Cuando
los militares llevan a cabo su alzamiento el 17 y el 18 de julio de
1936, no es la primera vez que la República se enfrenta a una
intentona golpista, aunque ésta ha sido planeada mucho más
cuidadosamente que ninguna de las anteriores. Sin embargo, los
generales sublevados no han previsto que el pronunciamiento pueda
convertirse en una larga Guerra Civil. Sus planes contemplan un
rápido alzamiento seguido de un directorio militar como el
establecido por Miguel Primo de Rivera en 1923. No cuentan con la
fuerte resistencia de las clases obreras, cuya belicosidad contrasta
durante las primeras horas del pronunciamiento con el colapso del
Gobierno del Frente Popular, que hasta entonces había ignorado los
repetidos avisos sobre la conspiración.
El
día 11 de julio, tras conocerse la toma de Radio Valencia por un
grupo de falangistas y su anuncio de que «dentro de breves días se
llevará a cabo la revolución nacional- sindicalista», un
grupo de periodistas interroga al presidente del Gobierno, Santiago
Casares Quiroga, sobre el presunto levantamiento. Su reacción
es de aparente indiferencia: «¿Así que me dicen que los militares
se han levantado? ¡Pues
yo me voy a acostar!». Seis días después, al caer la noche, los
habitantes de Melilla y, más tarde, de Tetuán y Ceuta, tienen ya
constancia de que tropas del Tercio y de los Regulares indígenas han
ocupado los centros de poder de la zona. La tarde del 17 el
comandante de las tropas acuarteladas en la zona, Ricardo de la
Puente, detiene a varios oficiales implicados en el golpe y alerta al
Gobierno central. La única respuesta es una llamada de Casares
Quiroga a Arturo Álvarez Buylla, el alto responsable del
Protectorado. Le promete que Madrid enviará aviones de
refuerzo y le insta a resistir a toda costa. El comandante De la
Puente se mantiene firme ante las tropas rebeldes, pero Casares
Quiroga no envía los aviones prometidos y los sublevados toman al
día siguiente la
base.
A
las ocho de la mañana del 18 de julio, el Gobierno emite un
comunicado por radio. La nota afirma que «se ha frustrado un nuevo
intento criminal
contra la República» y explica que una parte del Ejército español
en Marruecos
se
ha
levantado en armas, pero
que «el movimiento está exclusivamente circunscritos
a determinadas ciudades de la zonal del Protectorado y nadie,
absolutamente nadie, se ha sumado en la Península a este empeño
absurdo». El norte de África ya es, sin embargo, zona enemiga.
En
Madrid, la ejecutiva del Partido Socialista y los mandos de lealtad
republicana se reúnen en el Ministerio de
la Guerra, donde su titular Casares Quiroga se encuentra superado
por
los
hechos y por su incapacidad para atajarlos a tiempo. Mientras tanto,
el comunicado del Gobierno ha sembrado
la alarma
entre la población, especialmente en el seno de las organizaciones
obreras, que
inmediatamente comienzan a movilizarse. Trabajadores y
militantes acuden a las sedes de las centrales sindicales y de los
gobiernos civiles, pidiendo consignas y armas y en la Puerta del Sol
se concentran numerosos obreros.
En
Cádiz, una huelga general asegura a los obreros el control
provisional de la ciudad durante las primeras horas del
levantamiento. En los distritos rurales, los braceros locales
consiguen derrotar a las pequeñas guarniciones de la Guardia Civil.
Incluso en las zonas ya tomadas por los rebeldes, la hostilidad es
tan fuerte que en la capital se producen varias concentraciones
de la izquierda en petición de armas para los trabajadores. Pero el
gabinete presidido por Manuel Azaña se resiste a darles respuesta.
Por un lado, no está convencido de que la situación sea crítica y,
además, es reacio a ceder a las organizaciones obreras un poder que,
una vez aplastada la sublevación militar, teme que no estén
dispuestas a devolver.
Sin
embargo, a lo largo del día 18, las noticias sobre el avance rebelde
son ya alarmantes. El Norte de África ha caído en manos de los
sublevados y el presidente dicta las primeras medidas contra la
rebelión, que serán publicadas al dia siguiente: anulación del
estado de guerra implantado en las ciudades tomadas por los rebeldes
y licénciamiento y exención de obediencia para los soldados
pertenecientes a las unidades sublevadas. Además, un decreto da
de baja en el Ejército a los generales Franco, Cabanellas, Queipo de
Llano y González de Lara.
A
las seis de la tarde, el líder socialista Francisco Largo Caballero
sugiere al presidente que no hay otra solución que armar a los
trabajadores. Tres horas más tarde, superado por los
acontecimientos, Casares Quiroga dimite y Azaña llama al republicano
moderado de centro, Diego Martínez Barrio, con el encargo de formar
un gobierno de coalición para negociar con los rebeldes. A las once
de la noche, Largo Caballero se opone a la sugerencia de Barrio,
comunicada por Indalecio Prieto, de que haya una participación
socialista en el nuevo gabinete, debido a que en dicha coalición
está previsto incluir a varias agrupaciones situadas a la
derecha del Frente Popular. Creyendo que la ausencia del Partido
Socialista podría facilitar las negociaciones con los militares
rebeldes, a primeras horas de la mañana del día 19 de julio,
Martínez Barrio intenta formar un Gobierno de republicanos.
Inmediatamente
comienza a telefonear a las guarniciones militares y, a pesar de
las adhesiones individuales de lealtad personal que recibe, pronto se
da cuenta del poco margen de maniobra del que dispone. En Burgos, que
había caído casi sin resistencia, el general leal Domingo Batet es
prácticamente un prisionero de los nacionales. En Zaragoza, el
general Miguel Cabanellas le deja claro que no puede ni hará nada
más para detener la insurrección. Por otro lado, Martínez Barrio
si consigue que el general Patxot deponga las armas en Málaga y
logra que Luis Lucia, líder de la Derecha Regional Valenciana
incluida en la CEDA, reafirme su adhesión a la República.
Sin
embargo, la aplastante victoria de los rebeldes en Pamplona hace
difícil la perspectiva de llegar a un acuerdo. Martínez Barrio
habla con el general Emilio Mola, líder del pronunciamiento en
Navarra. El nuevo presidente le asegura que seguirá una
política más derechista y restablecerá el orden público,
pero Mola rechaza su oferta de ostentar la
cartera de Guerra en el nuevo Ejecutivo. «Ni pactos de Zanjón, ni
abrazos de Vergara», declara el general sublevado, «ni
pensar en otra cosa que no sea una victoria aplastante y definitiva».
El general José Miaja, ministro de Guerra, también intenta pactar
la rendición de Mola, sin éxito.
Igualmente
infructuosa es la negociación con el general Cabanellas, jefe
de la 5a
División Orgánica. Éste ha desoído las órdenes de Casares
Quiroga para que se presentase en Madrid e informase sobre la
situación militar, y permanece en Zaragoza liderando en secreto a
las fuerzas rebeldes. El 18 de julio organiza el arresto del
general republicano Núñez de Prado, amigo y compañero suyo, que
había sido enviado por Martínez Barrio para hacerse cargo de la
situación en la capital aragonesa. Ese día, Cabanellas habla varias
veces por teléfono con el presidente, que le hace saber lo
necesario de llegar a una concordia, para lo cual se
formará un Gobierno que incluirá a varios generales comprometidos
en el alzamiento. Cabanellas contesta y le repite que «ya es
demasiado tarde. Posteriormente, ordena el fusilamiento de Núñez de
Prado.
Los
rumores acerca de los intentos de alianza provocan manifestaciones
populares de protesta en Madrid. También suscitan el rechazo rotundo
de Lago Caballero, para quien la idea de un pacto es ya en sí misma
una traición a la República.
El
19 de julio por la mañana Martínez Barrio comprende que no es
posible formar Gobierno. Azaña había optado por su gabinete
conservador con la esperanza de alcanzar un compromiso con los
rebeldes. Ahora, la lucha comienza a perfilarse como la única
salida posible y eso significa armar a los trabajadores.
Se
abandona la búsqueda de un acuerdo, pero no es fácil encontrar a un
presidente dispuesto a enfrentarse a la nueva situación. Finalmente;
Martínez Barrio es reemplazado por José Giral, un republicano de
izquierdas, compañero de Azaña. Con la mirada puesta en la opinión
internacional, tampoco incluye en su Gobierno a los miembros de los
partidos obreros, aunque el socialista Indalecio Prieto se convierte
en su principal consejero en la sombra. Tras aceptar el cargo de
presidente, Giral decide autorizar la distribución de armas a los
partidos y sindicatos, lo que será crucial en la derrota de la
rebelión en numerosos lugares entre ellos Madrid y Barcelona.
El
19 de julio por la tarde, Giral envía un telegrama a Francia
pidiendo ayuda militar al presidente Léon Blum. El mensaje dice así:
«Sorprendidos por peligroso golpe militar. Stop. Solicitamos ayuda
inmediata armas y aviones. Stop. Fraternalmente Giral». Dado que una
victoria nacional representaría un tercer estado fascista en
las fronteras de Francia, Blum decide prestar la ayuda solicitada.
Pero su Gobierno de está dividido al respecto, ya que su ministro de
Defensa, Ybon Delbos, es especialmente hostil al Frente Popular
español.
El
mismo día 19, el nuevo ministro de la Gobernación, general Pozas,
ordena la puesta en libertad de los militantes de la CNT detenidos y
la reapertura de los locales sindicales clausurados.
El
20 de julio, las fuerzas republicanas sufren un nuevo golpe en
Asturias. Dos días antes el coronel Antonio Aranda, jefe de la
Comandancia Militar de Oviedo, había expresado su lealtad a la
República por teléfono a Martínez Barrio, que deposita su
confianza en él sin sospechar que sus palabras esconden una
estratagema. Fingiendo estar en contra de los sublevados, Aranda
convence a los líderes mineros de que pueden enviar sin peligro a
sus hombres a ayudar en la defensa de Madrid. Una vez puestos los
trenes en marcha y alejadas las fuerzas obreras, el coronel se
declara a favor del alzamiento y proclama
el estado de guerra. Oviedo queda en manos de los sublevados.
El
20 de julio, en Cataluña, el presidente de la Generalitat
recibe la visita de una delegación de la CNT inmediatamente
después de la derrota del alzamiento en Barcelona. Advirtiendo
la fragilidad de su posición, Companys les ofrece su
colaboración y su lealtad incondicional, por lo que los anarquistas
le piden que continúe en su puesto.
Companys
les convence entonces de que se unan a los partidos del Frente
Popular, al que la CNT no pertenece oficialmente, y formen un Comité
Central de Milicias Antifascistas, con el fin de organizar tanto la
revolución social como la defensa militar de la República. En
los días siguientes, el poder de la Generalitat es eclipsado por el
del Comité, algo que se producirá también en otras zonas del
país, como consecuencia directa de la confusa relación entre
el Estado y un poder que ha pasado a manos de las milicias.
Durante
los días 19 y 20 de julio se hace patente la ineficacia del Gobierno
Giral. Prueba de su escasa autoridad es la incautación
obrera de fábricas y la proliferación de patrullas ciudadanas
al servicio de partidos, sindicatos, comités o simples
grupos incontrolados, que practican registros y detenciones sin
autorización. El Ejecutivo intenta frenarlas con la publicación,
el día 20, de un decreto que prohibe a estas patrullas actuar sin
permiso gubernativo, pero su efectividad es escasa. El radio de
acción del nuevo Gobierno no va más allá de la capital y poco
puede frente a unas milicias que son la antítesis de la legalidad
republicana, pero a las que se ha decidido armar por ser la
única fuerza capaz de oponerse a los sublevados.