Balaguer. La misión consistía en efectuar un reconocimiento por el sector de Alcalá la Real, Almedinilla, Priego de Córdoba, Luque y Baena con bombardeo de las concentraciones que se observasen en alguno de los últimos tres pueblos citados. Llegaron a la vertical de Martos a las 16.05 horas y desde allí pusieron rumbo a Baena. Encontraron toda la zona cubierta de nubes, pero al sobrevolar Castro del Río divisaron un claro al suroeste. Arrumbaron hacia allí y encontraron el pueblo de Aguilar de la Frontera «el cual fue bombardeado a las 16.25 horas, cayendo todas las bombas dentro del citado pueblo». A la vuelta había aclarado y sí pudieron hacer el reconocimiento fotográfico de la zona comprendida entre Alcalá la Real y Priego. Tomaron tierra sin novedad a las 17.37 horas (siempre hora republicana). Esto en cuanto al parte republicano. Respecto al parte nacional dice que el bombardeo fue a las 15.20 horas (obsérvese el desfase horario entre ambas zonas) y que las bajas fueron un muerto, un herido grave y cuarenta leves, todos civiles. Cuatro casas quedaron destrozadas. El Registro Civil de Aguilar de la Frontera identifica en su tomo 57 número de registro 380 al fallecido como Antonio Moreno Castro, de 34 años, de profesión albañil, casado y con dos hijas, Josefina y Asunción, vivía en la calle San Antón número 7. No tenemos noticia de que alguno de los heridos en el ataque falleciera con posterioridad a consecuencia de las lesiones. Sí es cierto que otro parte nacional menciona «42 víctimas» pero sin especificar dentro de ese calificativo la gravedad de las lesiones lo que puede llevar a error y confundir respecto a que se trate de fallecidos. 

Según las investigaciones la única víctima mortal directa a consecuencia del ataque es el albañil antes nombrado, Antonio Moreno Castro, siendo los cuarenta y un restantes, ciudadanos heridos consecuencia del bombardeo. El ataque sobre Aguilar no estaba previsto, por lo que ciertamente que el número de víctimas mortales no fuera mayor es fruto de la casualidad, descargaron las bombas en Aguilar porque los objetivos iniciales estaban cubiertos por las nubes. El parte republicano dice que bombardearon el pueblo y que todas las bombas cayeron dentro. Es decir, no tenían localizados objetivos militares en el mismo. ¿Pero existían esos objetivos? En Aguilar había un campo de concentración de prisioneros republicanos con su correspondiente guardia. Es cierto que las unidades en descanso se distribuían por muchos pueblos de la provincia, pero no es menos cierto que desde meses antes al 25 de octubre el ejército Nacional tenía ordenado vivaquear a cierta distancia de los pueblos precisamente para no convertir a éstos en objetivo de la aviación enemiga. Precaución adoptada también por el Ejército Popular en vísperas de la ofensiva de Peñarroya-Valsequillo, cuando las tropas se camuflaban en los encinares y sólo entraban a los pueblos a dormir. Por tanto, no es que creamos que no había justificación al ataque de la aviación republicana a Aguilar de la Frontera, es que definitivamente esta población no era objetivo militar por las órdenes recibidas, no había tropas enemigas que justificaran la acción y solo la casualidad hizo que unas bombas dejadas caer al azar sobre la población civil no provocara una masacre.

viernes, 13 de diciembre de 2024

El General Invierne en la Batalla de Teruel (La Vanguardia)

 A las afueras de Teruel, un periodista norteamericano deambulaba entre las columnas de soldados y el trajín de camiones y vehículos motorizados. Armado con una libreta que acostumbraba a enfundar en el bolsillo de su chaqueta, y con un español más bien pobre, trataba de mimetizarse con su entorno. Algo difícil, pues con su cara de anglosajón rollizo y su corpachón resultaba un personaje más bien exótico. Ateridos de frío, los soldados le mirarían entre curiosos y extrañados. ¿A qué venían tantas preguntas?


Como hacía siempre en sus viajes, Ernest Hemingway buscaba entre aquellos desgraciados algún personaje para su siguiente novela. Llevaban días peleando en Aragón, donde causaba el mismo terror el silbido de las balas que el de las rachas heladas. Lampiña de árboles y apenas habitada, la estepa turolense no ofrecía ninguna concesión a los soldados.


Era diciembre de 1937, y, en plena Guerra Civil, el bando republicano había reunido a una tercera parte de su ejército para conquistar Teruel. ¿Por qué esa obsesión con una pequeña capital de provincia de poco interés estratégico? El jefe del Estado Mayor, Vicente Rojo, esperaba de este modo distraer la atención de Franco, que en ese momento se disponía a tomar Madrid.


De tener éxito, podría alargar la guerra y acallar las voces que desde dentro del gobierno empezaban a pedir una solución pactada. Al mismo tiempo, esperaba demostrar a la comunidad internacional que el Ejército Popular todavía era capaz de dar zarpazos. De ahí la presencia de Hemingway, o de su colega del New York Times Herbert Matthews.


Guerra total

Y salió bien, al menos, en un principio. El 22 de diciembre los tanques soviéticos ya se asomaban a la plaza del Torico, lo que significaba que la ciudad estaba abierta. Como explica Enrique Bocanegra en Un espía en la trinchera (2017), Hemingway pudo describir la entrada triunfal, con besos y abrazos de los civiles a los primeros milicianos que entraban. Una euforia que no era generalizada, pues otros, tanto religiosos como laicos, corrieron a apretujarse en el convento, el seminario y la comandancia, últimos reductos de la resistencia sublevada.


Un problema más para Domingo Rey d’Harcourt, jefe militar de los que todavía resistían en esos edificios. Sus órdenes eran muy claras: Teruel no se rendía. Con apenas cuatro mil hombres –muchos de ellos civiles–, se parapetó en varios puntos de la ciudad a la espera del rescate.


Franco ya no podía seguir ignorando lo que estaba sucediendo, y finalmente decidió cancelar su esperada ofensiva sobre Madrid y enviar divisiones a Teruel. Lo hizo en contra de la opinión de sus asesores alemanes, que le insistían en atacar la capital. Sin embargo, el ya Generalísimo no estaba dispuesto a hacer ninguna concesión al enemigo. De este modo, Vicente Rojo consiguió lo que quería y, además, fue él quien escogió el campo de batalla. Dicen algunos historiadores que no calculó bien sus fuerzas, pues lanzó un órdago a Franco y la respuesta fue la guerra total.


Del bando republicano se reunieron unos cien mil hombres, agrupados en tres cuerpos de ejército, cuatrocientas piezas de artillería, un centenar de tanques y más de ciento veinte aviones. Por su parte, los nacionales reunieron un número similar de soldados, aunque contaban con más piezas de artillería y más aviones.


Al principio, de poco les sirvieron, pues un frío extremo, nubes bajas y la intensa ventisca no les permitían despegar desde los aeródromos de Castilla. Una ventaja que los republicanos supieron aprovechar, bombardeando la ciudad y al ejército que venía del norte. No sin costes. Algunos de los pilotos tenían que ser asistidos para bajar de sus cazas Polikarpov, agarrotadas las extremidades por el frío.


El factor de la nieve

Durante varias semanas, en las llanuras de Siberia se había estado concentrando una gran masa de aire denso y gélido que, empujada por las corrientes atmosféricas, y como si fuera un lento pero mortífero ejército, cruzó Europa hasta llegar a la península ibérica.


Como explica en un estudio el divulgador científico Vicente Aupí, el invierno de 1937-1938 estuvo marcado por las constantes entradas de aire polar, muy por encima de la media. El resultado: temperaturas de entre 20 y 25 bajo cero, nevadas de medio metro de espesor y una ventisca que en cinco minutos podía congelar cualquier parte del cuerpo que estuviera expuesta.


El periodista norteamericano Matthews lo describió mejor que nadie: “Las manos se nos hinchaban” y “nos costaba respirar”, dijo. Además, aseguró que no podía detenerse en ningún sitio, pues “el viento nos zarandeaba”. El “General Invierno” había hecho acto de presencia.


Solo en los primeros días, centenares murieron congelados o causaron baja. Los pies de Teruel, así se conoció el fenómeno médico que causaba una gangrena seca que tornaba los pies y manos de un color negruzco. Incapaces de evacuarlos con rapidez por unas carreteras nevadas, muchos acabaron amputados. Mientras tanto, otros intentaban protegerse forrando sus abrigos con paja o periódicos y cubriéndose los pies con mantas.


En estas condiciones tuvo que avanzar la división de Enrique Líster por el norte de Teruel. Según explica el historiador David Alegre en La batalla de Teruel. Guerra total en España (2018), sus hombres se vieron obligados a cavar parapetos en la nieve. En un terreno despojado de árboles o construcciones, era lo único que podía protegerles del viento. A la mañana siguiente, el oficial comunista despertó horrorizado al ver que 87 de ellos habían muerto congelados. Sin detenerse a enterrarlos, siguieron avanzando hasta que el día 17 se reunieron con la columna del sur, cerrando definitivamente el cerco sobre la capital.


Tal impasibilidad ante la muerte es testimonio de que aquello fue una guerra total. Es una de las ideas fundamentales del libro de Alegre. No importaba que los hombres murieran congelados, que el frío inutilizara los tanques o que las caravanas se atascaran en la nieve. Por difícil que resultara, había que seguir avanzando. Igual de secundario era el bienestar de los civiles, meros accesorios perfectamente sacrificables en el altar de la victoria.


Los últimos del seminario

Mientras tanto, dentro de la ciudad, los hombres de Rey d’Harcourt perfeccionaban sus defensas en el seminario y la comandancia. “Que confiaran en España igual que España confiaba en ellos”, ese era el único mensaje que recibían de Franco, mientras soportaban una angustiante cuenta atrás hasta que se les acabaran los víveres.


La primera buena noticia vino la mañana del 31 de enero. Asomados tímidamente a las ventanas, los defensores vieron movimiento en lo alto de la cima de La Muela. Aunque lejos, se reconocían los soldados nacionales avanzando contra posiciones republicanas. El grueso del ejército había llegado. Cansados tras quince días luchando en la nieve, a buena parte de los soldados gubernamentales les entró el pánico.


Como bien explica Alegre, fue entonces cuando empezaron a sentirse las consecuencias psicológicas de combatir tantos días bajo el yugo del frío. Así lo expresa la correspondencia de muchos soldados. El manto blanco, dice el historiador, se convirtió para los hombres en un paisaje aterrador que acabó por alterar su percepción de la realidad.


Si a esto añadimos las leyendas urbanas que circulaban sobre las tropas árabes de Franco, “los moros”, y su crueldad, no es de extrañar que muchos abandonaran su puesto esa noche. Sorprendentemente, y sin saberlo, hubo unas horas en que los cercados pudieron haber escapado a los brazos de sus rescatadores.


Para su desgracia, no lo hicieron. En los primeros días de enero, el temporal arreció, y el frente quedó otra vez estabilizado. Puesto que la mayoría de las industrias textiles habían quedado en la zona republicana, los soldados nacionales sobrevivían como podían en los altos de La Muela. De hecho, dice Alegre, los nacionales tuvieron dieciocho mil bajas (un 33%) por congelación. Mientras tanto, y bajo pena de fusilamiento, Vicente Rojo restableció el orden entre los milicianos, que volvieron a sus posiciones.


Bienvenidos al infierno

A partir de los testimonios de los supervivientes, Alegre da una rica descripción del infierno que se vivió en los edificios sitiados. Para el 6 de enero, en el seminario malvivían unos mil civiles y heridos. Sin apenas víveres ni agua, esperaban la muerte hacinados en un sótano que compartían con los hombres del coronel Barba, el comandante de la posición.


Según explicó él mismo, esos hombretones rompían en sollozos cuando tenían que arrancar a los bebés muertos de los brazos de sus madres. A su vez, estas se negaban a soltarlos, quizá porque serían arrojados a una amplia habitación llena de cadáveres que habían convertido en morgue provisional.


A esto se sumaban los angustiosos temblores cada vez que explotaba una mina. Cada día estaban más cerca, en una cuenta atrás que amenazaba con quebrar los nervios de la tropa. Diez días antes, el propio Hemingway había visto llegar a la ciudad a los dinamiteros. Lo explica Bocanegra en su libro. Bajaron de dos camiones y, cargados con dos mochilas y diecisiete saquitos de explosivos cada uno, se dirigieron a la ciudad.


Hemingway los siguió todo lo que pudo, hasta que esos hombres se perdieron por las callejuelas. Traían un regalo mortal para Rey d’Harcourt. Tras varios días de explosiones, la mañana del 8 de enero los republicanos lograron infiltrarse bajo la iglesia de la Asunción, haciendo explotar una mina que sepultó a todos los defensores. Al coronel Barba ya solo le quedaba el seminario, donde le llegó la noticia de que su superior había rendido, finalmente, la comandancia. Solos, maltrechos y con la mente borrosa por efecto del hambre, perdieron el seminario. ¿Había caído Teruel?


La carga del general Monasterio

Aunque así rezaron algunos titulares, lo cierto es que aquella fue una victoria tan pírrica como breve. En pocos días las tropas nacionales volvían a disparar artillería desde La Muela, y la aviación republicana sufría un goteo constante de bajas a manos de los Fiat italianos y los Messerschmitt alemanes. Tras tres jornadas de duros combates cuerpo a cuerpo a lo largo de la carretera de Zaragoza, a inicios de febrero el mando nacional ya tenía un plan para el asalto final.


El 5 de ese mes, sus tropas rompieron el frente republicano por tres puntos. La idea del alto mando era rodear por detrás la poderosa bolsa republicana que se había formado en el río Alfambra, al norte de Teruel. De aquella batalla quedó para la historia la épica carga de caballería del general José Monasterio, que, según el historiador Agustín Guimerá, fue una de las últimas de la historia.


El segundo día del ataque, y después de un intenso bombardeo artillero y de aviación, tres mil jinetes avanzaron hacia las trincheras republicanas en la localidad de Visiedo. Cuando se hallaban a cincuenta metros, y tras el cese del bombardeo, Monasterio dio la orden y sus hombres se lanzaron al galope sobre el enemigo.


Para Alegre, esta operación fue un precedente de la Blitzkrieg, la guerra relámpago que los alemanes perfeccionarían en Francia. En lugar de un típico ataque frontal, Monasterio concentró todos sus caballos en un solo punto, desde donde penetró varios kilómetros en la retaguardia enemiga. Desde allí atacó las líneas de suministro y almacenes de un enemigo que, desorientado, quedó a merced del resto del ejército.


Doblan por ti

Sea como fuere, los nacionales pudieron cruzar el río Alfambra y encontrarse con el cuerpo de ejército que avanzaba desde el sur. Teruel volvía a estar cercada, y acabó cayendo el 22 de febrero. Pero no hubo celebraciones, pues tuvieron la sensación de estar entrando más a un cementerio que a una ciudad.


Aunque los números no son exactos, existe un consenso que cifra la cantidad total de muertos en cincuenta mil. Una victoria pírrica que, sin embargo, abrió para los nacionales un camino hacia el Mediterráneo. No sin sufrimiento, pues aún quedaba la mayor carnicería de todas, la batalla del Ebro.


El “General Invierno” se retiró del frente en marzo, como haría luego en Stalingrado, dejando tras de sí un páramo de muerte. Pero fue precisamente allí, en los quebrantos de la guerra total, donde Hemingway encontró a los personajes que buscaba. Entre ellos, a María, aquella hermosa enfermera de Arbeca (Lérida) de la que se enamora su protagonista en la novela Por quién doblan las campanas (1940). En una guerra fratricida, el título escogido no podía ser más pertinente, pues “la muerte de cualquier hombre me disminuye, porque estoy ligado a la humanidad [...], nunca mandes preguntar por quién doblan las campanas: doblan por ti”.